Ser hombre

Wensel Valegas

Muchas veces traté de entenderte, lo intenté siempre, aunque el amor que nos unía hacía que me sobrepusiera y te comprendiera, porque en el fondo, muy dentro de mí, sabía que tus acciones iban más allá del amor, dejándome siempre una sensación espiritual. Cuantas veces elucubré y lo confieso, llegué hasta profesarte un amor – odio porque sabía de tu esfuerzo de hacerme un hombre, porque tuviera la educación que no tuviste, por eso me hablabas del autoritarismo paternal que te condenó al analfabetismo; que entendiera que el destino estaba en mis manos y de nadie más, solo había que saber elegir. Además de enseñarme con el ejemplo, también me planteabas dilemas, hostigándome para que tomara mis propias decisiones: ¿Elige – me decías – quieres estudiar o no?; si tienes novia, recuerda que a tu edad el cuerpo no piensa; si eres indisciplinado fracasas, lo decía con severidad, observando mi rostro adolescente inseguro, tratando de entenderla, al final, concluías, lo que decidas siempre tendrá sus consecuencias. Nunca hubo mujer mejor que tú. Me hiciste hombre. Delante de mí, desmitificaste los imaginarios que tenía sobre las mujeres, de hombre protector y macho autoritario; y así, de a poquito, me ayudaste a levantar otro hombre, piedra a piedra, sin prejuicios, sin temor a lo que dijeran los demás. Te dedicaste a mí, toda entera, tiempo completo, no escatimaste tiempo y esfuerzo, jamás te importó el insomnio en medio de noches angustiosas. Eso fue lo más importante, me agradaba tu paciente labor de artesana – a veces en contradicción con el temperamento fuerte que permitió sacar a tu familia adelante – construyéndome, dejándome hacer, observando los detalles que resanaste con la suavidad de tus manos, la tibieza de tus palabras susurradas bajitas, asertivas, maternales y sabias que te salían del alma.

Recuerdo que, en ese ejercicio arquitectónico, un día me abriste los ojos, te metiste con tus palabras sutiles y tus susurros amorosos, diciéndome con un gesto cómplice, detrás de la oreja, que los hombres también lloran, que eso no me haría menos que otros, que mi actitud de hombre sensible hacia el mundo, por querer educarme, solo era la diferencia con los demás. Y así fue con el paso de las horas, los días, las semanas, me convenciste del aprendizaje mutuo de nuestra libertad. Desde muy niño te veía marchar, eras libre para hacerlo, me angustiaba tanto tu partida, pero regresabas con la misma libertad, te veía alegre y radiante en el regreso, eso mitigaba mis tristezas. En definitiva, aprendí de memoria tu libertad, igual aprendiste la mía; en esa libertad mutua y compartida nació la confianza. Era solo el amor corriendo en torrentes de pasión por los caminos de tu ternura en las mesuradas tardes. A medida que crecía, sentía tu fuerza apasionada esperándome en cada regreso de los días escolares y universitarios. Te encantaba observar mis fatigas, y sentía que mi regreso diario lo acogías hasta brindarme el calor entusiasta de la paciencia y la confianza que ahora te inspiraba. No había reproches, sólo tu mirada cansada y penetrante donde esporádicamente brillaba el orgullo sin reproche y eso se ya era un bálsamo que mitigaba el cansancio del estudio y el trabajo; te regocijabas tanto viéndome comer, observando mis reacciones y mi apetito voraz, en silencio. A veces alcanzaba a escucharte: come despacio, si lo haces muy rápido te enfermarás. Entonces aminoraba la masticación y me detenía a observar la comida, sencilla y amorosa, sus sabores, anclados aun en mis recuerdos.

Siempre andabas con ganas de enseñarme, de corregirme, de educarme en cómo se quiere, en cómo amar a las mujeres, sin pretender ni vociferar que lo sabías todo; nadie es dueño de nadie, me decías: un día partirás de mi lado; o quizás sea yo la que parta primero, es lo más lógico. Aprendimos a compartir espacios de sueños, fatigas y amores: para ti, era la esperanza; para mí, eras la seguridad y la confianza; despertaste la conciencia de respetar los espacios personales, el tuyo, el mío.

