Y ¿quién prueba mi paciencia?
¡Ausencia!
Miguel de Cervantes
Esa sensación de que algo nos falta y con el paso de los días comprendemos la certeza plena del dolor en una angustia que nos corroe muy dentro del pecho, doliéndole a uno hasta la médula, sobre todo cuando sabemos que la partida de la mujer nos deja sin la esperanza del regreso y no tiene sentido obstinarse, aunque el duelo nos obnubile la razón, en esperar una carta que no llega, un audio de WhatsApp oculto e inaudible sólo en la imaginación; un teléfono fijo, negro, colgado en la pared, indiferente a la ansiedad del que sufre en silencio. Una ausencia que se establece en la psiquis convulsiva de pensamientos y sentimientos enroscados en la intangible memoria, esparciéndose por la biología, de pies a cabeza, dentro y fuera, hasta mostrarnos al mundo como seres deambulando por inercia, como robots escépticos desprovistos de cualquier emoción.
Es la sensación dejada por la ausencia de la mujer amada, que se constituyó por largo tiempo, casi una vida entera, en el mundo más cercano vivido y compartido que permitió vivir un mundo para dos; esa huella cautiva y dolorosa anquilosada en los recuerdos como una punzada incisiva; esos derroteros manifiestos que un día permitieron transitar por la felicidad que siempre se busca a ciega e inconsciente; esas historias que de vez en cuando aparecen con el permiso en los intrincados caminos de los estados de ánimo y exaltan la alegría y el optimismo, y otras veces acongojan con intermitentes depresiones, angustias y deseos de llorar sin importar si se creció bajo la afirmación patriarcal de que los hombres no lloran. Pero los hombres si lloran, lloran hasta agotarse en el consuelo de un abrazo que trasmite resignación; se naufraga en las efusivas palabras que no saben explicar el sinsabor de la derrota, quedándose cortas e incoherentes ante el dolor que no se puede medir, que no se puede apagar. Aunque así suceda, las palabras quedan atrapadas en la conciencia del dolor para seguir viviendo, o para sucumbir ante el adiós inesperado.
A fin de cuenta, ¿Qué es la ausencia? ¿Acaso es la ausencia del ser que un día fue? O, ¿la partida sin regreso?, ¿el paciente y anhelado regreso a que nos somete el sinsabor de la espera? ¿Es el adiós de la risa, de las palabras sin sonidos, del abrazo que duele, de la mirada que interroga? ¿Acaso es la distancia misteriosa que nos separa y la imagen virtual que nos acerca en un divertimento tecnológico que mitiga la angustia del desprendimiento? La ausencia deja un vacío que difícilmente se llena, no se cansa de merodear, se aprovecha de la ingenuidad del sueño, deambula libremente por el mundo onírico, alegre y discreta, pero duele con el despertar de la conciencia.
Al hablar de la ausencia o de las ausencias obligatoriamente hay que decir que es un acto estrictamente doloroso, circunscrito a la intensidad de los apegos, a las cercanías de los olores, al sonido particular de las palabras que merodean por la conciencia, en el cuerpo tangible que dejó una impronta en la memoria donde los recuerdos ríen y cantan a plenitud; en el abrazó sutil y desesperado a la vez. Así es, porque con el tiempo, la ausencia es una cicatriz que trae las evocaciones del pasado, basta tocarla levemente con el más efímero de los recuerdos para que la memoria se desborde en la risa que se llevó la ausencia, las palabras, lo que se dijo, el instante regocijado de las promesas, la agonía de una mirada y la mano tendida hacia este mundo que no la pudo retener, perdiéndose en uno de sombras donde la vida ya no tiene cabida.
La ausencia duele y aunque no se acepte la partida, se continúa amando, queriendo, añorando, incluso, es necesario porque se convive con el sujeto ausente en pleno anonimato de la intimidad, donde se degusta la corporeidad que se lleva en la memoria de la piel, de las manos, en el sonido de la risa que se hace intenso, el llanto y el dolor, en los sueños que ahora se continuaran a través de itinerarios deseados y solitarios.
