La experiencia del abuelo…
Cuando niño no me gustaba ir donde el abuelo. Siempre fui callejero, mientras los estudios lo permitieron. Cuando las vacaciones estaban próximas, mi madre nos decía, obligándonos – a mi hermano y a mí – “prepárense, el sábado nos vamos para Ciénaga, a visitar el abuelo”. El abuelo era el padre de mi madre, Wenceslao Ruiz, se llamaba. Comerciante de profesión; baja estatura, mucha fluidez verbal, delgado; vestía camisa blanca, pantalón de drill y sombrero negro o marrón – de ala corta -. Su recuerdo es la imagen de hombre sentado en un alto taburete de madera, frente a una máquina registradora antigua cuya marca era invisible de lo vieja que era. Desde su silla era omnipotente. Estratégicamente dominaba con amplia visión el negocio; nada escapaba a su mirada inquisidora, quién entraba, quién salía; quién pagaba y quién no lo hacía. Los dos ayudantes que trabajaban en su granero no tenían derecho al descanso; no respetaban al abuelo, le temían, igual que mi hermano y yo.
Nos permitía estar un rato en su granero y “procuren no tocar nada, sólo vean y no toquen”, decía con voz fuerte y autoritaria, intimidante. Después nos enviaba de vuelta a su casa, donde permanecíamos encerrados – y cuidado con estar en la calle, nos advertía – hasta las tres de la tarde que nos permitían mirar – a través de la ventana – el tren con rumbo a la estación del ferrocarril que, como un gusano de hierro trepidante atravesaba el pueblo con los vagones llenos de polvo, veíamos pasar en un parpadeo fugaz.
Por su carácter y forma de ser, paranoica y desconfiada, el abuelo se perdió el placer de jugar con los nietos. Su coraza e indumentaria de Homo Faber cercenó toda posibilidad de sentimentalismos. Sólo el negocio tenía sentido para él; se jactaba diciendo que la vida era muy seria para malgastarla en pendejadas. Desde niño tuve la sospecha que nunca entraríamos al reino de sus afectos. Se lo decíamos a mi madre, pero ignoraba nuestras quejas y nos dejaba, sin hacer caso omiso, en una Ciénaga caliente y polvorienta por más de ocho días; totalmente aislados añorábamos el regreso esa Soledad de la infancia, con sus calles llenas de tierra, donde jugábamos bola de trapo. Por lo que nos contaba, comprendimos con el tiempo, que ella también le temía al abuelo. “Desde pequeña, su abuelo me obligó a trabajar, nunca me dejó ir a la escuela…”, nos decía, evidenciando un dolor serio, una frustración apaciguada y serena. No tuve el mejor abuelo en la infancia, tampoco odio su recuerdo. Fue un hombre de carácter fuerte haciéndose respetar, a pesar de su baja estatura. Sabía hablar el abuelo en medio de su rudeza, también sabía enamorar y aconsejar al que intentaba robarle; fue autosuficiente, hombre de pocos amigos, solitario en los negocios. Jamás le vi sonreír y su sentido del humor ausente fue remplazado por una amargura crónica. Murió un martes de carnaval, mientras en Soledad las plañideras lloraban a Joselito.
Los abuelos paternos siempre fueron seres míticos, invisibles. Estuvieron bajo la aureola oscurantista de los rumores. Los conocí de oídas, escuchaba los comentarios sobre la paciente y tierna mamá Isabel, mujer discreta que esperaba al abuelo Jacinto, andariego varón de ojos azules, para sugerirle con firmeza y apaciguarle sus resabios. El abuelo le escuchaba la suavidad de sus palabras con la mirada fija en el techo y la rabia y el malestar quedaban apaciguados. Una vez estuve en la casa donde vivieron y escuché los pasos suaves de la abuela, también los fuertes y autoritarios del abuelo; el cuarto de las confidencias donde dormían las voces guardadas que nunca salieron; y las sombras moviéndose fugaces, jugando con las luces y el viento, remplazando la ausencia de los viejos. En cada visita me invadía un sentimiento de tristeza, igual a ese que percibe cuando uno lee pasajes de la obra de Rulfo, Pedro Páramo.
