Estoy en este cuerpo decadente, cada vez más sumiso a los
dictados del tiempo. Me pregunto cuál es mi destino, y no encuentro
más destino que la muerte.
Jaime Sabines.
Solo basta llegar a viejo para darnos cuenta que la felicidad, aunque es momentánea, se presenta en forma esporádica en la vejez. Todavía recuerdo el día que me posesioné en el Magisterio para ejercer mi profesión docente, tenía la vitalidad y suficiente energía para afrontar mi labor. Era joven, inagotable físicamente; trabajaba y estudiaba, haciendo un esfuerzo máximo, que sólo compensaba el sueño y el descanso en casa; pura fatiga física, nada más.
Años después estoy sentado frente al consultorio médico, esperando ser llamado. Han pasado más de cuarenta años y la falta de costumbre de no ir al médico comienza a notarse ante el desespero y la angustia en la sala de espera de un consultorio en la clínica. Mientras espero, leo La Tregua, de Mario Benedetti: “Me faltan seis meses para jubilarme, ¿qué haré con tanto ocio?”, se pregunta el protagonista de la novela, Martín. Sí. También me hacen falta seis meses para jubilarme y llevo mi cuerpo al médico, para que ahonde en él y comience a enfocarse en los detalles: un leve dolor de rodilla, parece una Bursitis, ha dicho; ese dolor en el talón es debido al sobrepeso, afirma; su presión la encuentro alta, tenga cuidado, me informa y sugiere, cuando le digo que soy asintomático. ¿Cómo está durmiendo?, me pregunta, y le prometo que en la próxima consulta le llevaré a mi esposa porque ella insiste en que ronco mucho, y si eso dice es porque es verdad, aunque doctor, yo siento que duermo bien, le he dicho, “sí, pero la que se aguanta los ronquidos soy yo”, me dice con paciencia la amada mujer.
Y es que cuando uno llega a viejo lleva mucho kilometraje encima, fíjese usted, entré cero kilómetros a la escuela, y ahora estoy en procura de mantenimiento. Lo más triste de ser viejo es llegar como un coche desvencijado ante una cantidad de médicos, laboratoristas, terapistas, psicólogos, nutricionistas, médicos del pie, de la mano, de los riñones, de los ojos; que al final, unos opinan basados en lo que les dice la radiografía, el electrocardiograma, la ecografía, la resonancia magnética, le voy a mandar una polisomnografía, fue lo último que me dijo el médico, sospechando que padezco apnea del sueño. Reconozco que me aburren los médicos, me causan ansiedad las citas médicas, me molestan estos espacios donde el dolor late y también la insensibilidad; pocas veces he encontrado ese médico carismático que lo escuche a uno, que uno sepa que su escucha es activa, pero no es así y sabe por qué: “el rumor difundido en el magisterio es que en la clínica todo paciente cuenta con veinte minutos para ser revisado, auscultado, diagnosticado”, lo digo, además, porque cuando los médicos me atienden no dejan de mirar con insistencia el reloj.
Hoy la cita es con la cardióloga: buenos días sr. Fulano, cómo le ha ido, cuénteme, ¿qué tal le ha sentado el medicamento? A ver, súbase a la camilla – toma mi presión, la frecuencia cardiaca, ruidos pulmonares – veamos el peso –. En los veinte minutos que me corresponden, solo he tenido contacto visual dos veces, el resto del tiempo se ha pasado anotando información en el computador. Doctora, le puedo preguntar algo. Me mira, apartando la mirada del computador. ¿Qué puedo hacer para que me den los medicamentos adelantados por tres meses, ya que salgo de viaje para Europa?, le pregunto. Me mira con el bolígrafo tocando sus labios, “vaya a trabajo social, a ver qué le dicen”, me sugiere. Le hago caso, voy a trabajo social, atención al usuario, a coordinación general y siempre la misma respuesta: “eso no está contemplado en el contrato con el Magisterio, le toca comprarlas, profe”.
