La aventura de jubilarse

Wensel Valegas

“Hay momentos en que tengo y mantengo

 la lujosa esperanza de que el ocio sea algo

 pleno, rico, la última oportunidad de

encontrarme a mí mismo”.

Mario Benedetti.

En los últimos años viene sucediendo que los amigos se van alejando, ya nadie lo llama a uno, incluso, pienso que con el tiempo la amistad se va desgastando. En su novela, La Tregua, Martín Santome, se interroga: me faltan seis meses para jubilarme, ¿preciso tanto el ocio? De ahí en adelante este personaje especula sobre una serie de alternativas, preparándose para un tiempo en el cual nadie jamás le enseñó qué hacer. A mí no me preocupa tanto el ocio como a Santome, sino el distanciamiento de las relaciones, la ausencia de saludos de los que una vez fueron los amigos, por ahí, uno que otro me escribe por WhatsApp, saludándome; a mí me sobra el tiempo y sé qué hacer en ese tiempo afortunadamente. Sí, me sobra tiempo, solo me escasean los amigos. Jubilarse es un riesgo que se corre, también una aventura donde no hay certezas, pero si muchas incertidumbres.

Desde antes de la pandemia hasta la fecha, quizás unos cuatro años, comencé a notarlo. Del trabajo nadie lo llama a uno ya, después de la fiesta de despedida. Los amigos que salíamos los viernes durante más de veinte años a tomar unas cervezas, algunos se fueron a sus casas jubilados y otros persisten en sus labores todavía. La empresa descansa de los que nos vamos, ya no nos necesitan; el trabajo nos ha dejado un saldo de estrés y enfermedades de más de veinte años de trabajo; los amigos inventan pretextos, disculpándose, cuando uno los llama desde otro teléfono que no reconocen, pero que uno usa como un hatajo sin salida. De vez en cuando muere uno de los compañeros y optamos, por respeto al difunto, guardarnos nuestra soledad en el velorio y los días siguientes. Conversamos y nos abrazamos con el pretexto de la muerte, pero, al final, camino al cementerio nos rezagamos, sin despedirnos, sin un hasta la vista, sin dejar una ventana abierta para nuevos encuentros sin la muerte de por medio, huyéndole de pronto.

Toda la tarde he llamado a Enrique y no contesta el celular. Lo justifico. Tiene que trabajar mucho y los hijos están pequeños, su mujer es exigente y le gusta vestir a la moda; la última vez que le vi lo noté ansioso, estresado, muy ocupado en asuntos de trabajo. Quizás me llame después. Las últimas veces que lo he llamado contesta tres días más tarde, o cuatro, bueno eso no lo preciso bien ya. Me acostumbró. Cuando me devuelve la llamada siento su tono nervioso, como si hiciera un esfuerzo, como si le remordiera la conciencia y se dignara a regalarme un saludo de tres minutos, quizás por agradecerme de haberle enseñado lo que sabe en su puesto de trabajo. Sin embargo, soy como un mendigo que implora una limosna, pero la culpa es mía. Nunca nadie nos educó y entrenó para vivir la soledad, tampoco la empresa hizo mucho por ello.

También acostumbró a llamar a Jesús y no sé cómo lo hace, pero en su celular hay una voz automática que dice siempre: “deja tu mensaje, muy pronto me comunicaré contigo”. Es triste llamarlo cinco y seis veces y siempre la misma vocecita que se va a buzón, tuteándome, cuando Jesús jamás en su vida lo hizo. También lo justifico. No hay ningún pensamiento de rabia, solo que la tristeza se me irradia en el cuerpo y en el alma. Bueno, me voy convenciendo de quién soy para joderle la vida a aquellos que fueron mis amigos. Estoy afuera del trabajo, muy lejos; ellos están dentro, igual a como estaba yo a sus edades. Jesús jamás devuelve las llamadas, no le he visto en cinco años y percibo su ironía, cuando me envía un tik tok de Alfredo Gutiérrez, Gran Combo, o Celia Cruz; una postal de navidad, o una tarjeta de cumpleaños. Lo triste es que no envía una frase especial de saludo de su puño y letra, un comentario personal. Estoy enterado que anda con el celular en la mano, me dicen que es un adicto a él, hay días que me dan ganas de mentarle la madre, pero la vieja Juanita, que en paz descanse, no tiene la culpa.

Pero esos dos amigos no hay que compararlos con Humberto, quien siempre anda cambiando de celular. Cuando le he visto en persona me dice que no ha recibido ningún saludo mío, tampoco le han llegado mis textos que escribo y le envío todos los sábados. Y ¿sobre qué escribes?, me pregunta. No le respondo. Mejor cuéntame, cómo te va en el trabajo, le pregunto. Y le recuerdo que cada vez que nos encontramos cara a cara, me dice, envíame lo que escribes, y el insiste en que cambia con frecuencia de número, o nunca le llegan mis mensajes y mis textos. Sin embargo, algunos amigos con los que me veo esporádicamente dicen, que cuando habla de mí, asegura jocosamente que se me va a secar el cerebro como al Quijote de tanto leer y por andar con mis locuras de querer ser escritor a mi edad.

Ser viejo es un momento de llegada que se enriquece con la conciencia plena de muchos factores en torno a la jubilación. La salud física y mental del viejo se apoya en categorías que tienen que ver: con la actitud para afrontar la comunicación, pensamientos positivos y el sentido de autoeficacia a partir del buen concepto de sí mismo.