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Los abuelos del siglo XXI…
Los seres humanos no escogemos a los padres, mucho menos a los abuelos. Lo que si es cierto es que los abuelos cada día son importantes y necesarios en la cotidianidad de los hogares; en la vida de los hijos que están cerca y lejos, conviviendo con los nietos cercanos y los diálogos divertidos a través de las cámaras en esta sociedad global, que acorta las distancias. No son los niños los llamados a cambiar, sino los abuelos. ¿Qué significa ser abuelo en el siglo XXI? No es fácil definir a un abuelo, pero sí se puede hacer un ejercicio de cómo sería el abuelo en este siglo que ya está andando.
Los abuelos están llenos de experiencias y saberes; poseen un conocimiento exacto del pasado. Vivieron un pasado que los nietos no conocieron, y en ese tránsito gozaron y sufrieron en los distintos ámbitos y épocas de sus vidas: la cultura, la política, la educación, el trabajo, la economía, la tecnología, los avances de la ciencia; la juventud, los estudios realizados, los trabajos que tuvieron. Los abuelos del siglo XXI conocen y saben porque han estudiado, se han formado, en última instancia, han encontrado el conocimiento en internet. Los abuelos que han sido padres asumen los errores de manera proactiva y se preocupan porque los nietos vivan experiencias placenteras, incluso, diferentes a la que tuvieron con sus hijos. Los abuelos se sienten satisfechos participando activamente de la crianza de los nietos y están prestos a cooperar, sugiriendo, aportando, educando, trasmitiendo las riquezas del pasado, hablando de lo que fue y ya no existe; extendiendo puentes entre pasado y futuro a través de los instantes del presente.
Si hay algo que tienen que mostrar los abuelos de este siglo es su actitud amorosa hacia la compañía y tutoría de los niños. A mantener el equilibrio emocional ante la enfermedad de los nietos; la sabiduría para ser asertivo en las recomendaciones y el cuidado cuando sea necesario. Es la fuerza amorosa que guía la bondad del abuelo, que extrae de su manga un tiempo que no tiene, un esfuerzo que supera sus fuerzas sin quejarse, una historia inventada cada noche cuando el nieto les reclama una nueva para dormir tranquilo. Una característica de los abuelos es el sentido del humor, el sentido lúdico ante la vida, la demostración de una actitud alegre, sin importar que los hijos se extrañen de facetas desconocidas por ellos, antes nunca vistas. La magia de los abuelos es inevitable, es la conversación continuada e inconclusa que no se terminó con los hijos en el pasado; es la respuesta a preguntas difíciles; la experiencia y lucidez de los abuelos los obliga a ser heraldos de temas esenciales que circulan a diario en medio de una sociedad caótica que no culminó con los hijos, pero que hoy se vuelve apremiante en la protección de las nuevas generaciones.
El abuelo se perdió el placer de jugar con los nietos. Su coraza e indumentaria de Homo Faber cercenó toda posibilidad de sentimentalismos. Sólo el negocio tenía sentido para él…
Pero…
El abuelo es el cómplice que está por encima de la autoridad de los padres, sin irrespetarlos, porque ha aprendido a no juzgar.
Para eso servimos los abuelos cuando los nietos nos duelen profundo en el alma y nos damos cuenta que la sangre joven que corre por sus venas contagia la nuestra hasta llenarnos de vitalidad.
