Quien anda en malos pasos será descubierto.
El hijo necio es el pesar de su madre.
Salomón. Proverbios (fragmentos).
El día que desafiaste la autoridad de tus padres y decidiste hacer una vida sin ataduras, aprovechaste la mayoría de edad, no tanto física sino mental, a pesar que ignoraste y te hiciste el sordo a los sabios consejos de los viejos del barrio, los que te vieron crecer y se extrañaban de tu comportamiento hacia tu familia y los amigos con los que creciste. Dejaste la escuela porque te aburría y no le encontrabas sentido a las largas jornadas escolares, a las tareas en casa, a estudiar sin entender un carajo, acostumbrabas a decir. Tus padres se lamentaban por no ayudarte, apenas cursaron la primaria y no querían que crecieras sin estudiar, sin embargo, al final ganó tu irreverencia a la autoridad. Los probaste, los cansaste, los agotaste lentamente en su capacidad de tolerarte y los volviste frágiles hasta sumirlos en un mutismo silencioso que los avergonzaba, en unas miradas que rehuías, en unas cabezas bajas que se apenaban de tu mal comportamiento. Un día, tu padre, casi dos meses antes de morir, te miró largamente y tanto te incomodó su mirada que arrugaste el ceño, preguntándole. ¿Qué te pasa papá? Te miró serio y lejano, sin bajar la mirada alcanzó a decirte: Hemos dejado de quererte. Se nos acabó el amor a tu mamá y a mí. Te lo dijo con dolor profundo, extenuado, abandonándote a tu suerte. No sentiste ningún tipo de emoción, ya comenzabas a endurecerte.
Te fuiste de tu casa y la adolescencia te sorprendió en la calle. Aprendiste lo que la escuela no te enseñaría jamás. Para qué estudia uno, repetías con frecuencia a una asistencia obligatoria que no le encontrabas sentido, rebelándote. Los profesores te soportaban, sabían de tus andanzas, las malas compañías, los rumores que llegaban, se sentían intimidados. Te convertiste en una leyenda en la escuela. Te seguían la corriente, te hablaban despacio, casi con ternura, te sobrellevaban. Nunca hubo roces con algún profesor, te dejabas guiar, creías comprender y hasta agradecías sus preocupaciones, eso era lo que recordaban en la escuela, los maestros y los compañeros de clase, el día que desapareciste al final del pueblo.
Después de encontrarle gusto a la calle llegaron los tiempos de ausencia. Nada te detenía en la calle, ni las tormentas de invierno con sus vientos y huracanes; ni las oscuras noches que presagiaban la tragedia y la violencia. Comenzaste a andar con nuevos amigos que nadie en el barrio – cuando se enteraron – querían tener de vecinos. Te molestaste incluso con la vieja Belén porque un día se cruzó en el camino, cerrándote el paso, te toco el rostro y lo palpó como hacen los ciegos en su afán por reconocerte. Te dijo que andabas en malos pasos y eso llegó a oídos de tus padres. Tu mamá sufría tus largas ausencias y ni cuenta te diste cuando a tu papá lo sorprendió el Alzheimer. Te enteraste cuando agonizaba con su mirada triste, agarrándote la mano y una mirada extraviada que no te reconocía. Aun así, no lloraste. Tu madre le temía a la noche, al insomnio que le quitaba el sueño y la desvelaba, tragándose la impotencia y rogándole a Dios que la recogiera para evitar seguir con este sufrimiento, repetía entre sollozos ante el consuelo de los vecinos.
Sufriste el ritual de los iniciados cuando tu papá dijo, justificándose o aconsejándote, la vida es así, no la he inventado yo, fue una fuerza que te empujó a labrar tu propio destino a como diera lugar. Te fuiste sin pensarlo y te volcaste a las malas compañías. Todos vimos tatuajes en tu pecho y espalda, te gustaba lucirlos y pavonearte retador ante el asombro de la gente del barrio. Aprendiste la vigilancia y el arte de ser una “mosca”, dando avisos, “tirando datos” y contribuyendo a los actos delictivos que se sumaban a tu experiencia y deseos de ascenso que, en tu opinión, te llevarían a una vida mejor. Después te enseñaron a través de una didáctica perversa las etapas de cómo planear y realizar un robo, primero, observando como testigo mudo, después, participando. Robo a mano armada, escaparse en moto, hacer tiros al aire para provocar caos y confusión, fueron detalles que comprobaron tu hipótesis de que la vida podía ser de otra manera, haciendo gala de tu inconformidad. Fuiste alumno aventajado en ese tipo de escuela, sacando ventajas y aprovechando las oportunidades.
Tu madre le temía a la noche, al insomnio que le quitaba el sueño y la desvelaba, tragándose la impotencia y rogándole a Dios que la recogiera para evitar seguir con este sufrimiento, repetía entre sollozos ante el consuelo de los vecinos.
