Mi padre fue muy bueno: me donó su alegría
ingenua; su ironía
amable; su risueño y apacible candor.
Poema: “Dones”, Luis Gonzaga Urbina
Hay una imagen que deambula en los recuerdos, emergiendo del olvido de vez en cuando. Es la nítida estampa de papá, sentado en la sala de la casa, cerca del ventanal a través del cual se observa la calle y los transeúntes del barrio. Sentado en un mecedor de mimbre, lo veo ensimismado en la lectura del periódico. Mientras lee El Heraldo y repasa minuciosamente las noticias de la costa, otro diario descansa sobre sus piernas: El Siglo, un periódico bogotano —cuyo director es Álvaro Gómez Hurtado— que le informa lo que sucede en el resto del país. Después del almuerzo, a las doce y treinta de la tarde, disfrutaba las ansiadas lecturas, tema de conversación por las noches en la Plaza Principal de Soledad, con parroquianos y amigos. Era una época en que la televisión no había llegado al barrio; tampoco el teléfono. Solo el Teatro Olimpia convocaba a diario con sus películas mexicanas: Cantinflas, Tony y Luis Aguilar, Blue Demon, Santos, El Enmascarado de Plata fueron los actores que recreaban el cine nocturno, de ocho a once de la noche. En el atrio de la iglesia, papá hablaba de lo que leía: de la política, del costo de la vida, de la creciente del río —que pasaba a quinientos metros de la plaza— y del aeropuerto de Soledad, que los barranquilleros decían que era de ellos. Bajaban la voz al hablar de Cuba y de las guerrillas, que ya proliferaban en Colombia y en el resto de Latinoamérica. “Si hay guerrilla, es porque hay descontento con el gobierno y sus políticas”, decía mi padre, sabiendo que lo escuchaban y lo consideraban un buen lector, en una época en que la escuela no era atractiva. En su mesa de noche reposaban tres libros de Tolstoi, el escritor ruso: viejos y amarillentos, que alguien le había regalado —y nunca dijo quién fue. Mamá nos decía que, antes de dormir, subrayaba una frase del Diario del escritor, o se deleitaba con la lectura de un relato breve, o se quedaba en trance ante la lectura de La Revolución Interior y toda su sabiduría. “Soy conservador, pero con pensamiento liberal”, solía decirles a la familia y a algunos allegados.
Papá fue un hombre madrugador. Se acostaba a las ocho de la noche y se levantaba a las tres y treinta de la mañana, durante más de veinticinco años. “El día que no tenga ánimo para levantarme, sería el acabose. No lo soportaría.” Y así fue. La única vez que lo vi enfermo, la muerte inesperada se lo llevó. Sus pasos y su alegría dejaban sentir su presencia vigorosa, y la semblanza del hombre pacífico, seguro de sí mismo. Tarareaba canciones de Celia Cruz, salsa de Héctor Lavoe, y vallenatos de Alejo Durán y Alfredo Gutiérrez. Sincronizado con mamá en las madrugadas, papá se repartía con ella las tareas y los oficios para mantener a la familia con los negocios de fritanga y verduras en el mercado de Soledad. Transportaba en la carretilla la masa de las arepas, la carne para los bistecs, los pasteles y las carimañolas de yuca; mamá llevaba en su regazo, como quien protege a un niño, las cajas de huevo para las arepas. Esa es la imagen que conservo desde los ocho años, cuando comencé a ser parte de la fuerza de trabajo de la familia: —Ya es hora que ayudes en el negocio, sin dejar los estudios —me susurró mamá un día al oído. Papá iba adelante con su tarareo alegre; mamá, enérgica y seria, resonaba su coraje con pasos firmes, pensando en el futuro de todos. Medio dormido, les seguía con dos ollas, una en cada mano: la olla con la leche y la del café tinto. Durante los meses de mayo a agosto, la brisa suave de la madrugada dejaba sentir la frescura matinal. Al llegar al mercado, mamá y yo encontrábamos que papá ya había dispuesto la mesa de fritanga: atizaba los carbones en los anafes y distribuía la masa, las carnes y los pasteles en la mesa. Terminaba colocando las bancas para los madrugadores comensales que se acercaban a tomar café y comer arepas, antes de marchar a las fincas, al otro lado del río. Después, papá se iba a su puesto de trabajo, advirtiéndome que estuviera atento y ayudara a mamá antes de irme a la escuela; me revolvía el cabello en un gesto paternal y cariñoso.