El abuelo es el cómplice que está por encima de la autoridad de los padres, sin irrespetarlos, porque ha aprendido a no juzgar. Su complicidad está en los secretos, en los diálogos íntimos pactados, en el consejo pertinente; en escaparse a ver una película deseada, saborear un helado y comer críspela; en los regalos sorpresas; en los acuerdos sobre el respeto a los padres estresados. La lectura de una frase sobre la amistad, la guerra, el amor, la muerte, tratando de ser interpretada en ese diálogo abuelo – nieto; los abuelos siempre tienen una historia que contar, basada en su experiencia, o simplemente inventada, ante el asombro manifiesto de los nietos. La sabiduría de los abuelos les hace tomar distancias y saber cuándo acercarse. La prudencia es una virtud que están dispuestos a aprender a pesar de su sabiduría. Ellos se autorregulan y están abierto a los llamados cuando se les requiere. En tiempos difíciles y de urgencias, se ofrecen a cuidar a los niños sin esperar nada a cambio, se conforman con la ternura del abrazo y la alegría infantil. Hoy día, los abuelos comprendieron que de nada sirven la hosquedad, que los autoritarismos no conducen sino a estimular comportamientos reactivos, o una obediencia con pérdida de la autonomía moral.
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¿Para qué sirven los abuelos…?
Aquella mañana bajo el frío invernal de los Países Bajos en Europa, Isaac y Zacarías, me preguntaron en medio del descanso de un juego que improvisamos con una pelota: ¿para qué sirven los abuelos?, sí, ¿para qué sirven, abuelo? Miré a cada uno por separado. Isaac tenía la mirada puesta en mí, sus grandes ojos negros me interrogaban mientras tomaba agua, hidratándose. Su frente amplia, brillante por el sudor del juego intenso. Una sonrisa, ¿ingenua, o perversa), esperaba una respuesta. Después que escuché la segunda pregunta me asombré aún más porque Zacarías es un niño de pocas palabras y en medio de su indiferencia aparente estaba muy atento. No era tiempo para aplazar respuestas. Nos sentamos en la mitad del campo de césped húmedo. Seguían tomando agua sin dejar de mirarme, a pesar del frío; también los miraba. Los dos jadeaban, el cansancio no les impedía estar atentos, entre sorbos y sorbos esperaban respuestas. El frío punzante no les molestaba. Una llovizna fina y persistente resbalaba por los cabellos y mejillas, y eso no parecía inquietarles; el invierno indiferente reclamaba su presencia con su cielo gris, brisa fría y lluvia pertinaz. En medio de esa frialdad trato de responder a los interrogantes planteados, no para satisfacerlos, sino para crearles el hábito de seguir preguntando.
Aquellos abuelos – empecé a hablarles – que nos sentimos contentos de serlo es porque hemos deseado conquistar esta etapa de la vida llena de sugerencias, misterios e imprevistos que para uno no lo son. Sé que muchas veces se preguntaron con esa curiosidad infantil que caracteriza a todo niño: ¿quiénes son estos viejos que entran y salen; que van y vienen? Sí, somos los abuelos. Somos personas de experiencia que recorrieron los derroteros que hoy recorren los hijos, y ahora ustedes como hijos de los hijos. No nos asusta la crianza de ustedes, ni los miedos de sus padres, y en vez de sugerirles a sus padres qué hacer, hacemos realidad las sugerencias. ¿Qué estamos haciendo ahora? Jugamos. Entendemos que el juego es el mejor canal de comunicación. Vean ustedes como el juego de correr detrás de una pelota, o patearla, nos altera la respiración, la circulación se acelera, las emociones nos hacen reír y gritar; en el juego los roles se invierten y hasta una palabra indecible se nos escapa, y la única disculpa es el perdón. Durante el juego se prometen premios y pocos castigos; se comprenden los errores hasta que el día menos pensado el aprendizaje surge y se podrá entonces hacer un buen trazo en la libreta, dibujar un animal después de muchas prácticas, solicitar la palabra, pedir disculpas, reconocer los límites y ser proactivo al darse cuenta que la vida es un constante aprendizaje; aceptar los horarios de juego, ver televisión e ir a dormir. Del juego surgen reglas y estas son básicas para la convivencia humana en la sociedad que nos toque. En el juego te expulsan, pierdes; ganas, tienes éxito. Del juego porque sí se trasciende al juego de la vida, donde perderás, o ganaras; donde vivirás una vida plena, o las consecuencias de una vida mal habida. El mundo de la vida tiene infinidades de reglas que alberga una serie de espacios sociales donde transitan las personas desde la niñez hasta la vejez: hogar, familia, escuela, barrio, universidad, ciudad, mundo de relaciones.