Aun así, las circunstancias obligan a clasificar mis amistades en el celular, pero comprendo que los amigos tienen sus intereses y su propia vida y es preciso aprender a vivir con la soledad. La soledad me trae el aislamiento, el silencio, por eso trato de aprender a vivir con ellos. Sí la amistad es una necesidad, también lo es la soledad, el silencio, la música, la lectura, las caminatas interminables, al mejor estilo de Thoreau, que en cada paso que da hacia delante hace más difícil el regreso.

El amor y la amistad de la familia son una necesidad, pero como humanos somos insatisfechos, necesitamos de esos otros que están fuera del círculo familiar. Nos regocijamos cuando se solicita nuestra ayuda y colaboración; cuando se nos consulta más por la experiencia y la sabiduría que por los saberes académicos. Es una lástima que nuestra cultura no nos reconozca como personas activas, me decía el maestro chileno Carlos Veliz en la Universidad. Para el narrador Martín Santome, las personas que están a punto de obtener una jubilación, tienen posibilidades de una existencia plena: dejando de trabajar y dedicándose a una actividad placentera de ocio; de ser consultor (a) en una empresa o universidad; de postergarse una vida útil con menos hora de trabajo; de respetarle la voluntad de ser ocioso porque se ganó ese derecho y no quiere saber más del trabajo, o de estar ocioso porque puede alternar un estilo de vida, viviendo el descanso, o haciendo una labor breve que dignifique su condición humana aun siendo viejo.

Ser viejo es un momento de llegada que se enriquece con la conciencia plena de muchos factores en torno a la jubilación. La salud física y mental del viejo se apoya en categorías que tienen que ver: con la actitud para afrontar la comunicación, pensamientos positivos y el sentido de autoeficacia a partir del buen concepto de sí mismo.

Mientras tanto, sigo llamando a Enrique, Jesús y Humberto. No lo hago todos los días, pero cuando los llamo dejo constancia en sus celulares a través de notas de voz, hasta me entretengo anotando las llamadas, o registrándolas con un pantallazo, día, hora y año. He llegado a la conclusión, que es un mal hábito, sin embargo, la soledad y el silencio son ahora mis mejores aliados. Jubilarse es un riesgo que se corre, voluntario u obligado, sólo hay que ensillar la actitud y comenzar a cabalgar con el desconcierto de la aventura, donde, por fin, – alejados del trabajo – somos dueños del tiempo y de la vida misma. El trabajo despersonaliza tanto, que Cortázar asertivamente llama la atención sobre esa autenticidad y originalidad que nos quita la formalidad y las exigencias del trabajo:

“Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son”.

Nos acostumbramos tanto al trabajo que no sabemos vivir sin él. La educación misma se confabuló con la escuela, cuyo propósito hoy día está enfocado sólo en el desarrollo de las competencias laborales, ignorando otras facetas de la existencia nos permiten alcanzar la felicidad ¿Dónde quedan las competencias que evidencien el aprendizaje de unos comportamientos para vivir el disfrute de la vida? Es decir, estudiamos para trabajar; no trabajamos para vivir. Los pensionados se angustian ante el tiempo de ocio, naufragan ante la posibilidad de hacer nada; no hay argumentos para enriquecer ese tiempo a su total disposición: les aterra el tiempo libre de vacaciones, el tiempo del no – trabajo cuando se ha ganado el derecho a ser ocioso. Ya los griegos de la antigua Grecia nos sacaron ventajas viviendo una vida digna a través de un ocio llevado con plenitud, el diagogos, (derecho ganado cuando el ciudadano griego, a los cincuenta años, se había comportado como buen ciudadano), como bien lo apunta Aníbal Ponce, en su libro, Educación y lucha de clases.

Jubilarse, a pesar de las circunstancias, exige una actitud de héroe, obligado a transitar con el ánimo de vivir con disposición y conciencia de que la muerte no tiene por qué llegar todavía. Esa nueva aventura está preñada de sabiduría y entusiasmo, es una oportunidad que merece vivirse con actitud mental que encarne el disfrute de nuevas experiencias jamás vivida con anterioridad. No es fácil, sólo es suficiente prepararse para ello, a pesar del olvido de los amigos, las angustias económicas, la ausencia de los seres queridos; pero lo que no debe faltarnos en esta nueva travesía es la opción del amor de los que nos rodean; o el valor de asumir la soledad para ganar sabiduría, preguntarnos sobre la vida y enriquecernos espiritualmente. Y eso nos enseña la vida que nos sale al paso y confronta para vivir y encontrarnos con nosotros mismos, o morir, sin habernos encontrado siquiera alguna vez. Pero todo depende de cada uno.


CORTAZAR, julio. Cuento breve: Amor.

One thought on “La aventura de jubilarse

  1. lo cierto es que cuando uno se jubila uno no quiere saber nada de trabajo. es claro todo lo del pensionado. en algunos casos ese cambio de la actividad laboral a la etapa de jubilación muchos entran en depresión ya que las espectativas de lo que se va hacer en la nueva etapa no son lo esperado.
    pero en el caso mío por la situación de tener tres hijos menores de 11 años no hay tiempo de osio.

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