Con osadía y atrevimiento enfrentaste la envidia de tus compañeros. La envidia siempre existirá, pensabas al discutir con ellos tus fechorías, que veían tus ansias de poder siendo el mejor en cada tarea asignada, el ejemplo a imitar, según el jefe, que no dejaba de adularte. Eras de poco hablar, sin embargo, las acciones hablaban por ti y eso no era bien visto en el grupo. La modestia que exhibías cuando hablaban desaparecía cuando entrabas en acción. En el fondo, quieren tener tus cojones y la pasión que pones en cada golpe, decía tu novia, Maritza, abrazándote cuando te llegó la hora de ser el jefe. Nadie se opuso. Admiraban tu progreso y obsesión por el poder; el conocimiento preciso sin dejar cabos sueltos, les asombraba tu capacidad de anticipación, la previsión de los detalles. El que esté conmigo, levante la mano, dijiste colocando la pistola en la mesa, ante todos, y el brillo plateado y amenazador que les cegaba la vista.
El grupo depuso el rencor y te siguieron sin protestar. Pero tu nuevo cargo trajo consigo la paranoia vigilante en la soledad de los refugios, en las comidas fugaces durante la huida, en las calles solitarias y las sombras de las noches, que te aterrorizaban y mantenían la presencia del insomnio en un tiempo largo de oscuridad donde los ruidos ocultos del día aparecían, saliendo de sus escondites, asustándote.
Cuando murió tu madre, la Vieja Julia, como la conocían cariñosamente en el barrio, lloraste y gritaste, pateando lo que encontrabas a tu paso; exigiendo respuestas arrodillado en el centro del patio. Buscabas un culpable que no existía y, finalmente, la tomaste con Dios, mirando el cielo, pidiendo explicaciones. Caíste vencido. Fue sólo un momento de lucidez emocional, comentó alguien, según la crónica judicial que te escribieron el día de tu muerte. Tus cómplices respetaron tu llanto en un momento de debilidad empática. La familia es lo primero, gritabas en medio de un dolor que les sacó lágrimas a tus amigos de andanzas, que no convenció a la gente del barrio que te escucharon con escepticismo.
Te acostumbrarte a la soledad. Caminabas de un lado a otro y tu silueta, a través de la ventana, se veía hablando con nadie, gesticulando, no se te escuchaba, pero rumiabas nervioso, agitado en la penumbra de las madrugadas. A veces surgía el estallido de tu voz, interrogándote sin recibir respuestas. Llevándote las manos a la cabeza en medio de la soledad del cuarto, experimentabas una paranoia recurrente que te hacía ver enemigos donde no los había, pasos que solo tú escuchabas, aromas de flores que te sumían en una leve depresión. Afuera del cuarto, los amigos esperaban. Maritza entraba sigilosa y te consolaba con una ternura especial, cálmate, cálmate, vas a estar bien, te decía, quedándote dormido en su regazo. Nunca cambies amor, así me decía mamá cuando niño, tu voz bajita y fatigada era una señal vencida por el cansancio y el estrés de una vigilancia agotadora.
En medio del sueño tuviste todo el tiempo del mundo para soltarte y sentir que la soledad era lo mejor. Era como si la conciencia te hablara con una razón que no poseías en la vigilia. Algún día mi vida se truncará por esta vida que llevo. ¿Para qué mujer e hijos? Te repetías en el sueño. Sufrirían por mí. Con mis padres fue suficiente. A ellos se les debilitó la paciencia, se les acabó la alegría, se hundieron en la indiferencia y el desamor. Espero que donde estén me perdonen. Y ese fluir de tu inconsciente autodialogo onírico se lo contaste a Maritza, que te esperaba en la orilla de una vida que no deseabas vivir, angustiándote, así se lo contó a la periodista que escribió la crónica de tu desaparición.
Te volviste famoso y temido en el mundo del hampa, ganaste el respeto de los rivales. Nunca se supo del dinero que acumulaste, ni su cuantía ni qué se hizo. Desapareciste un día. Nadie supo de ti, tampoco encontraron tu cuerpo. Cada dos de noviembre, El día de los muertos, tus amigos de andanzas te llevan flores al lugar donde te vieron por última vez. Cuentan que un carro negro y vidrios oscuros se atravesó en tu camino, se bajaron dos tipos armados y te subieron al vehículo; ibas pálido y nervioso, en tus ojos se veía el desamparo y el miedo, así lo contó la crónica, basándose en el testimonio de alguien que no quiso dar su nombre.
Caminando por los pasillos del camposanto, se escuchan los rezos en la voz potente de la Vieja Belén por encima del rumor de los dolientes y el fuego crepitante de las velas frente a las tumbas: dije que andaba en malos pasos. El que a hierro mata, a hierro muere, continuaba su camino y se persignaba con el rosario en una mano y la biblia, que sabía de memoria en la otra. No decía nombres, pero sabíamos a quien se refería. Así sucedió todos los días, desde que desapareciste, recorría las calles de norte a sur, rezando por las almas que no tienen paz, decía al preguntarle. Saben que reza por ti, es la única que se acuerda y lo recuerda a los que te conocimos.
Vine a dejarte estas flores sin dejarme ver de tus secuaces y tener que explicarles. En el pueblo ya eres una leyenda, nadie del barrio te trajo flores a este lugar, solo yo. Te vi como el amigo que estuvo a punto de descarrilarse siempre, pero que nunca escuchó. Lo lamento. Descansa en paz donde quieres que estés.
Cruda y dolorosa realidad.
Excelente escrito amigo que vislumbra la realidad de muchos jóvenes que piensan que jamás envejecerán, y no escuchan consejos .