Recuerdas la vez que te caíste, Isaac, o tuviste un tropiezo. Corriste a contármelo porque los abuelos no pegamos, tampoco eso quiere decir que tus padres sean unos ogros. Durante esos momentos los abuelos escuchamos, miramos directamente a los ojos, abrazamos, o simplemente hablamos como hacía Sócrates con sus discípulos, pero a diferencia de él podemos comernos un helado en cualquier esquina de la ciudad. Si alguna vez hay llanto en tus ojos te dejaré llorar hasta que se te acabe la rabia o el dolor que llevas por dentro; que sientas de a poquito que tu dolor también es mío desde una actitud empática. Una buena terapia sería caminar en un parque, recordando a Thoreau, y poder jugar bajo los colores de la primavera, o el inclemente sol del verano, o los vientos fuertes del otoño. También podríamos manejar bici.
Fíjate que todas las actividades de las que te hablo se parecen mucho al juego, y aunque estoy también para escuchar tus tristezas me es más placentero enseñarte sobre la alegría de la vida como alguna vez lo hice con tu padre. ¿Qué hemos hecho hoy? Jugar. ¿Qué hacemos siempre? Jugar. Esa es la diferencia entre ser abuelo y ser padre. Los padres a menudo se sobrecargan de responsabilidad, especialmente el hogar con toda la sinergia que ello implica. Por eso los abuelos felices pregonamos más el buen ánimo siendo capaces de provocar la risa fresca de la infancia. Al final de todas esas cosas que nos suceden, un abrazo, una mirada de confianza plena; incluso, un pedazo de hielo sobre el golpe en la cabeza, la rodilla, o el brazo; una mano tierna sobre los cabellos revueltos mientras el sueño llega plácidamente.
Los abuelos nos encantamos con niños como ustedes que siempre desean estar ocupados, preguntando, explorando lo que los sentidos les permiten. Hacer una tarea de vez en cuando, responder una pregunta sobre si somos superhéroes o no, ejercitar una didáctica diferente para aprender rápido sobre la vida. Dejarse entrevistar y sorprender la desilusión en sus ojos al darse cuenta que los abuelos somos simples mortales que un día ya no estaremos. Leer historias de Anthony Brown donde las imágenes ofrecen escenas que se prestan a múltiples interpretaciones y conjeturas; o leer un texto que se saben de memoria y sin saber leer todavía ante el asombro de los oyentes por la precocidad de un lector tan joven, y la complicidad de los abuelos para mantener el secreto. O ver una película, de esas que tanto gustan a los niños, en compañía de los abuelos que preguntan y preguntan para ver cómo va afrontando el mundo.
Para eso servimos los abuelos cuando los nietos nos duelen profundo en el alma y nos damos cuenta que la sangre joven que corre por sus venas contagia la nuestra hasta llenarnos de vitalidad. No sé si eso que he dicho durante el descanso lo han comprendido. Por lo pronto, la pregunta difícil, aparentemente ha sido resuelta.
–Abuelo, levántate, vamos a seguir jugando. Muéstrame esa vitalidad que corre por tus venas – Me ha dicho Isaac en tono alegre y juguetón.
El invierno sigue implacable. La lluvia es reiterativa en la tarde gris. El frío no se siente con el calor del juego. Los observo correr detrás del balón. Camino rápido detrás de ellos y me asombro de como esa vitalidad que tienen se confunde con la mía. Entonces decido correr entusiasmado.
La sabiduría de los abuelos está concentrada en los afectos, en esa manera especial de guiar no patriarcal, que respeta la libertad y la autonomía del niño
Maestro Wencel, leer suz reflexiones convertidas en interesantes historias relacionadas con experiencia de vida que logran conectar la imaginación con las emociones, indudablemente es un ejercicio necesario en estos tiempos de tantos afanes. Muy agradecido por compartir conmigo su forma de transmitir ese don que Dios le regaló. Esperaré sus nuevas letras!