Azafata

Wensel Valegas

Con la primavera
viene una ansiedad
de pájaro preso
que quiere volar.José Martí. Poema: Con la primavera

La mujer sonríe, siempre lo hace, no ha parado de hacerlo desde que el avión despegó y en ascenso fue rompiendo las nubes de una tarde gris, alejándose del Caribe, como las aves, cuando emigran obedeciendo a sus instintos.La mejor de sus sonrisas para la bienvenida de los pasajeros que subimos al avión, siempre sonriendo nos señala el pasillo justo para llegar al puesto, después de revisar el boleto de embarque. Su memoria evoca los días juveniles, cuando en un acto de desafío les dijo a sus padres: quiero ser azafata. Sus padres vieron tal decisión en sus ojos, que los sueños de verla convertida en abogado, o doctora, se esfumaron. Lo dijiste con convicción, le recuerdan sus padres aquel otoño del siglo pasado, en 1980, cada vez que los visita en la ciudad de Estambul. Al final, el corazón de la madre se ablandó en un gesto maternal y condescendiente, diciéndole en cada despedida: tienes alma de pájaro, ve con Dios.

Se esforzaba al máximo en ser lo que quería después que sus padres consintieron que su vocación era volar. Sonríe, mientras piensa en el amor de su padre por su ciudad natal, en la frase repetida, que siempre le escuchó en su alegre y laborioso trajín por la casa: Si la Tierra fuese un solo estado, Estambul sería su capital, y que cierto día descubrió que dicha frase se le atribuía a Napoleón Bonaparte. Sí, volar fue el inicio de un sueño iniciado en las clases de danza en la escuela, hay que ver sus saltos, su gracia, su plasticidad y expresión corporal, su ritmo y armonía, le había dicho la maestra de ballet de la escuela a sus padres, Sila es una promesa. Un no rotundo fue la respuesta. Al final, sólo le quedó el deseo de volar, piensa, mientras cierra las puertas del avión.

Cuando ha tenido largos días de asueto en ciudades desconocidas se dedica un poco más a sí misma. Se comporta como una ama de casa que espera a alguien con ilusión; aprovecha el tiempo en el supermercado, prepara desayuno, almuerzo y comida, siempre cocinando para dos, incluso tres.

Son nueve horas de viaje a Europa saliendo desde Cartagena. Apenas es audible el ruido de las turbinas. El avión se sumerge profundo en las nubes, buscando el cielo, saliendo del crepúsculo del caribe para encontrarse con una soleada mañana europea, donde la primavera resalta el ideal de unos días llenos de coloridos. La mujer va y viene por el pasillo asignado, la observo y conjeturo sobre su edad, cuarenta y cinco años, quizás cincuenta. Su vitalidad es impresionante, la gracia de su sonrisa la hace parecer simpática; nadie se queja de sus servicios, todos cabemos en su corazón, no hay diferencias en el trato, estamos incluidos en su radio de acción. Nos dormimos tranquilos en un vuelo que se sumerge en la noche; la mujer atiende cualquier solicitud. Con su carrito móvil nos reparte la cena, después el agua o café. Una hora antes de aterrizar a nuestro destino, llega con el desayuno. Miro el reloj y pienso, a esta hora duermen en el Caribe, son las tres de la mañana; a través de la ventana se ve el sol del futuro, siete horas después, son las diez de la mañana.

La mujer mantiene su porte y su gracia, radiante, maquillada, sin ningún vestigio de sueño o de trasnocho. La sonrisa continua solidaria en su rostro. Su cuerpo delgado y enérgico no pierde la compostura. Es el precio de volar, piensa; lo que se paga por esa sensación de libertad, se reafirma, sin dejar de sonreír. No hay diferencias entre el antes y después en la mujer, se preparó para la bienvenida y ya está lista para despedirnos. En la pantalla que hay frente a cada silla de los pasajeros se observa el tiempo de vuelo, el kilometraje recorrido, la tierra vista en todas sus dimensiones, el avión dejando detrás de sí el camino trazado desde Cartagena hacia el viejo continente. El piloto desde su cabina anuncia en inglés primero y español después los minutos faltantes para el aterrizaje.

