Semblanza de un hombre que fragua la vida

Wensel Valegas

“Para Rafael, herrero que teje la vida”

Bajo el sol inclemente del verano, el hombre desafía las altas temperaturas, los vientos imprevistos y las lluvias calurosas. Su dureza para afrontar la vida le nace de muy adentro del espíritu capaz de doblegar los metales; quizás da la impresión de ser un sujeto áspero, cruel, pero, aun así, se ha acostumbrado a convivir con la fiereza que emana de la templanza de su personalidad y la fuerza de sus brazos doblegando el hierro bajo las inclemencias del fuego: hábiles son sus manos tejiendo el hierro junto a la lumbre de la fragua, sin importar la noche fatigada, o el fresco aroma del agua que le bendice su labor bajo el llanto de la lluvia. Sin importarle las sombras del día su empuje crece, no hay en la persistencia de su ímpetu el menor vestigio de claudicar, o desfallecer; tampoco le importan las altas temperaturas que emanan del yunque candente al rojo vivo, iluminando su rostro inexpresivo y tenso al igual que todo su cuerpo, que se ha vuelto metal entre los metales.

 El gran Hefesto lo observa, le contempla sin importarle bajo la luz de las estrellas. Admira su carácter y su cuerpo brillante bañado en sudor, su asombro ante la suave y frágil sensación del metal tragándose el fuego en medio de la oscuridad. Es probable que la deidad griega deje escapar un murmullo, interrogándose espontáneamente y rebuscando en su memoria unos versos de Vallejo: Si hasta el cielo descansa, /sollozando…; por qué Juan no se cansa/. Hasta se atrevería, ¿por qué no?, a promocionarlo ante Zeus, su padre, para elevarlo a la categoría de semidios; tan elevados pensamientos son la evidencia de admiración ante la labor cotidiana de Rafael, el herrero, que forja el hierro día a día entregando su fuerza física y su alma. Hefesto lo observa y deja que su admiración fluya ante la labor del mortal en su taller, al final del patio.

Es probable que la deidad griega deje escapar un murmullo, interrogándose espontáneamente y rebuscando en su memoria unos versos de Vallejo: Si hasta el cielo descansa, /sollozando…; por qué Juan no se cansa/. Hasta se atrevería, ¿por qué no?, a promocionarlo ante Zeus, su padre, para elevarlo a la categoría de semidios; tan elevados pensamientos son la evidencia de admiración ante la labor cotidiana de Rafael, el herrero, que forja el hierro día a día entregando su fuerza física y su alma. Hefesto lo observa y deja que su admiración fluya …

Y así van pasando las horas y las noches sucesivas del hombre inagotable, derrotándolas; dejando entrever de vez en cuando una sonrisa surcada por la quemadura del triunfo de la fragua que hierve; la derrota cobarde de los días y la tristeza de las noches frías salpicando su sudor de herrero; y el frío implacable y penetrante como un aguijón corroyéndole el cuerpo y los músculos fatigados persistiendo a pesar del cansancio.

En ese acto contemplativo, el dios de los herreros y el fuego, sonríe satisfecho desde su ronda cotidiana y celestial. No se cansa de observar la gigantesca silueta del hombre amparado en el ocaso de las oscuras sombras de la noche. Deja entrever la deidad una sonrisa de aprobación mientras el brazo del herrero en la tierra martilla el yunque obsesionado. Al final, antes de partir hacia el Olimpo al llamado de Zeus, resuenan en sus oídos la música corajuda de los metales incandescentes que emanan de los golpes del hombre y el obstinado amor por su trabajo en medio de un insomnio indiferente que no parece molestarle.

Mientras tanto, el hombre de la fragua continua su labor trajinando en medio de los metales doblados, buscando construir las figuras que habitan en su memoria, que le irrespetan el sueño y se han vuelto obsesivas en su mente impregnada de insomnio, surcada de tejidos diversos. Incansable ejercita la fuerza de su pulso, con paz y sosiego apunta la soldadura en el momento justo de los metales cruzados con la precisión de un arquero. Observando su labor sueña con ser un dios para amainar el ruido intenso de la pulidora; deleitarse ante la figura de una varilla doblada con la complicidad de un torno y fiel copia de un texto que late vivo en sus imaginarios. Cuando el sueño lo vence, después de largos insomnios, corre a los brazos de su mujer que siempre lo espera, a diferencia de la infiel Afrodita Calípyge que jamás amó a Hefesto, que observa al admirado herrero, y se regocija con la efímera felicidad del hombre. Pero Rafa – como lo conocen cariñosamente en el barrio – es acogido en el cuerpo de su amada, sin imaginarse siquiera la envidia que le causa al hijo de Zeus y Hera.

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