Hubo días en que celebramos los logros del amor y el apego profundo que nos profesamos; del buen trato, que fue mejorando a medida que crecía, reconociendo que los errores fueron más por mi beligerancia ante tu admirable paciencia; también días en que compartimos los fracasos y las frustraciones, hubo suficiente amor para soportar el dolor, cuando se me salía el hombre que habitaba dentro, lleno de rabia y malestar contra el mundo y tu presencia fue una sombra discreta que mitigó las pasiones de ansias destructivas.

Jamás olvidaré cómo tratar a una mujer, de eso te encargaste con la paciencia y sabiduría que da el amor con el paso de los años. A la mujer le gusta que le digan que la aman, te gustaba escuchar que te amaba, que estabas bella, te gustaba escuchar un piropo de mis labios, aunque tu rostro siempre se mostró impasible; les gusta tener un hombre a su lado, y siempre estuve contigo – después de la muerte de papá –. Un hombre nuevo, educado con tesón y persistencia, no para exhibirlo, sino para sentir el regocijo de conversar sobre los recuerdos y quién más que tu hijo para hacerlo, también la seguridad de ser amada, de ser necesitada por otro

Nunca hubo mujer mejor que tú. Me hiciste hombre. Delante de mí, desmitificaste los imaginarios que tenía sobre las mujeres, de hombre protector y macho autoritario; y así, de a poquito, me ayudaste a levantar otro hombre, piedra a piedra, sin prejuicios, sin temor a lo que dijeran los demás.

La mujer – decías – necesita ser correspondida en un ejercicio horizontal, sin peldaños, sin arrodillamientos; correspondida en una mutualidad abierta, sin odios, sin rencores. Todavía, recuerdo, tu llanto y tu tristeza cuando veías las noticias violentas que tanto te deprimían. La mujer es la que siempre pone los hijos para la guerra, lo afirmabas con tristeza viendo en televisión el bombardeo de los rusos sobre la pequeña Ucrania. Mujeres corriendo con sus hijos a cuesta, sin sus hombres resistiendo a los ataques; ancianos con la mirada extraviada en un paraíso perdido; niños que jugaban en medio del conflicto; jóvenes adolescentes ofreciendo su vitalidad enérgica en los campos de batalla. Las imágenes traían consigo historias dolorosas de niños, jóvenes y viejos; de perros y gatos buscando entre los escombros el olor de sus amos, rebuscando, escarbando, dejando sentir sus ladridos y maullidos desgarrados.

Nunca me cansaré de agradecerte por ser como soy ahora; también te agradezco ser como fuiste. Y, eso que hiciste, fue la razón para amarte toda la vida. Me enseñaste cómo amar, me mostraste tu desprendimiento y me infundiste el coraje para amar a otras mujeres después de ti; sin importar la soledad en que quedabas, me viste partir alegre y festiva, el día que levé anclas hacia mares inciertos, segura y convencida de que nunca naufragaría, mamá. Me enseñaste a no mirar atrás, pero estoy seguro que esa lágrima que un día rodó por tus mejillas a causa de mi exilio, fue sólo por la emoción de la misión cumplida y la satisfacción de haber hecho de mí el hombre que soy.

Fuiste un libro abierto, aunque siempre trataste de ocultar tus emociones y la mirada triste y milenaria; leía tus contradicciones fundadas en el amor, ese era tu mejor pretexto. La vez que nos separamos por vez primera recordé esa expresión que me marcó desde niño: “los hombres no lloran, no seas pendejo”. También recordé que años después lloré contigo mis fracasos, pero limpiándome las lágrimas de un manotón alcanzaste a decirme: “tranquilo, mijo, no le dé vergüenza llorar, eso le hará bien”. Se quedó en la puerta viéndome partir con la incertidumbre del regreso; sin dejar de mirar atrás vi cerrarse la puerta y cuando dejé de verla, desapareció su rostro como un libro abierto que se cierra para que nadie lo leyera, y así pudiera dar pasos a nuevas lecturas.