La ausencia está encriptada en la psiquis del hombre que ama, por eso se hace difícil olvidarla y aceptarla de golpe. La realidad de los sentidos nos angustia, nos muestra el vacío dejado por la mujer que una vez fue esperanza, sin embargo, la psiquis se obstina y se resiste a la realidad que elucubra y conjetura, imaginando lo sucedido, negando la vaciedad que lo dejó incompleto y justificarla trayéndola de nuevo a la realidad. ¿Ausencia de qué? Del otro, de la otra; de la amada que partió con sueños cumplidos y muchos más sin cumplir. Ausencia de emociones como la alegría y la tristeza; la risa anónima que no despegó su hilaridad; ausencia del tranquilo despertar cada mañana; ausencia de una normalidad pactada, de no ser igual a otros. La ausencia en sí misma requiere de un duelo, de una aceptación y una superación; no todas las ausencias, pero esa que ha surgido de pronto, sí. Hay ausencias obstinadas que persisten en el tiempo y nos duelen tanto que no las aceptamos así caigamos en los estragos de la locura. La ausencia duele y aunque no se acepte la partida, se continúa amando, queriendo, añorando, incluso, es necesario porque se convive con el sujeto ausente en pleno anonimato de la intimidad, donde se degusta la corporeidad que se lleva en la memoria de la piel, de las manos, en el sonido de la risa que se hace intenso, el llanto y el dolor, en los sueños que ahora se continuaran a través de itinerarios deseados y solitarios.
Para el hombre que padece el dolor de la despedida brusca, inesperada, es necesario recurrir al texto de la memoria como quien mira su imagen en un espejo, sin importar su intangibilidad reconstruye cada día los tiempos felices y también la ficción de los tiempos cercenados, esos que nunca se cumplieron. Cada vez que la ve en su memoria su angustia crece y la siente rodeando su garganta, cerrándose sobre ella en un llanto que no brota, sintiéndose como un náufrago aterrorizado en medio del mar.
De ahora en adelante, el hombre la llorará y la llamará ausencia, aunque en sus manos arda la temperatura que dejó el calor de su piel, y sus pies en sus largos itinerarios extrañando los suyos, alegres y conversadores, fuertes e incansables. La recordará el hombre llevándose la mirada arrobadora consigo y la suave danza de su cuerpo al bailar, juntándose con el suyo en una noche de brindis y de amor. Se pregunta el hombre en largas noches de insomnio: ¿dónde están las puertas de tu ausencia que algún día pueda tocar? Entonces el hombre vivirá la ausencia con rostro de mujer como si fuera su casa, sin querer otra; deseoso de recorrer los viejos pasillos por donde se esparció el aroma penetrante de sus fragancias después del baño; será una casa de puertas y ventanas abiertas, de paredes cristalinas, inclusive, para que la mujer desde su ausencia vea su soledad y sus pasos recorriendo las estancias, buscándola.
De ahora en adelante, el hombre, vivirá con regocijo la ausencia amada, también vivirá de la ausencia porque nada lo distraerá para continuar pensando en ella. De vez en cuando irá en pos de ella, sabiendo que con una brújula la podrá encontrar, confiando que su amor por siempre no le juegue una mala pasada.
Mientras tanto, el hombre piensa. Convencido y certero: “mi amor fue el adecuado para ti, mujer ausente y se correspondió con tus necesidades, con tu naturaleza”; “fue tanto el amor que nos tuvimos que las palabras se bastaban solas”, sin importar que su reflexión es tardía, el hombre se consuela, también consuela a la mujer ausente sin importar que esté en el más allá. “Ya nadie como tú para festejar la vida, aceptándonos, amándonos; allí la muerte no tenía cabida”, medita el hombre sobre la danza de la vida, sin sombras, sin penumbras. “Viviste tan intensamente la vida, que la muerte no te preocupaba”, fue su percepción de hombre veterano que sólo veía la vida en la mujer amada. “Nos amamos tanto, que el control mutuo fue superado como un homenaje a la vida”, la fuerza del amor y la experiencia del mismo se convertirán en un ejercicio de biofilía.
El hombre sucumbe en sus reflexiones, medita la larga vida que le espera, se compadece de sí, pero también se resigna, y mientras eso hace, un verso de Vallejo le recrea la memoria:
“Así pasa la vida, como raro espejismo…/
Si he cantado mucho, he llorado más/
Por ti ¡oh mi parábola excelsa de amor!
Y así pasan los días del hombre, acompañado de su amada ausencia con rostro de mujer.
Escribir es la manera más profunda de leer la vida.