Estoy sentado en un lugar de Europa cuyo nombre se me pierde en la bruma de los recuerdos, confundiéndose, confundiéndome. Me esfuerzo, sin embargo, en precisar el lugar donde pasaba las tardes, al final de la primavera, dejando vagar la mirada como una cámara que sólo observa por placer, sin ningún tipo de interés. Sí, fue en un lugar de Europa. No sé si fue en Bélgica, en una de las tantas plazas que rodean las innumerables catedrales medievales, altas e imponentes. Tampoco sé si fue en el centro de Berlín, muy cerca del muro derrumbado, donde los turistas se toman fotos colocándose de un lado o del otro de la antigua Alemania dividida y derrumbada, levantando las piedras en señal de victoria, mientras a sus espaldas, el Elba continúa su curso bajando de las montañas checas. O en un café al aire libre cerca de la torre Eiffel, donde las parejas acuden a casarse y jurarse amor eterno frente el Sena. Quizás fue en Girona, sobre la Costa Brava, en uno de esos barcitos que ofertan sus productos sobre los canales que cruzan la ciudad poblada de puentes, castillos, casas blancas y techos rojos frente al mar, de banderas nacionalistas en las ventanas, de calles pintorescas contando historias por escaleras que asciende y bajan los turistas.
Sentado en el café, mi vista vaga incontrolable hasta que los veo. Se confunden en un abrazo firme e íntimo, un cuerpo acoplándose en el otro. La mujer y el hombre están sumidos en un abrazo que los hace únicos en la piel, la respiración, el beso desesperado, las manos trenzadas, asiéndose y soltándose por momentos con impulsividad desesperada. Él acaricia sus mejillas en un gesto tierno, tratando de consolarle el llanto, bebiéndose intermitente la sal que corren por sus lágrimas. El tira y afloja del abrazo dudando en medio de los dos como cediendo ante la partida, o negándose al desprendimiento. El hombre también llora con su vigor y su templanza, sin importarle lo que acontece a su alrededor – la gente en romería que visita las catedrales, o siendo protagonista de una selfi inesperada en medio del dolor y la curiosidad, o quizás el mutismo del Sena indiferente acostumbrado a las promesas de amor y el llanto del desamor –. La mujer corresponde al abrazo atrayendo con fuerza inusitada al hombre, que trata de soltarse como diciendo, debo asumir mi responsabilidad. El abrazo de ella es exigente, intenso, posesivo, por eso se deja besar, beber las lágrimas; su beso es desesperado ante el hombre que intenta soltar los amarres de su pasión y sus apegos.
Mientras saboreo el café en esa tarde soleada, juego a las conjeturas, ahora es la imaginación que fluye con sus ocurrencias hipotéticas. La simbiosis del abrazo intenso en una interacción profunda es una despedida para una larga ausencia. El abrazo, piel a piel, y el calor de los cuerpos fusionados, donde se enmarcan la intensidad de la fuerza de uno que retiene y otro que quiere soltar amarras para navegar en solitario. Abrazos, susurros, llantos, sin juicios y premuras, promesas en ausencia, promesas en exilio. El abrazo quieto en un ella – él, profundo, desapercibido, intentando ser uno en medio de una ciudad de tránsito, indiferente. Finalmente, el abrazo abnegado de la tolerancia y la disculpa, y la culpa del instante consciente del arrepentimiento de los impulsos trágicos y emotivos. Representan unos cuarenta años, han vivido una pasión de veinte años, se saben de memoria los caminos recorridos, los perdones, las ausencias, los olvidos, los pactos, incluso las infidelidades, son conscientes de sus lazos en ese abrazo con aroma a despedida.
La mujer corresponde al abrazo atrayendo con fuerza inusitada al hombre, que trata de soltarse como diciendo, debo asumir mi responsabilidad. El abrazo de ella es exigente, intenso, posesivo, por eso se deja besar, beber las lágrimas; su beso es desesperado ante el hombre que intenta soltar los amarres de su pasión y sus apegos.
Era fines de mayo, recuerdo, el día era esplendido y la cámara de mi vista dejó de ser objetiva, ¿por qué no dar paso entonces a la subjetividad y las interpretaciones? El día traía suaves fragancias, los árboles se movían al compás de un viento suave, el cielo estaba despejado y el sol radiante traspasaba con su brillo el verde movimiento de las hojas.
Ante la plenitud de ese día maravilloso, el hombre y la mujer lloran desconsolados, se murmuran palabras, se unen en un abrazo como si fuese el último. Se quedan, estáticos, se hacen uno solo, hasta que un carro de la policía con sirena estridente frena junto a ellos. Dos policías presurosos – ¿polizei o police?, no lo tengo claro – descienden y deshacen la unidad del abrazo. El hombre no se resiste, es esposado y conducido a la parte trasera del vehículo. La sirena vuelve a romper el silencio con su estridencia. El hombre no cesa de mirar atrás. La mujer observa el auto perdiéndose avenida abajo. Todo es fugaz en medio de la indiferencia de la gente; cada uno vive su propia vida en su manera de andar aprisa, por la premura del tiempo, el trabajo, las preocupaciones; desdén, displicencia, nada interesa. Al anochecer nadie recordará este incidente que duró un siglo el abrazo íntimo, adherido al dolor de la pareja; ningún transeúnte recordará porque la velocidad del instante es un paso fugaz por la memoria, es un lapso breve que desaparece anclado en el olvido.
Continúo observando la plaza ocupada por transeúntes que van y vienen; mis ojos continúan sus indagaciones indiscretas como es costumbre, deambulan indiferentes por un lugar de Europa que no logro recordar. Sin embargo, la memoria persiste en traerme la nostalgia – es el peligro de dejar los pensamientos sueltos – de mi país y el aroma penetrante del exquisito café colombiano.
Aun así, al recordar aquel abrazo, me pregunto, ¿cómo viviría su espera la mujer?, ¿qué planes para el regreso tuvo el hombre? Me atrevo a conjeturar que la intensidad del abrazo, el llanto de la mujer y la mirada triste del hombre, le suman al hombre muchos años de cárcel, a la mujer muchos años de ausencia. Cierto que no recuerdo el lugar exacto, tampoco el año del suceso. Sé que fue en mayo, al final de la primavera.
Excelente mi hermano bonitos recuerdo que se convierten historias de vida
¡¡¡Excelente!!!! profe Wencel. Que poema maravilloso, nos tralada a los afanes de cada uno de nosotros de la forma de vivir la vida a prisa “por la premura del tiempo” como lo dice usted, el trabajo, y las preocupaciones.
Se nos convierte en historia de vida.
Más allá de imaginar los sucesos, siento que me trasladé; incluso puedo llegar a exagerar diciendo que sentí el olor a café. Una conjetura que solo podrá ser resuelta en nuestra imaginación y borrada con el tiempo.