Salimos perdiendo… Salimos ganando…
Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…
Se lo llevaron todo y nos dejaron todo…
Nos dejaron las palabras.
P. NERUDA
Si un libro se puede leer impunemente, no vale la pena tomarse el trabajo.
Cuando los libros están de veras vivos, respiran;
y uno se los pone al oído y les siente la respiración y
sus palabras son contagiosas, peligrosamente,
cariñosamente contagiosas…
EDUARDO GALEANO.
Recuerdo la primera vez que recibe un regalo de una persona, podía contar siete u ocho años. Fue allá en la escuela Avianca, barrio Cachimbero, en el centro de Soledad, año 1967. La maestra se llamaba Nancy. Vestía elegantemente. Desde que se bajaba del bus, allá en la esquina de Los Monitos, frente a la Imprenta de los Donado, la maestra Nancy dejaba una estela de fragancias a su paso, y era tanta la intensidad de su perfume que los alumnos percibíamos su olor, avisándonos que estaba cerca, que ya casi llegaba. Nunca se le vio triste, menos deprimida; años después evocaba su sonrisa cuando veía sonreír a las azafatas en los vuelos nacionales e internacionales. Claro que la sonrisa de la maestra Nancy era auténtica y sincera, diferente a las fingidas de las azafatas.
Ella, la maestra Nancy, nos leía bajo un frondoso y fresco árbol de matarratón, textos de la cartilla Oso. No nos cansábamos de mirarla. Leía, nos invitaba a leer, corregía con delicadeza, estimulaba a persistir y hacerlo mejor hasta lograr, con el paso de los días, la fluidez de la lectura oral. Dentro de esos pequeños y significativos detalles estuvo el regalo de mi primer libro, a fin de año, Los cuentos de los hermanos Grimm. La maestra pronunció mi nombre y recibí el boletín de calificaciones y la sorpresa agradable del libro envuelto en papel regalo con una tarjeta donde aparecía mi nombre y mi aprovechamiento como buen lector. Mi hermana Isabel me acompañó ese día, lloraba de emoción, de alegría, y de nostalgia porque nunca tuvo la oportunidad de ir a la escuela, además, tampoco sabía leer. La “seño” Nancy no sólo me regaló mi primer libro, sino también el mundo de las palabras.
Sin embargo, ella aprendió a leer por su cuenta. Arreglaba la casa, preparaba el desayuno, nos alistaba para el colegio. Preparaba la comida del negocio de familia para llevarlo a vender al mercado de Soledad al día siguiente, desde la madrugada. Adobaba el cerdo, limpiaba las hojas de bijao para los pasteles; atizaba el fogón de piedra, al final del patio, donde se cocinaban la yuca y el maíz, para las carimañolas y empanadas y arepas, que me tocaba moler en sus respectivos molinos, uno de yuca y otro de maíz. Ella era paciente, meticulosa. En la mañana se quedaba sola – y en un momento de descanso – escuchaba a Kalimán y una serie de novelas radiales. Después veía las imágenes de las novelas de Corín Tellado y asociaba las imágenes con el beso, el abrazo, el llanto, el amor, el desamor, deletreando torpemente las silabas en un ejercicio que intentaba hacer lo más consciente posible. Aprendió a leer viendo mi aprendizaje en las cartillas escolares, sin decirme nada – sólo años después se supo su secreto –, cuando se evidenció su hábito por la lectura y descubrimos su pasión por las lecturas de novelas sentimentales. Ese fue su secreto durante muchos años. Me alimenté de su hábito y fui su cómplice – desde niño – para cambiar las novelas de amor y de vaqueros donde Marcos, El Librero, allá en el Paseo de Bolívar, en Barranquilla. Distribuía su tiempo y leía y leía durante horas y horas enteras, era su solaz descanso después de un arduo trabajo en la cocina. La veía y me decía a mí mismo que algún día sería como ella. Mi hermana Isabel nunca fue a la escuela, pero le debo la pasión de la lectura.
A través de sus novelas románticas leídas aprendió de la vida los sinsabores del amor y – con el tiempo – se volvió sabia y docta en temas sentimentales. Pero Isabel fue una mujer obstinada y el gusano de la curiosidad le permitió ascender a lecturas con nuevos goces; de unas lecturas divertidas y caricaturescas – lo fue comprendiendo con el tiempo – pasó a la aventura de una literatura, que además de divertirla, la invitaba a meditar, a hacer conjeturas, a descubrir por su cuenta el trasfondo en un cuento, una fábula, un poema.
