Soy un perrombre.
Mitad perro, mitad hombre.
Soy el mejor amigo de mi mismo.
Spaceballs: La loca historia de las galaxias.
John Candy.
No sé por qué razón se le dio por hacerme una invitación de tal calibre, pero acepté para no llevarle la contraria, a fin de cuenta él siempre quiso el bien para mí, de eso tengo muchas evidencias. Claro, no es el caso comentarlas ahora. Ya en otro momento dije que he aprendido a escuchar y entender el lenguaje de los que me rodean. Por ejemplo, anoche, mientras me acariciaba, le escuché susurrar, “Lucas, ha llegado la hora de que demuestres tu hombría”. Realmente no entendí lo que quiso decir, pero si me agradó que me elevará a la categoría de hombre, más bien de un humano hombre.
Su mirada se perdía extasiada en sus pensamientos e imaginación; incluso, alcancé a verle una sonrisa malévola en su rostro. Sería acaso otra de sus bromas, que aceptaba porque él había ganado mi confianza. Pero más podía mi condición de perro que de humano en estos casos. Bastaba que me sobara el pelaje y me acariciara desde la cabeza hasta el rabo como lo hacía siempre. Después de sus susurros me llevó a bañar, a cortarme el pelo, a que me quitaran el olor a perro sarnoso con lociones especiales y cremas exóticas. A él le gustaba verme salir de la peluquería como todo un caballero: con una cinta enrollada adornando al cuello y el pelaje brillante que llamaba la atención de los que me veían. Después me llevó a una casa de un barrio cercano donde nos estaban esperando. Acostumbrado a sus largos paseos cotidianos le seguía confiado y alegre.
Un anciano simpático y de buen humor salió a recibirnos y se asombró que ningún lazo o cadena tirara de mí. Obediente y educado me senté sobre mis patas traseras y saqué pecho con orgullo para exhibir el corbatín de cinta como signo de higiene y pulcritud. “Les estaba esperando”, dijo el viejo sonriente y amable. ¡Laica, te buscan!, dijo después, alzando la voz. Fue entonces cuando entró por la puerta, que comunicaba el comedor con la sala, una schnauzer coquetona y fogosa, sin pudor, alegre y gemidos ansiosos; corría por toda la sala y de vez en cuando daba vueltas a mi alrededor en un ritual que desconocía, pero que me mantenía expectante. Confieso que me sentí cohibido, un poco traste ante la alegría insistente de la anfitriona. Fue ese momento de distracción que aprovechó mi protector para irse, dejándome desamparado en una casa extraña al principio, sin embargo, con el transcurrir de las horas se me fue haciendo agradable.
El anciano asombrado pide silencio a su esposa. Se goza mi timidez y la intrepidez de Laica. Escucho y siento el ritmo africano de la música entrando en mi cuerpo hasta embriagarme y contagiarme con el frenesí de las caderas de Laica y me olvido de la mirada ansiosa del anciano, esperando sexo, tal vez.
Laica coquetona, amaestrada y tierna, bailaba la canción de Shakira, el waka waka, moviendo la cola, las orejas y luciendo bonitos adornos rosados sobre su cabeza, los ojos fijos en mi le brillaban. La observo sabiendo que su baile aprendido me lo exhibe para llamar mi atención. Escucho la letra de la canción, como si me preguntara, ¿quién te ha enviado? Y su mirada obsesiva no se despega de mi timidez, recorriéndome de cola a cabeza. “Llegó el momento, caen las murallas”, junto a las voces africanas se escucha también la letra en castellano, dando la impresión que Laica posee una memoria prodigiosa. Me estiro y la miro con recelo y ella me mira alegre como si de verdad se cayeran las murallas que hay entre los dos. Sigue dando vueltas alrededor mientras canta y baila sobre sus patas traseras, moviendo las caderas como la cantante barranquillera en un movimiento incitante que también me excita.
