No voy a referirme a Sísifo, el que se burló de los dioses. Hablaré de Sísifo, mi perro. Hoy Sísifo ha muerto. Animal común y corriente, sin ningún tipo de abolengo en su raza; nada que lo diferenciara de otros animales, sin embargo, era único, no se parecía a otros perros adiestrados en escuelas para demostrar buen comportamiento, tampoco necesitó de paseadores desconocidos, porque tenía un patio inmenso para el solo. Pensándolo bien era incorregible, viviendo a su manera, para él no existía más vida que la que compartía conmigo; sin ser entrenador de perro, le sugería mis costumbres sutilmente para no herirlo, era muy sensible, aunque siempre sospeché que era un rebelde encubierto, no aceptaba imposiciones. Lo entendía. Aprendió a caminar a mi lado en el patio de la casa; dejó la comida casera y terminó comiendo sólo la de perros; dejaba de ladrar cuando lo miraba a los ojos, remplazando sus ladridos por quejidos, excusándose como un niño, sin dejar de mirarme; entendió que sus ladridos eran necesarios si escuchaba ruidos extraños en el día, o la noche. Nunca le maltraté, era mi compañero fiel; jamás me mostró sus dientes para intimidarme; creo que entendía mi soledad, por eso aprendió a vivir la suya, sin nerviosismo. Fue comprensivo y sugerente: atendía mis palabras, cuidaba de mí, me hablaba con la mirada, vigilaba mi sueño, la casa; me sugería caminar trayendo el collar en su boca – jamás se lo puse –, primero en el patio, con el tiempo, los domingos, salíamos a la calle. Era feliz, dejándose llevar por sus instintos, jugando; cuando leía el periódico en una banca del parque, exploraba con alegría la esporádica libertad, corriendo, oliendo el orín de perros en los troncos de los árboles. A veces lo perdía de vista, él también a mí, de pronto aparecía con su alegría en un juego constante de aparecer y desaparecer, que tanto le agradaba.
He cavado un pozo en mitad del patio, enterrándolo. Tapando el hueco pensaba: “quizás alguna vez nos juntemos, y lo digo porque creo que cielo no hay”. Reconozco que nunca me gustaron los perros, tampoco los gatos, a pesar que mi infancia estuvo rodeada de jaulas y corrales donde había cerdos, gallinas, gallos, patos y pavos. También dos perros grandes y fuertes entrenados para ladrar y morder a los ladrones de gallina de patio.
Imaginé su vida apagándose, corriendo ansioso hacia la puerta a despedirse, pero no le aguantó, aunque siempre fui puntual en el regreso a casa. Lo echo de menos. Me hace falta su silencio. A pesar que no le entregué mi corazón, lo siento hecho trizas; pareciera irracional, pero nunca nadie me mostró tanta devoción; además, su muerte fue digna, sin dolor, sin quejarse, sin tanto melodrama.
¿Te gustaría tener un perro?, me dijo un amigo con Sísifo en los brazos, con apenas días de nacido. Lo miré sin que él me mirara y eso me gustó, alargué los brazos y lo tomé con mis manos: nació hace un mes, me aseguró. Indiferente de quién lo cargaba, Sísifo, sin protestar, lo traje a vivir conmigo. Hay momentos de la vida en que es necesario compartir la soledad; sí es con un animal, mejor. Creció mal educado y eso le gustaba porque le permitía ser el mismo; su nariz húmeda y su pelaje gris iban a tono con mis tristezas. Trabajaba por las mañanas y Sísifo me esperaba solitario en casa, en silencio, como me gustaba, sin ladridos desesperados. Era fuerte, emocionalmente equilibrado, carecía de estrés, según el veterinario; no mostraba desespero para pasear; muy rápido comprendió que yo era poco afectuoso. Comía dos veces al día, en la mañana y en la tarde; se acostumbró a hacer sus necesidades en un rincón del patio, que tapaba con pudor perruno. Cuando llegaba, por lo general, después de mediodía, me encontraba su mirada fija en la puerta que se abría, no movía la cola, tampoco ladraba un solo guau, guau. Se echaba en el patio, bajo un frondoso ciruelo, esperándome mientras sacaba la mecedora para leer la prensa atrasada del día. De vez en cuando apartaba la vista del periódico y sus ojos marrones me miraban fijos, sin reproches. Entonces surgía la necesidad de hablarle: me encanta verte y saber que me escuchas, apartaba la mirada y se concentraba en mi voz, escuchándome, sólo escuchaba: sabes que nunca me gustaron los perros lambones y melosos, entonces cerraba sus ojos, pero sus orejas se movían atentas. Gracias por soportarme, se levantaba a tomar agua a un costado del patio. Regresaba. Te agradezco que no es necesario que ladres, nadie tiene que saber que llegué, además, me molestan las alharacas.
