Cada vez que veo la fotografía me digo: no es ella. Ella es
mucho más.
Poema Doña Luz (III). Jaime Sabines.
La fotografía nos lee.
Todo son preguntas. Juan José Millas.
En su sangre corría la alegría desbordada de sus emociones. Su juventud fugaz la vivió de instante en instante, sin mirar el pasado ni angustiarse por un futuro incierto. Las ataduras siempre mortificaron su existencia, y su risa y llanto nunca establecieron fronteras; estaban tan próximos que se desdibujaban en una zona sin límites, pasando rápidamente de un estado de ánimo a otro. Al regocijo de un logro alcanzado sobrevenía la angustia del fracaso, y de este, a la alegría restablecida. Llevaba dentro de sí el coraje severo de la abuela; la rebeldía y ansias manifiestas de un pájaro libre, yendo y viniendo, migrando con su vuelo adonde le aceptaran su entusiasmo.
Éramos felices teniéndola en casa. Llegaba con su vuelo alegre y descomplicado, irradiando la casa de su sencillez y espontaneidad, cuando nos visitaba en vacaciones. Llegaba a la casa sin avisar ni preguntar si podía quedarse, convencida de que la acogerían. Papá congeniaba con su vitalidad inquietante por todo el hogar, era su cómplice, haciéndose el de la “vista gorda”, sin importar la austeridad de mamá, dibujada en su rostro, permitiéndole festejar la vida, al dejarla bailar en la sala, prender la radiola a todo volumen y aceptarle las visitas de sus amigos en la terraza. La hacía feliz enseñarnos a bailar, repartiendo su gracia y su carisma, sin importar los variados ritmos musicales, su cuerpo se acoplaba con generosa didáctica a la salsa, el vallenato, el bolero, la cumbia y el Mapalé. Lo disfrutaba al máximo, y nosotros con ella.
Era la hermana menor de mamá, que la adoraba, y se encargó de su crianza cuando murió la abuela. Le preocupaba su irresponsable ingenuidad y sus sueños de grandezas. Desde niña la acogió, cuidándola, hasta que el padre, un camionero andariego y malhumorado – que no era mi abuelo – se la llevó con él, exigiéndole que estudiara y se olvidara de esos sueños absurdos. Sabíamos que la ahogaba la vigilancia paternal, autoritaria y rígida, coartándole sus aspiraciones de ser artista de Hollywood, o bailarina en orquestas como el Gran Combo de Puerto Rico, o la Sonora Matancera de Cuba, incluso, ser parte de las coristas de las Chicas del Can, que coordinaba la dominicana Belkys Concepción. Vimos que su vocación de llegar lejos y alto comenzó a desvanecerse el día que la perdimos. Sí, la perdimos sin darnos cuenta, nos contaba mamá, al comprobar que los sueños atascados se fueron desvaneciendo en los brazos de un amor fugaz y controvertido, al sentirse ama y señora de una casa – jaula, en el norte de la ciudad, secuestrándole sus aspiraciones y anhelos.
Vimos que su vocación de llegar lejos y alto comenzó a desvanecerse el día que la perdimos. Sí, la perdimos sin darnos cuenta, nos contaba mamá, al comprobar que los sueños atascados se fueron desvaneciendo en los brazos de un amor fugaz y controvertido, al sentirse ama y señora de una casa – jaula, en el norte de la ciudad, secuestrándole sus aspiraciones y anhelos.
Llegaron los hijos y con ellos un sentimiento de maternidad que la obligo a deponer su vuelo de ave migratoria y, de vez en cuando, su espíritu resignado sentía que los sueños se alejaban cada día más. El amor se acabó tan rápido como llegó, dedicándose entonces en cuerpo y alma – sobreponiéndose al amor frustrado – a llevar consigo la responsabilidad de la crianza. Mamá la acogió, sin reproches y todos en casa volvimos a contagiarnos de su alegría. “No serás la primera ni la última”, le dijo papá, que la quería como una hija, animándola. Sin embargo, de nuevo se encontró con un nuevo amor intempestivo, cerrando los ojos esta vez, a las críticas y consejos. Esta vez, un amor duradero, sin sobresaltos ni autoritarismo, la obligó a seguir adelante con su labor maternal, dejando atrás los tiempos alegres y las ilusiones pasadas.
Fuera de toda lógica e incomprensión, así como su alegría de juventud se desvaneció, también llegó el sosiego y la paz de unos días tranquilos con su nueva familia, que se truncó bajo el impacto silencioso de una lenta y dolorosa enfermedad que la sorprendió, condenándola a una agonía desesperante. Veíamos como los saldos alegres que le surcaban el rostro se teñían de amargura y un dolor desesperado pronosticaba un adiós inminente. Su cuerpo languideció y sus pequeños hijos, alrededor de la cama, jugaban sin saber que esos momentos serían los últimos arraigados en su memoria. Los médicos hicieron lo imposible en una época en que padecer esa enfermedad, era perder toda esperanza. Consumía los medicamentos y paliativos naturales con avidez, dándose ánimo y sin perder el optimismo, tomando lo que le sugerían: “porque así se había curado sutanito y sutanita…”.
A finales de julio, de un año que escapa a mi memoria, inició una migración definitiva hacia confines misteriosos, elevando su vuelo de pájaro para no regresar jamás. En la memoria quedó el instante fugaz y eterno de su alegría. Ha pasado tiempo y su rostro no ha cambiado, es el mismo rostro de la fotografía, reflejando las injusticias de una alegría en fuga, de una mirada brillante que no se opaca y le reclama a la vida, un momento esclavizado en una quietud, que insiste en consolarnos después de tantos años. Sus cabellos largos caen sobre los hombros morenos y desnudos, que soportan los tirantes de su blusa verde. Esta imagen me regresa en el tiempo, me traslada más allá de los días de su agonía. Me devuelve el recuerdo de su entusiasmo, que opaca todo vestigio de muerte; de una alegranza que hizo parte de los sueños obsesivos que no consiguió. “Simplemente me desvíe, en cuanto pueda los retomaré”, recuerdo que repetía esta frase con insistencia, a mamá y papá, con la persistente certeza de una confianza ingenua, dándose ánimos.
Indiferente, como siempre, su fotografía nos sonríe desde la eternidad, leyéndonos. Nosotros, sin saber por qué, nos sentimos leídos.
La fotografía funde testimonialmente de la vida familiar y social de las gentes. Nos ayuda a leer contextos y como en tu caso, a morder la nostalgia familiar. Además, es tan inmortal como los libros. Y nos mantiene unidos a los que se fueron.