Siempre se consideró una mujer con espíritu nómada, acostumbrada a las obligaciones del trabajo, pero compensándose con el tiempo disponible a su entera libertad. Le gustaba lo que hacía, sintiéndose más segura en aire que en tierra. Recordaba las palabras de su maestra de ballet, animándola, me encanta ese salto que ejecutas como si fueras un ave, pero nunca se te olvide volar con la imaginación. Le fascinaba andar de un continente a otro, entre más largo el viaje, más le excitaba. De vez en cuando la invadía la nostalgia de los amores prohibidos de la adolescencia – ya olvidados – bajo la mirada severa de sus padres, pero no esgrimía sentimientos de culpa por los amores fugaces, sin nombres, sin lamentaciones, asumiendo como suyos unos versos encontrados en el Farwell de Neruda, comprado en una librería de Santiago, durante una estación de paso: /Amo el amor de los marineros/, /que besan y se van/, /Dejan una promesa/. /No vuelven nunca más/. No estaba hecha para el llanto, aunque de vez en cuando una lágrima rebelde se escapaba por sus mejillas en la soledad de un cuarto de hotel en algún país del planeta.

Esos pensamientos le llegaban de golpe en los hoteles de paso: en el centro de Madrid, viendo la vida nocturna en todo su ajetreo y su esplendor; o desde la ventana de una habitación en Nueva York, un lunes por la noche, después de la despedida de un amor anónimo; o aprovechando un día libre caminando por Prinsengracht, recorriendo los salones de la casa – museo de Ana Frank, por la mañana; y a mediodía, paseándose por la calle Warmoesstraat, en Ámsterdam, observando el goce de los risueños japoneses en sus transacciones con las putas del Barrio Rojo, que se exhiben detrás de una vitrinas.

Cuando ha tenido largos días de asueto en ciudades desconocidas se dedica un poco más a sí misma. Se comporta como una ama de casa que espera a alguien con ilusión; aprovecha el tiempo en el supermercado, prepara desayuno, almuerzo y comida, siempre cocinando para dos, incluso tres. En la tarde acude al salón de belleza del hotel, le arreglan el cabello, las uñas de pies y manos; con una mascarilla le han cubierto el rostro para suavizar y rejuvenecer la piel. Conversa con la manicurista y le dice que su nombre es Sila, pronunciado con cierta nostalgia, recordando que en el trabajo es nombrada con un código. Regresa a la habitación del hotel con la convicción que nadie llegará. Mira la mesa y se recuerda solitaria en el desayuno y el almuerzo, y la cena esperando en el horno. Cuando eso sucede la soledad le duele y siente que ha perdido el apetito. Mira su celular y no se observa la esperanza de una llamada perdida. Desde que sus padres murieron, tres años antes en un accidente automovilístico, cualquier lugar de paso es suficiente. Nadie la espera en ningún lugar.

Sentada en el tocador, frente al espejo, se acicala para dormir, limpia su rostro con cremas que le humedecen y le hidratan la piel. Su mirada escruta las mejillas, y los ojos que la ven desde el espejo se detienen en las leves arrugas de los labios y los tímidos surcos en la frente. Esa realmente soy yo, piensa. Sonríe. Vuelve a observar la piel del rostro, limpia, mostrándole los años, el cansancio de la libertad, murmura para sí, pensando en la condición migratoria de las golondrinas. Sí, cansada, pero feliz, como las golondrinas, se anima frente a su imagen que la observa. Además del cansancio, el espejo le devuelve el aditivo de la sonrisa fingida, esa impronta que el trabajo le ha dejado y las cremas no pueden borrar. Ya en la cama, cierra los ojos y sueña con el próximo vuelo – sin importarle adónde –, mientras la voz de su madre, recordándole, le susurra en el sueño desde el más allá, tienes alma de pájaro, ve con Dios, Sila.

Países Bajos, Hughkl,

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