Pasa la tormenta y desaparece el malvado,
pero el justo permanece firme para siempre.
Proverbios. Salomón.
El hombre del semáforo siempre está feliz. Es una felicidad ganada a pulso, nunca nadie se la llevó a su casa. “Mi felicidad está dentro de mí”, dice sin perder el buen ánimo, y recurre a un pasaje de un cuento indio, donde un ser divino decide guardar las llaves de la felicidad dentro del hombre, lugar en el que jamás a este se le ocurriría buscar. “Pero yo las he encontrado”, ¡afirma! En su semblante se inscriben las huellas de la amargura, pero su tez morena, curtida por soles y vientos las disimula. Habría que observarlo de cerca, en un momento en que puedas verlo sin que te vea y descubrirás en sus breves lapsus de felicidad, la mezcla de tristeza y amargura de una historia, aunque lejana, que siempre le llega de golpe a la memoria, interrumpiéndole su rictus alegre, simpático y agradable. En las mañanas sale de su casa, luciendo la sonrisa radiante de optimismo, cuenta la gente; pero él, con la sabiduría de los años dice que no es optimismo, solo es esperanza. Esperanza fortalecida con el cariño de la gente, de sufrimientos compartidos y alegrías cotidianas, de amistades desinteresadas, tendiendo puentes sin rencores ni reproches, desdibujando cicatrices en una franca y sincera unión. Los sentimientos se consolidan aún más, bajo el tañido lúgubre de las campanas de la iglesia y la fuerza colectiva del dolor obligando a vender cara la derrota. También el éxito de alguien alcanza al festejo de la solidaridad y la cohesión del vecindario, “porque no todo en la vida puede ser malo”, medita en los interludios del sueño.
Son esas fuerzas las que lo obligan en la soledad de su cuarto a sobrellevar las noches difíciles. Sufre la tragedia de un sueño intermitente y la agonía de un extenso insomnio, sin embargo, cada noche es una batalla de la que sale vencedor, sin que su sonrisa se ausente en el nuevo día. “Gracias por este día”, murmura y se persigna, observando el horizonte matinal de la calle con el rostro relajado, agradeciendo a Dios, el regalo de la vida cada amanecer. Se toma la vía despacio como un peatón más y se dirige al semáforo – que le espera – de la avenida principal. Saluda con el brillo renovado de sus ojos. Se sabe querido y respetado. El semáforo lo espera con sus guiños regulados.
El amarillo le recuerda la pobreza extrema en que vive con su parpadeo fugaz, que lo hace murmurar, ¿cuál riqueza? El rojo le concede el privilegio del héroe ante la adversidad de sus últimos días de vida; aunque la sangre derramada quede en la indiferencia y el olvido, terminando en cuestionar su heroicidad; ¿soy un héroe acaso?, piensa, interrogándose. El verde es la esperanza evocada a diario, asumiendo el futuro incierto en complicidad con su amigo intermitente, el semáforo. Pensar en el verde esperanza lo entusiasma sin importar la adversidad de los días. Se acostumbró a relacionar los colores del semáforo con los de la bandera, “lástima que el semáforo no tenga azul – dice – la gente se detendría a fumarse un cigarro en las avenidas, dejando de lado la prisa”.
Ubicado a un costado del semáforo, sobre el bulevar sin árboles, espera el gesto caritativo, extendiendo la mano sin palabras en un silencioso dame y la sonrisa en los labios, sin renunciar a perderla ante la indiferencia de los autos detenidos por la señal roja. Dios te bendiga y te lo multiplique, desea a los que depositan su dádiva en el cepillo limosnero con mango de madera adherido a la boca de la bolsa, similar a los usados en las iglesias. Es un malabarista con la mano funcional, que acorta ante el peatón cercano o alarga al conductor que baja los vidrios del auto, sin mirarlo, depositando una moneda en la bolsa de tela, atento a las señales luminosas del semáforo.
En las mañanas sale de su casa, luciendo la sonrisa radiante de optimismo, cuenta la gente; pero él, con la sabiduría de los años dice que no es optimismo, solo es esperanza. Esperanza fortalecida con el cariño de la gente, de sufrimientos compartidos y alegrías cotidianas, de amistades desinteresadas, tendiendo puentes sin rencores ni reproches, desdibujando cicatrices en una franca y sincera unión.