No es que uno no quisiera estar saludable y desee sentirse bien en la vida, en el disfrute de la vejez; son las resistencias que se encuentran en el camino, no las de uno como viejo, sino la de un sistema frío e indiferente. Citas por teléfono, donde le dan gracias a uno por esperar y en un momento un asesor le atenderá… hijueputa máquina, incansable; las largas colas para recibir un medicamento; la imposibilidad de un seguimiento médico justo y humano: exámenes, o pruebas muy distantes de la interpretación médica, del acompañamiento de un profesional.
“Necesito una cita con otorrinolaringología”, ni por teléfono, ni personalmente; “Profe, la cita se le puede dar para dentro de tres meses”, dice una auxiliar administrativa, robotizada, aleccionada, con el cerebrito lavado para responder hasta donde ha sido programado. Comienza el “baile de indio”, y el largo viacrucis de autorizaciones, fechas lejanas, llamadas aplazando una cita con un especialista: “Qué pena, usted es Fulano de Tal, lo estamos llamando para notificarle que el médico que lo iba a atender hoy se enfermó”
¿Tanta plata que le descuentan a uno, y que mal servicio? – se escucha la voz de una veterana maestra.
¡Qué vergüenza! Con tantos maestros en el Atlántico y no nos hemos podido organizar para crear nuestra propia clínica, ¿hasta cuándo? – casi ha gritado una maestra con beligerancia a la que todos aplauden.
Y el viacrucis de la farmacia ni se diga. La joven detrás de la ventanilla me mira como un insecto – es la sensación que su mirada me produce –, un insecto que habla, que le pregunta por tal o cuál medicamento, que le muestra el dolor al insensible rostro en la ventanilla, que pregunta con una rabia social contenida: “señorita, ya llegó este medicamento”, y el usuario maestro cierra los ojos pensando que llegar a la ventanilla le ha costado más de ciento ochenta minutos, tres horas y más, pensando que la espera no haya sido en vano; que haya valido la pena soportar el calor de marzo y abril, los tropezones, el que se levantó de la silla para ir al baño y encontró al regresar un jocoso que le dice: “el que se va para Barranquilla, perdió su silla”. Risas, mamadera de gallo, bromas. Después viene el silencio y seguidamente las habladurías anónimas.
- ¿Tanta plata que le descuentan a uno, y que mal servicio? – se escucha la voz de una veterana maestra.
- Y este sindicato que tenemos, que no hace un carajo, ahora en elecciones menos – resuena la frase de una voz anónima. La gente en silencio le da la razón, asintiendo.
- ¡Qué vergüenza! Con tantos maestros en el Atlántico y no nos hemos podido organizar para crear nuestra propia clínica, ¿hasta cuándo? – casi ha gritado una maestra con beligerancia a la que todos aplauden.
- Eso sí, los descuentos son puntuales, no fallan – ha dicho un maestro joven con dos hijos pequeños e inquietos por el calor.
- Lo más indigno es que las citas con especialistas están para julio, las del primer semestre se agotaron – dice una anciana maestra pensionada.
- Esta es la clínica de las colas, colas para las citas en los módulos, colas para solicitar autorizaciones, colas para los medicamentos, colas para buscar una cirugía y colas para morirse – ha exclamado un maestro con gafas negras y bastón en la mano, sentado, y la expresión atenta y propia de los ciegos.
- Y son hasta mentirosos. Profe, deje su dirección para enviarle los medicamentos a su casa y no haga cola. Es peor. Queda uno como el Coronel no tiene quien le escriba, esperando un medicamento que nunca llega, la mayoría de las veces.
Los maestros que vamos a la clínica lo hacemos porque nos mueve el dolor físico, alguna inquietud fisiológica, una crisis nerviosa, un estrés que no se ha podido afrontar hasta llevarnos al agotamiento. En el caso de los maestros viejos, los maestros pensionados que han entregado su fuerza de trabajo a lo largo de los años, es triste verlos andar por los pasillos de la clínica, o salir de la farmacia con el rostro alegre y las manos llenas de medicamentos. Esta es una nueva etapa, un tiempo que antes no habíamos considerado. La frescura de los días de enero se ve empañada con las visitas a la clínica, cruzándonos con conocidos y desconocidos que llevan su tapabocas puesto, una de las recomendaciones que nos dejó el Covid – 19.