Le agradecía que soportara mis defectos; que no fuera efusivo, ni se comportara como cualquier perro sentimental, ni se acostara en mi cama, tampoco que colocara sus patas en mi pecho. Nunca pedía nada, me dejaba ir y veía llegar en silencio; no recuerdo haberle conocido una enfermedad. Llevaba diez años conmigo y siempre cuidó su imagen de perro sano. Me miraba desde su silencio, interrogándome, indiferente a veces. Diez años juntos. Es curioso, murió de viejo, – me dijo el veterinario. Lo encontré con los ojos abiertos, esperándome una tarde. La vida se le apagó y su muerte no dio tiempo para el adiós, aunque él siempre supo a qué atenerse conmigo. Antes de entrar a casa – hoy – pensé en decirle, me gustaría ser como tú, y andar como dos perros callejeros, ladrándoles a los gatos misteriosos en la noche. Imaginé su vida apagándose, corriendo ansioso hacia la puerta a despedirse, pero no le aguantó, aunque siempre fui puntual en el regreso a casa. Lo echo de menos. Me hace falta su silencio. A pesar que no le entregué mi corazón, lo siento hecho trizas; pareciera irracional, pero nunca nadie me mostró tanta devoción; además, su muerte fue digna, sin dolor, sin quejarse, sin tanto melodrama.
Otro como él, imposible. ¿Por qué me llamaste, Sísifo?, – quizás por esta relación absurda – era la pregunta que leía en sus ojos quietos y la única respuesta que se me ocurría. Vivió la vida que quiso; también viví la vida que quise, aunque esta relación pueda parecer extraña. Le permití dejarse guiar por sus instintos de perro fiel y controlar sus emociones. Experimentó el profundo amor que le tuve. Su partida me deja un gran vacío. La hierba alegre hunde las raíces sobre su tumba, en mitad del patio, verla me trae una sensación de paz y descanso, mientras leo el periódico, acompañado de su silencio discreto y su mirada ausente.
Mi Teddy 🐶 hermoso, es el amor más puro y fiel que he conocido, él me saluda ladrando; me mueve la cola y me besa la mano cuando llego a 🏠. Es el primero que sale a saludarme siempre y me ladra de alegría, de amor y la cola la mueve, diciéndome: estoy feliz que estés en casa mami, lo noto en sus ojos, que es el espejo del alma. Lo amo mucho y siempre le digo que es mi hijo, siempre se lo digo que lo amo mucho; porque ellos también necesitan, sentirse amados. Por eso te entiendo tú tristezas y tus palabras. ‘Lo encontré con los ojos abiertos, esperándome una tarde. La vida se le apagó y su muerte no dio tiempo para el adiós, aunque él siempre supo a qué atenerse conmigo. Antes de entrar a casa – hoy – pensé en decirle, me gustaría ser como tú, y andar como dos perros callejeros, ladrándoles a los gatos misteriosos en la noche.” Descansa en paz Síisifo