Entonces tomó la costumbre de alimentar mi espíritu, y por las noches – antes de dormirme – nunca me faltaron las lecturas de sus historias y cuentos que me aplazaban el sueño. Con instinto maternal guiaba los últimos minutos de la vigilia: me aseaba, cambiaba de ropa y a la cama, porque había que levantarse temprano para ir a la escuela. Ya acostado, antes de dormirme, le decía, al tiempo que la llamaba: “Isabel, cuéntame un cuento”. Ella salía y regresaba –sentándose a un lado de mi cama – con un libro que sacaba no sé de dónde y me leía hasta que perdía la conciencia, y Morfeo me recibía en un plácido sueño donde seguía siendo protagonista de la historia inconclusa en la vida real. En los últimos días de infancia no me leía, sino que me contaba los cuentos sin soltar el mismo libro abrazado contra su pecho. Creo que el libro le daba seguridad porque jamás le falló su memoria prodigiosa. Esos momentos breves con Isabel fueron los más bellos de mi infancia.
Le leí “El Grillo Maestro”. Al terminar de leérselo dijo: “el tradicionalismo en la educación fue lo que más me jodió, una mujer que supiera leer y con ganas de ir a la universidad no se concebía en mi época; eso me anuló toda posibilidad de aprender”.
Cuando Isabel era niña, papá le contaba historias, eso me decía ella, al preguntarle por qué sabía tantas. Al irse a la cama, papá le llenaba de magia los sueños e Isabel se dormía tratando de comprender por qué “el león es el animal más infantil y cobarde de la selva y el conejo el más valiente…”. Para ella era inaudito que la Mosca quisiera ser Águila, y lloraba de rabia porque Penélope le fue infiel a Ulises. “El búho que quería salvar a la humanidad”, le exaltaba el ánimo y con emoción repetía textualmente: “la humanidad se salvaría, dado que todos vivirían en paz y la guerra volvería a ser como en los tiempos en que no había guerra”. Porque así fue siempre, una mujer de paz con una sabiduría para ver e interpretar el mundo. A su andar lento y tranquilo, debido a su sobrepeso, le tenía una justificación y de nuevo sacaba una de esas historias donde la Tortuga le ganaba a Aquiles y llegaba primero a la meta a pesar que este durante toda la carrera le estuvo pisando los talones.
Años después su sabiduría sigue intacta. Al preguntarle por qué no leía la prensa o veía televisión, respondía: siempre hay muchas versiones en torno a lo que pasa en el mundo, esos medios tienen su propia versión, además, “todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira”. Así era ella tabulando la realidad, recreándola con el cúmulo de cuentos y anécdotas que habitaban en su memoria. Trata de ser auténtico y sincero contigo mismo, que no te pase lo que le sucedió a “la rana que quería ser una rana auténtica”, me decía. Así me habló siempre Isabel, antes de dormirme y verla como se me perdía en los sueños con su misterioso libro abrazado contra su pecho.
Esas anécdotas y cuentos los descubrí una vez que enfermó. Junto a la cama, sobre la mesa de noche, estaba el libro misterioso: “Cuentos, Fabulas Y Lo Demás Es Silencio”, de Augusto Monterroso, “El Tito”. Me adentré en el libro con una gran emoción, con el corazón latiéndome con fuerza; cada página era un tesoro, relatos breves que Isabel agrandó por culpa de mi vigilia, y que articulaba coherentemente con lo que sucedía al instante. Si no podía dormir me decía: te está pasando como al “espejo que no podía dormir” y me hablaba de un espejo de mano que cuando “quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor” y esto al pobre espejo le quitaba el sueño. La brevedad de los relatos era ampliada por la imaginación de esa mujer que se ocupó de mi mientras papá y mamá trabajaban.
Recuerdo haberle leído los cuentos que ella me narraba. Le leí “El Grillo Maestro”. Al terminar de leérselo dijo: “el tradicionalismo en la educación fue lo que más me jodió, una mujer que supiera leer y con ganas de ir a la universidad no se concebía en mi época; eso me anuló toda posibilidad de aprender”. Después dijo que las historias que papá le contaba las memorizó y, cuando abría el libro ante mi vigilia, las recordaba, leyéndolas y recitándolas de memoria, y con el tiempo fue agregándole mentiras que le salían con facilidad. En su convalecencia no dejó de insistir en que le leyera La Honda de David, La Sirena Inconforme, El Paraíso Imperfecto. Creo que Monterroso escribió los cuentos más hermosos del mundo, por eso te pido, que si otra vez vuelvo a enfermar no dejes de venir, por lo menos para leerme una de esas historias, me decía en los recesos entre lecturas, cuando se estaba recuperando.
