Mi hermana Isabel nunca fue a la escuela

Wensel Valegas

“A Yoya, mamadre irrepetible de una generación”.

Mi hermana Isabel nunca fue a la escuela por consiguiente no aprendió a leer en la misma. Mamá y papá decidieron, por ser la mayor, que tendría que ser la gran sacrificada y dedicarse a los oficios de la casa y cuidarnos mientras trabajaban. Pero algunas tardes cuando el trabajo se lo permitía, después de hacer la siesta, papá le contaba historias a Isabel, que sentada sobre sus piernas miraba asombrada al narrador de historia que era mi viejo. La ingenuidad de la adolescente le hacía decir que ya eso era suficiente educación. De esta manera, terminó compartiendo el tiempo entre los quehaceres del hogar, el cuidado de cada uno de sus hermanos menores y, de vez en cuando, los relatos de papá, que cada vez la dejaban boquiabierta.

Mi hermana Isabel nunca fue a la escuela, sin embargo, antes de dormirme no me faltaron las historietas y los cuentos en momentos de vigilia. Con instinto maternal me aseaba, cambiaba de ropa y a la cama, porque había que levantarse temprano para ir a la escuela. Ya acostado, antes de dormirme, le decía, al tiempo que la llamaba: “Isa, cuéntame un cuento”. Ella con un libro sacado de no sé dónde se sentaba en la cama a leerme o contarme un cuento. En los últimos días de mi infancia ya no leía, sino que me los contaba sin soltar el mismo libro abrazado contra su pecho. Creo que el libro le daba seguridad porque jamás le falló su memoria prodigiosa.

Desde muy niña, papá le contaba muchas historias, me decía ella, al preguntarle por qué sabía tantas. Al irse a la cama, papá le llenaba de magia los sueños y se dormía tratando de comprender por qué “el león es el animal más infantil y cobarde de la selva y el conejo el más valiente…”. Para ella era inaudito que la Mosca quisiera ser Águila, y lloraba de rabia porque Penélope le era infiel a Ulises. “El búho que quería salvar a la humanidad”, le exaltaba el ánimo y con emoción repetía textualmente: “la humanidad se salvaría, dado que todos vivirían en paz y la guerra volvería a ser como en los tiempos en que no había guerra”. Porque eso era ella, una mujer de paz, con una sabiduría para ver e interpretar el mundo. A su andar lento y tranquilo, debido a su obesidad, le tenía una justificación y de nuevo sacaba una de esas historias donde la Tortuga le ganaba a Aquiles y llegaba primero a la meta a pesar que este durante toda la carrera le estuvo pisando los talones.

Años después su sabiduría sigue intacta. Al preguntarle por qué no leía la prensa o veía televisión, respondía: siempre hay muchas versiones en torno a lo que pasa en el mundo, esos medios tienen su propia versión, además, “todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira”. Así era ella tabulando la realidad, recreándola con el cúmulo de cuentos y anécdotas que habitaban en su memoria. Trata de ser auténtico y no te pase lo que le sucedió a “la rana que quería ser una rana auténtica”, me decía. Así hablaba siempre Isabel, antes de dormirme y verla como se me perdía en los sueños con su misterioso libro abrazado contra su pecho.

“la humanidad se salvaría, dado que todos vivirían en paz y la guerra volvería a ser como en los tiempos en que no había guerra”. Porque eso era ella, una mujer de paz, con una sabiduría para ver e interpretar el mundo. A su andar lento y tranquilo, debido a su obesidad, le tenía una justificación

Esas anécdotas y cuentos los descubrí la vez que enfermó. Junto a la cama, sobre la mesa de noche, estaba el libro misterioso: “Cuentos, fabulas y lo demás es silencio”, de Augusto Monterroso, “El Tito”. Me adentré en el libro con una gran emoción, con el corazón latiéndome con fuerza; cada página era un tesoro, relatos breves que Isabel había agrandado por culpa de mi vigilia, y que relacionaba coherentemente con lo que sucedía al instante. Si yo no podía dormir me decía: te está pasando como al “espejo que no podía dormir” y me hablaba de un espejo de mano que cuando “se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor” y esto al pobre espejo le quitaba el sueño. La brevedad de los relatos era ampliada por la imaginación de mi hermana, que se ocupó de mí mientras papá y mamá trabajaban.

Por esa vez me dediqué a leerle los cuentos que ella me narraba. Le leí “El Grillo Maestro”. Al terminar de leérselo dijo: “el tradicionalismo fue lo que más me jodió, una mujer que supiera leer y con ganas de ir a la universidad no se concebía en mi época; al darme cuenta de eso, decidí no aprender”. Después me dijo que las historias que papá le contaba las memorizó y cuando abría el libro ante mi vigilia simulaba que leía lo que recitaba de memoria, con el tiempo fue agregándole mentiras que le salían con facilidad. En su convalecencia no dejó de pedirme que le leyera, La Honda de David, La Sirena Inconforme, El Paraíso Imperfecto. Me parece que Monterroso ha escrito los cuentos más hermosos del mundo, por eso te pido, que, si otra vez enfermo no dejes de venir, por lo menos para leerme una de esas historias, me dijo al recuperarse.

Por esos mismos días, iniciando el mes de febrero del 2003, nos llegó la noticia a Colombia que Augusto Monterroso había muerto, su corazón lo traicionó. Ya recuperada y trasteando en la cocina, mi hermana escuchó la noticia que le leí. Dejó de hacer sus labores y se sentó, llorando despacio, sin sollozar siquiera vio la foto en la prensa y sonrió con amargura: “siempre lo imaginé así, viejito y pícaro como sus cuentos”, lo dijo con espontaneidad, sincera, con el derecho que daba el haber aprendido el libro de memoria, pero con la libertad de emitir un juicio crítico sin pretensiones académicas.

No sabemos cómo el libro de Monterroso llegó a manos de papá, pero sí que Isabel lo heredó. Ahora el libro está en mis manos porque mis hijos insisten por las noches, antes de dormir, que les cuente un cuento. Entonces, así como una vez hizo papá con mi hermana o como aquellas veces en que llamé a Isabel para que me contara un cuento, me siento en la cama con ellos, que ya están casi dormidos y les digo: antes que se duerman, les leeré el cuento más corto del mundo y les aseguro que cuando termine ya estarán dormido: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Y efectivamente se duermen felices, sabiendo que, al despertar, sobre la mesita de noche que comparten las dos camas, un dinosaurio de juguete, verde y grande, estará ahí velando sus sueños.

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