Desde aquella despedida, necesaria, por cierto, me diría ella, aunque por dentro estuviera muriéndose, han transcurridos muy despacio los años y también muy veloces, casi subrayando en el olvido. En ese tiempo solitario anduve creciendo a veces, desmejorado otras, muriendo en algún momento, inclusive. Viajé tantas veces cruzando diferentes cielos y burlando las limitadas fronteras; tantos días perdidos en la memoria viajando a pie por el suelo firme y también en las interminables carreteras. Conocí tanta gente, escuché infinitas risas, en mis manos están impresas la cálida piel de los otros, el abrazo fraternal, el tan – tan de corazones solitarios que continúan recordados en los abrazos repartidos. Viví lo que me predijo y caminé largos senderos donde gasté las suelas de los zapatos. Aunque la soledad fue mi aliada desde ese día, también fue la mejor prueba sostenida, sin ninguna tregua que mantuvo en vilo mi vida. Al final, regresé para que viera en mi rostro los testimonios del cansancio, de los itinerarios insospechados que afronté. Vio en mis ojos un dejo de tristeza a pesar de la felicidad del regreso. “Es tan largo de contar”, pudo leer en mi mirada, abrazándome con la suya inquisitiva, con su abrazo anhelado. Y yo, murmuré en su oído, sin embargo: “nada tengo que añadir”. Esperó durante mucho tiempo mi relato porque estaba acostumbrada a esperar, pero fue capaz de respetar mi silencio, fundidos en un largo abrazo.

Sucede que me canso de ser hombre, quise decirle, recordando un verso de Neruda, pero preferí mostrarle mi entereza, ocultarle mi cansancio clavado en los ojos, el malestar que me corroía, el agobio y desasosiego que queda después de una aventura donde se han perdido mil batallas, pero la guerra fue ganada. Ella que todo lo sabía, prefería el silencio para escuchar mis silencios, ver los gestos de mi cuerpo y las arrugas en mi rostro. Solo eso le bastaba. Las palabras sobraban.

Muchos interrogantes surgidos de la experiencia y de su inteligencia práctica, retándome con preguntas: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes? y ¿adónde voy?, me invitaba, siempre me invitó a que no me contentara con vivir por vivir, sin sentido; no eres un autómata, me recalcaba; era necesario vivir en todo momento con un por qué y un para qué. Ese era el camino del hombre que tenía en sus sueños. No sabía de dónde sacaba tales preguntas, pero su inteligencia respondía por ella, es que la experiencia de lo vivido da para todo, lo decía con firmeza y ciertos rasgos de ingenuidad. Admiraba su falta de educación, amaba su fuerza y su tesón para hacerme creer que ser hombre valía la pena. Sus carencias siempre le dieron el impulso para no desfallecer, sentí que las llenaba lento, muy despacio. Eso la enorgullecía, sin lucir su sonrisa, exhibiendo siempre un rostro duro y exigente, no su rudeza guardada para otros y defenderme con ansias y fiereza. Así, solo así he sido testigo de su paciencia, de su bondad, dos valores donde no había cabida para el odio, sino para el amor que siempre me prodigó en mi camino de ser hombre.

Todavía hoy me persiguen los ecos de sus silencios, que me han acompañado con el canto matinal de los pájaros al despertar, y la nostalgia traída por los vientos vespertinos; esos aromas que un día me obligaron al regreso, enardeciendo mis deseos tras las huellas que bailoteaba en mi memoria. Esos ecos siempre estuvieron acompañándome y me acompañan aún, repitiéndose obsesivos en una seguidilla de recuerdos. Cada eco con su silencio adjunto me despertaba hacia nuevas dimensiones, ampliando horizontes fugaces y sanando mis heridas. Al culminar los viajes de la memoria, junto con el regreso a pie, estaba mi madre en la memoria siempre, y me conformaba con su ausencia total de voces, gestos y miradas que un día hicieron de mí el hombre que soy.

One thought on “Ser hombre

  1. Un relato vivencial que confirma el dicho madre solo hay una. Amén de todas las enseñanzas, de esa admiración y agradecimiento hacia el ser más especial, resaltó esa coherencia entre el lenguaje verbalizado y ese lenguaje oculto que está en los silencios, en los gestos, pero que tú sabes traer a las letras.

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