Siguen en mi memoria los recuerdos de la noticia trágica que nos llegó a Colombia el día que Augusto Monterroso murió, su corazón se detuvo, traicionándolo. Isabel escuchó la noticia que le leí en la prensa. Lloró con una suavidad sobrecogedora, despacio, en silencio; vio la foto en el periódico y una sonrisa brotó de su amargura: “siempre lo imaginé así, viejito y pícaro como sus cuentos”. No sabemos dónde papá encontró el libro de Monterroso, pero si sabemos que Isabel lo heredó. Ahora el libro está en mi poder porque, primero mis hijos y ahora mis nietos – cuando los visito – son obsesivos e insistentes por las noches, antes de dormir, surge siempre el deseo de que les lea o le cuente un cuento. Entonces, así como una vez hizo papá o como la vez que llamé a Isabel para que me contara un cuento, me he sentado en la cama con ellos, que ya están casi dormidos y les digo: antes de dormirse les voy a leer el cuento más corto del mundo y aseguro que cuando termine ya se habrán dormido: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
El libro de Monterroso con sus cuentos y fábulas jamás pasó desapercibido. Siempre ha sido y es un texto de cabecera que mantiene nuestra atención y asombro. Es un libro que hace parte de la familia, respira vitalidad y encanto; resuena en nuestros oídos todavía con una voz propia, con sus jadeos y sus silencios comprensivos; que nos ha contagiado y eso lo hemos recibido sin resistencia, con el tiempo se ha vuelto necesario y vale la pena leerlo entre descanso y descanso, entre reflexión y reflexión, sin prisa, sólo dejando vagar la imaginación, contaminándonos a plenitud de sus palabras, y ya eso es suficiente.
A través de la lectura del libro entendemos que el mundo es un texto donde todo lo que existe habla desde sus silencios y sus grafías: la ciudad visible y omnipotente, opacando aldeas antiguas; los árboles orgullosos hasta de la precaria primavera; el viento con sus tenues susurros educados, exiliado marginal de las ciudades; las lluvias limpiando la atmosfera con sus lágrimas y sus ímpetus; los animales con sus variadas onomatopeyas, que los niños disfrutan, para apropiarse del sonido de las palabras. Los hielos derritiéndose a pedazos en los polos – viéndolos a través de audiovisuales – en un panorama frío y lúgubre, que muestran la indiferencia del establishment en el patológico control del mundo. Pero el libro nos invita a ser lectores de aventuras y anécdotas, ingiriendo el ritmo y la armonía a través de la prosa, el poema y las fábulas. Aprehendemos las palabras y nos gozamos la existencia de mundos que no conocemos, de utopías que nos enseñan a caminar y soñar.
A través del texto de Monterroso aprendimos a amar las palabras, las palabras en sus signos, las palabras ausentes en las imágenes, las palabras en sonidos. Qué más podemos desear sino el refugio de las palabras, el silencio de nuestro idioma, el respeto a la lengua de Cervantes. La palabra homenajeada en la voz del poeta Neruda, recorre historias de amor y deseos, de bebidas y comidas, de lluvias y rocío, admiradas y veneradas, perseguidas y atrapadas.
“…pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Vocablos amados… Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció… Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma.
Profesor Wensel
Lo felicito es usted un mago de las palabras y de las historias.
Su hermana debió ser una gran mujer de esas que ya poco se ven
Gracias profe Wensen, muy divertida la historia de la profesora Nancy, historia que le hace recordar a uno cuando estába niño, por ejemplo cuando estudiaba en Ciénaga Magdalena, hacia segundo de primaria en el colegio del profesor Rocha, había una profesora qué se llamaba zunilda, era una profesora bien hermosa, alta muy elegante, con unas piernas bellas, y en mi inocencia dejaba caer el lápiz, solamente para verle las piernas, y en una de esas la seño me cogió pillado, y me castigaron a las once del medio día, con dos ladrillos uno en cada mano, arrodillado en el piso con ése sol caliente y pantalones cortos, tremendo ese castigo, y después le pusieron las quejas a mí papá y en la casa me arremato con una chancletas de Panam, más nunca en mi vida volví hacer éso, cómo la profesora Nancy, que sé sentía su presencia con ése olor a perfume, faltando metros para llegar, a la escuela, historias hermosas,
Que buena lectura amigo Wencel, por medio de las letras transportas a otros tiempos y espacios como si las limitantes de las leyes físicas no existieran, he aquí la magia de las palabras.
Es una maravilla el leer hechos reales q cobran vida en la forma q solo tu lo escribes y q conoci en años q creia olvidados .Gracias hermano.
Wencel, he leído con mucho agrado tu ‘Homenanje a las Palabras’, el título lo dice todo y es bien coherente con lo allí escrito.
Siempre es muy enriquecedor leer tus textos o escuchar tus reflexiones.
Recuerdo que hace más de 30 años, siendo yo Rector del colegio Bienestar de la Policía, te invité a dar una charla a nuestros estudiantes con motivo del día del idioma. Lo hice por recomendación de un amigo común, el Profesor Humberto Rambao Niebles; en aquella ocasión nuestros alumnos y docentes mostraron su admiración por tus calidades literarias y de expositor.
Esas cualidades con el pase del tiempo han ido mejorando
Felicitaciones Wencel, eres un orgullo para el magisterio oficial