Años después, pienso que fue un atleta del trabajo, laborioso e incansable, que nunca perdió el entusiasmo de sus tarareos. Jamás percibí un gesto de contrariedad en su rostro. Exhibía su vigor conduciendo la carreta cargada de víveres. Acomodaba el negocio de mamá, alistándolo todo, y se iba —en el mismo mercado— a su puesto de trabajo, seguro y con la firmeza de carácter que le conocían. Cargaba una mesa enorme, bultos de yuca, frutas tropicales y sacos de verduras; poseía un balde para la venta de leche. A mediodía, terminada la lectura de los diarios, después del almuerzo, hacía la siesta, que lo recuperaba del cansancio y le borraba el rictus de tristeza, devolviéndole la alegría y el entusiasmo por la vida.
“¿Qué razón hay para no trabajar, si antes de mediodía estamos en casa?” —era una buena pregunta lanzada al aire, que incluía al mismo tiempo una respuesta indiscutible. “A mí no me engaña el flojo, ni aunque sudao lo vea” —se refería a los que se negaban a trabajar, habiendo tanto desempleo, y sólo lo hacían por la necesidad de un plato de comida.
Siempre fue hombre de refranes. De vez en cuando, levantaba la voz en las madrugadas, suspendiendo el tarareo: —“El que madruga, Dios lo ayuda” —era uno de sus preferidos, que cumplía a cabalidad, incluyendo sábados y domingos. Eso le gustaba a mamá, que era obsesiva con el trabajo. “¿Qué razón hay para no trabajar, si antes de mediodía estamos en casa?” —era una buena pregunta lanzada al aire, que incluía al mismo tiempo una respuesta indiscutible. “A mí no me engaña el flojo, ni aunque sudao lo vea” —se refería a los que se negaban a trabajar, habiendo tanto desempleo, y sólo lo hacían por la necesidad de un plato de comida.
Le gustaba tomarse los rones en la soledad del patio. Del mercado traía un litro de Ron Blanco y, un sábado por la tarde, lo saboreaba despacio desde las tres hasta las ocho de la noche. Sentado, a la sombra del ciruelo, su imaginación vagabundeaba y la memoria fluía libremente, sin control. Me contaba sus divagaciones, siendo muy niño, y sin mirarme, con la vista en un punto indeterminado: —Sabes qué, si la vida fuera de verdad interesante, no existirían guerras. Se refería al ataque terrorista en los Juegos Olímpicos de Múnich, a la guerra de Vietnam. —¿Sabes que el único animal que se destruye es el hombre? Su mirada brillante ahondaba en la memoria, haciendo un esfuerzo por recordar las imágenes narradas en el noticiero radial. Se sumía en profundas reflexiones, de las que emergía un monólogo rebelde: “la clase política abusa, igual que sucede con los dueños del dinero; los que dicen llamarse intelectuales son cómplices y animadores de las desigualdades que nos agobian”.
—¿Ves ese árbol? —decía, cambiando el tema y aludiendo a la existencia del frondoso vegetal, luciendo el colorido de sus ciruelas en el centro del patio. Aseguraba que nadie conocía sus raíces, solo el que lo sembró. —Pero ese árbol es testimonio de prudencia; no exige premio alguno, nada que le haga perder su modestia y, sin embargo, insiste en mostrarnos sus ramas pobladas de frutos y también su sombra, claro está. Comprendía sus reflexiones de hombre vegetal y de tierra, amante de la naturaleza, conocedor de sus ritmos.
Decía que éramos naturaleza. Amaba el paisaje de la tierra que lo vio nacer y se extasiaba con la bravura del río a la caída de la tarde. Leía el tiempo, augurando lluvias desde una semana antes. Disfrutaba la presencia de los pájaros, su vuelo y su canto; algunos confianzudos comían de su mano y le refrescaban el rostro con su alegre aleteo. Sabía de memoria los sonidos del día y la noche, de las horas soleadas y las tardes nubladas. Caminaba más de cuatro kilómetros por la ribera de la Isla Cabica. El tío Juancho y el tío Moisés me contaban la percepción concluyente que tenían de él: —“Ese papá tuyo se va a volver loco”. Pero papá hacía caso omiso a lo que de él se dijera, respiraba profundo y sucumbía al encanto de la isla, hablando sin mirarme de sus presagios: —“¿Sabías que, siendo la vida tan bella, no está exenta de sutiles hendiduras por las que se desliza la triste melodía de la muerte?” Esas palabras rondaron mis pensamientos hasta que tuve uso de razón, y la imagen reiterativa de papá irrumpía en mi memoria como un gigante celebrando la epifanía de su contemplación.