Cada vez que salgo de la clínica, de una cita médica, o una valoración, respiro a plenitud en la calle, sin tapabocas, llenándome de optimismo y confianza, de un amor profundo por la vida. Confianza que va creciendo mientras el bus avanza hacia otros espacios y contextos de vida, alejándose de una EPS perversa y medieval, donde se respira el lúgubre presagio del terror y la muerte. En una visita realizada a los Países Bajos visité una clínica en un contexto ecológico, amplios consultorios, profesionales de la salud atentos y comprensivos, personal sonriente y amable, que vive recordándole a los usuarios sus citas médicas y la responsabilidad de que tengan su medicina a tiempo. Muletas, accesorios, sillas de ruedas manuales y eléctricas están a disposición de los pacientes. Los médicos atienden pocos pacientes y se recrean en el conversar y las simultáneas redes conversacionales – al estilo de Humberto Maturana – que surgen en el proceso de conocimiento del paciente. Nadie reclama, todos están a gusto. Seguro que hay detalles que mejorar; las visitas frecuentes, sin embargo, me obligan a comparar este sistema con el largo Viacrucis que se vive en Colombia.
¿Qué voy a hacer con tanto ocio, estando próxima la jubilación? Seguro la lectura es una opción, la escritura es una posibilidad, el ejercicio físico es otra, también la tranquilidad familiar, reconocer que los hijos aprendieron a volar solos y andan en la búsqueda de la felicidad. Un té en las mañanas, una película de estreno en un cine de la ciudad, dejar que la casa sea arrollada con la alegría de los nietos profanando la soledad de la vejez, alimentarse bien. Salud mental, en definitiva. Eso es la felicidad. Nada de esto último que he dicho me lo enseñó la clínica del Magisterio; fue la vida misma, las lecturas. Es por eso que las circunstancias vividas nos llenan de la experticia para procurarnos nuestra propia felicidad, y eso está en nuestras manos. Es hora de andar en búsqueda de esa Isla Desconocida, como en el cuento de Saramago, que nadie sabía dónde estaba, pero su constante búsqueda lleva al final feliz de encontrarla dentro de nosotros mismos.
Testamento.
A mis seres queridos:
Apreciado amigo, la vejez viaja con nosotros desde el instante de la concepción, vive oculta entre la piel interior; nosotros apreciamos otra cosa, la hermosa niñez, la adolescencia, la juventud y la primera adultez. La niña mencha dice de ella que vive su hermosura arruga a arruga. Yo creo que el precio de vivir la vida está en la vez y la muerte.
Al leer esta crónica me siento identificado plenamente con lo que en ella se narra. Puedo asegurar que muchos de nosotros, docentes, pronto a pensionarnos, más allá, un retiro forzoso, estamos viviendo esta situación, unos más que otros; pero sólo guardamos la esperanza que los jóvenes maestros del presente y futuras generaciones alcancen a disfrutar las promesas de un cambio, que esta utopía, contemplada por años, por fin se convierta en realidad.
Creo necesario y muy prudente felicitar a Wence, por este profundo análisis de la realidad, no sólo de los pensionados del magisterio colombianos, sino de todos los seres, que después de batallar y desgastarse trabajando han alcanzado esa tan anhelada recompensa: pensionarse en un país como Colombia, dónde a la persona adulta mayor, después de aportar toda su fuerza laboral, emocional y sentimental ha construir ciudadanía, es tratada como un ser desechable y, muchas veces deslesnable, hasta por su propia familia.
Mi estimado Amigo y Colega, feliz siempre de leer sus textos que apuntan, muy acertadamente, a nuestra realidad cotidiana, es decir, abordado nuestra existencia…