Alcanzo a escuchar al dueño de la perra, viéndole frotar sus manos, como si disfrutara del espectáculo que Laica me muestra. Casi me atrevo a asegurar que el anciano anfitrión está más ansioso que yo. “Ojalá esa perra se deje coger, tendríamos una camada de hermosos schnauzer”, lo dice mirando a su esposa, de rostro serio y adusto, como si buscara su aprobación. Me pone nervioso la obsesión de Laica, es como si se preparara para cazarme y el ritual de sus tantas vueltas para marearme y hacerme notar su agradable manera de adularme, de perseguirme. El anciano asombrado pide silencio a su esposa. Se goza mi timidez y la intrepidez de Laica. Escucho y siento el ritmo africano de la música entrando en mi cuerpo hasta embriagarme y contagiarme con el frenesí de las caderas de Laica y me olvido de la mirada ansiosa del anciano, esperando sexo, tal vez.
“La hora se acerca, es el momento”, persisten las frases sonoras del waka waka. Siento que es el momento de demostrar eso que mi amo llama hombría, aunque yo no sepa mucho de ello y demostrarle a mi anfitrión que la estadía en estos días habrá valido la pena. Sí, es el momento. Me robo una frase de la canción para darme ánimo, como si fuese un trago de ron que me quite la timidez y me envalentone, la repito y la hago mía, “Vas a ganar cada batalla, ya lo presiento”, me automotivo sintiendo el sonido de africano en mi pecho.
Laica me recibe con desbocada pasión, sin ningún tipo de pudor, haciendo a un lado su educación domesticada; extasiada me busca, de vez en cuando se orina de la emoción, acomodamos los cuerpos para abrazarnos como lo hacen los humanos en la televisión, pero ante las dificultades el instinto redirecciona nuestra copula y optamos por la opción perruna, da media vuelta para que mis patas delanteras se apoyen con fuerza en sus flancos y mi mentón descanse en su lomo mientras su rabo se aparta para permitir la puntería justa y precisa, íntima; siento el camino penetrado constreñido, estrecho, y una sensación real de hinchazón en mis genitales que me ata a Laica en un momento de paz y entrega emocional en un vínculo fuerte y duradero. Nos despegamos y nos estiramos cuan largo somos, uno frente al otro, sin quitarnos la mirada de encima. “Lo estás logrando, eh, eh,”, me canta con la ternura de una perra satisfecha, mientras el waka waka de la colombiana no para de sonar. Así fue la primera vez y los días subsiguientes. Después Laica perdió el interés y el anciano agradable llamó por teléfono a mi dueño.
De regreso a casa, él mejor amigo del perro no dejó de mirarme, hasta me atrevo a decir que su orgullo lo sentía en mi pelaje gris. Le expresé con la mirada que ya no era el mismo juguetón de antes, además, ya no soy un niño, perdón, ahora soy un perro adulto. Y mientras bebe una cerveza frente al computador, me echo a sus pies. Le escuchó decir, “Lucas, estoy orgulloso de ti”, y me revuelve el pelaje. Entonces corro a buscar el CD de Shakira donde está el waka waka y se lo entrego a mi amo, sin pensar que tengo mentalidad de esclavo, o soy un perro amante de la “lambonería”. Así me voy quedando dormido a sus pies mientras la música africana se me mete bajita en el alma, ¿acaso los perros tienen alma?, creo que no, sólo es la costumbre de andar escuchando y pensando como humano en esta experiencia de educación perruna. Bueno, eso no tiene importancia ahora, la música me trae evocaciones de Laica, la imagino bailando frente a mí y la posibilidad de soñar con ella, de ver danzar su cuerpo brillante, visualizándola sin perderme el movimiento exquisito de sus caderas. Levanto la cabeza y sorprendo a mi anfitrión y protector, mirándome, creo que cuento con su admiración, que no lo defraudé, así lo siento, me lo dice mi instinto animal. Recuerdo que antes de entrar y dejarme en casa de Laica, me dijo una frase del waka waka que nunca olvidaré: “Tú puedes, estás listo…”. No importa, ahora sí estoy listo. ¿Cuándo visitaré de nuevo a Laica, mi primer amor? Me mira extrañado como si no entendiera la pregunta silenciosa que hay en mi mirada. Mi cuerpo clama por Laica, pero no sé si el suyo clama por el mío. ¿Me habrá olvidado? Con nostalgia escucho la música africana, bajita y suave.
Así es profe 😃