Dicen los vecinos que no ha dejado de pararse en el semáforo un solo día. Sereno e impasible afronta las calurosas temperaturas del verano, soy un hombre con muchos soles encima, acostumbra a decir. Tampoco teme a la lluvia, los truenos y tormentas, mucho menos a los arroyos. Permanece firme ante los días grises y húmedos. Este es mi lugar de trabajo, soy independiente, solo me debo a mi gente, dice con la sabiduría acumulada de los años. El vendedor de tinto le ofrece el café matinal, un vecino le lleva el desayuno – nunca es el mismo –, el almuerzo se lo trae una viuda, que espera los platos; la comida de la tarde – en un acuerdo tácito – se la brinda la policía de un CAI cercano. “No quiero dar lástima, eso me disminuiría”, dice.
Hace veinte años llegó al barrio. Nadie supo de dónde. Pero el barrio lo acogió solidario, sin preguntas, prudente y cómplice. Se tejieron conjeturas que nadie hizo voz populis, porque en vez de infundir recelos, contagiaba con su carisma y su conversación. Cuentan que huyó de la guerrilla; o se escapó del asedio de los paramilitares porque era informante; que huyó del Urabá antioqueño perseguido bajo el estigma de ser sicario. Por último, las discusiones aseguraban que era un feminicida, asesinando a su esposa por serle infiel. Al final, se llegaba a la conclusión que nada era cierto.
Pero a oídos del hombre los rumores llegan; los escucha y se da a la tarea de leer en voz alta los proverbios de Salomón, al lado del semáforo, en voz alta: “El de labios mentirosos disimula su odio, y el que propaga calumnias es un necio”, calla y sonríe. Se le escucha, como si respondiese a las inquietudes, que algo oculta de su vida misteriosa, pero que le asiste la posibilidad de redimirse: “El que atiende a la corrección va camino a la vida; el que la rechaza se pierde”. Si fuera pecador y malvado, Dios me abandonaría, argumentaba. Salomón dice: “El Señor no deja sin comer al justo, pero frustra la avidez de los malvados”, por eso comida no me falta, gracias a los amigos y almas caritativas. “Quien se conduce con integridad anda seguro; quien anda en malos pasos será descubierto”, termina confirmando su inocencia, cerrando la biblia, tachando el proverbio leído. Sonriente.
Su nombre es Jacob, el hombre que día a día cuenta su historia como personaje central en el barrio, que lo estima y aprecia a pesar de las habladurías. La admiración crece entre los vecinos y su condición física es el error que enseña y subsana a diario. Por las mañanas lo asiste un vecino en su cuarto arrendado. Compasivo, le baña y viste sin lástima. Lo sube a la silla de rueda y lo acompaña hacia el semáforo. Nació sin piernas, su mano izquierda es un muñón que mueve como un títere ante el asombro y la delicia de los niños, y su mano derecha, de escasa movilidad, es suficiente para leer la biblia y extender la bolsa hacia la gente caritativa. Atraviesa la avenida y sube una leve pendiente hasta su puesto de trabajo. Si hay sol surge la magia de un paragua solidario y cuando llegan las lluvias, un techo de plástico de tres metros cuadrados lo resguarda del agua. El arroyo pierde su furia y compasivo desvía su curso, buscando el río. Jacob no pierde su sonrisa, está convencido que Dios existe.
De regreso a casa, por las tardes, después de seis, encuentra su cuarto revuelto la mayoría de las veces. La mesita de noche patas arriba, el colchón en el suelo y las paredes raspadas, las almohadas exhibiendo la lana desparramada. ¿Quién puede haber hecho esto? Preguntan los que le asisten. Está convencido que buscan la llave de la felicidad. Sonríe, tocándose el pecho, a la altura del corazón, respirando tranquilo al sentirlas en su lugar.
Una historia envuelta en el paquete humano de las injusticias sociales. Lo que más llama la atención es su resistencia a dejarse morir.
Lo del semáforo y la luz azul es como dicen los pelaos: épico.