Así transcurría la vida, encarándome a vivos y ausentes que se fueron para no regresar, como papá, surgiendo de improviso con su presencia ausente en los recuerdos, al sentir que el olvido nos juega una mala pasada. Sin embargo, es cierto que lo recordamos a propósito, incluso sin querer, aunque no esté. Esta ausencia suya surge cuando el tránsito por una calle nos golpea la memoria con las anécdotas, y los conocidos hacen extensivos los recuerdos a través de las palabras que lo cuentan y evocan. Enfatizan sus proezas de hombre justo y alegre, viviendo la vida como una aventura. —Sin duda alguna, nadie como él —terminaban diciendo los vecinos. Emociona lo que surgía de la memoria y el regreso al presente de sus palabras ausentes, sus gestos y carcajadas espontáneas. En medio del diálogo, la vida brota de nuevo, surge de nuevo, y papá emerge en la plenitud de los recuerdos. Los que lo amamos resaltamos el instante que nos vuelve cercanos y nos gozamos la compañía del vacío —del vacío que nos dejó—, pero su voz está presente en el silencio de los que alientan su recuerdo.
Ver a papá leer durante once años, el tiempo que lo viví y me vivió, me permitió entender su legado sin propósitos. Un legado contagioso, una intangible herencia nacida del tesón y la curiosidad que me provocaba su ejemplo. A esa edad heredé sus textos de Tolstoi y las historietas leídas y amontonadas en los suplementos dominicales. Un legado espiritual en una casa sin libros, una herencia recibida sin discusión, sin peleas entre hermanos, sin rencores. Mientras escribo esta semblanza, observo la amplia obra del escritor ruso y abro al azar uno de los amarillentos libros. Leo una frase subrayada a lápiz por las manos campesinas de mi padre: —“Para que el hombre pueda llevar una vida de bien, es necesario que sepa lo que debe y lo que no debe hacer”. Nunca mencionó esta frase, como tantas otras subrayadas, pero comprendemos que fueron el sendero que se trazó para que aprendiéramos —con el tiempo— a encontrar nuestro camino y destino. En el día del Padre.
Este interesante escrito trae a mi memoria, el recuerdo de mi padre, sus levantadas a las 5 am, sus juegos de ajedrez, la lectura del Espectadot en especial a Klim, las peliculas mejicanas y del oeste, las radionovelas Kaliman y Arandu. Gratos recuerdos traidos por este bello escrito.
este maravillosos escrito, me transportó a los gratos recuerdos paternos, muy a propósito del día del padre, me remonto a las radionovelas y la incipiente televisión nacional de la época, unido a buen reconocimiento al trabajo digno de nuestros padres, los cuales forjaron lo que somos.
Siempre lo llevamos en los hombros del alma. A mi también me ocurre, más con mi padre, que con mi madre; ambos ya se fueron. Viene y se sienta a mi lado y conversamos de mecánica, autos y paquitos.
Sin embargo, logré escribirle a mamá este poema. Saludo, hermano.
Carta a mamá
Mamá te escribo en esta vieja servilleta olvidada
para no olvidar el amor de todos los días,
en la libreta de la escuela
escribí mamá me ama,
caballo,
cielo azul.
Intacta está la mano de los recuerdos,
tus besos de música barroca,
roncos,
y la cama tendida,
volando
todavía calientita en mí memoria,
intacto está el café tibio
y hasta el espejo del olvido
rodando los recuerdos.
Mamá estas líneas que quizás no leas
(por tu ritmo de trabajo)
me ayudan a no olvidar tu imagen en el comedor,
a recordar el chocolate caliente
de tus caricias,
igual el pájaro que anida rabioso
en tu corazón gigante,
y por igual a recordar tu coraje salvador.
Mamá, no olvido la memoria de las cosas,
la cuchara triste de la sopa,
tus chancletas arrugadas por el tiempo
y el delantal de las horas verdes,
mientras la vida nos zarandeaba la esperanza
y el corazón de papá viajaba por otros caminos.