Ritual de amor

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Wensel Valegas
Wencel Antonio Valega Ruiz.

La conocí cuando llegó el primer teléfono al barrio, estaba esperando en medio de una cola interminable. La percibí, sintiendo el vaho de su respiración agitada en mi espalda. Su mirada de una mujer sin miedo, evidenciaba la madurez y la experiencia, su sonrisa tenía carisma, era encantadora, brindaba confianza. De vez en cuando la gente nos empujaba y el vigor de sus pechos firmes tocaban mi espalda y sus manos se apoyaban en mi cintura, con espontaneidad, intentando guardar un recato y una prudencia que no tenía. Se gozaba mi inquietud y desasosiego. Sus tetas duras y amenazantes como un arma de fuego y sus dedos presionándome con urgencia la cintura, despertaban sensaciones y deseos vírgenes, causándome un profundo e íntimo goce, pero más fuertes eran el temor y la incertidumbre causados por la timidez e ingenuidad. Era un placer extraño que apenas alcanzaba a comprender en mi concepción de “niño – joven”, pero lo aceptaba. Me gustaban los empujones de la gente como un oleaje que iba y venía; a ella también le gustaban, se reía llamando a la cordura, pero sus manos ansiosas agarraban mi cintura y sus pechos agresivos me asaltaban a cada instante y el calor de su risa y su voz subían por mi nuca como un murmullo anónimo erizándome la piel.

Durante muchos días nos encontramos en un acuerdo tácito hasta que se hizo costumbre. Si llegaba primero me buscaba con la mirada alegre y la sonrisa que jamás se borraba de sus labios. Si yo llegaba primero, la buscaba con timidez, casi de reojo, hasta que me sorprendía su risa y la cercanía de su cuerpo. El primero en llegar le guardaba un lugar al otro, sin pensarlo, sólo un ligero saludo y ella se colocaba detrás, le encantaba jugar con mi nerviosismo. Las palabras sobraban mientras los cuerpos se reconocían en el tono duro de la piel y el aliento cálido, en el aroma que emanaban. Me sentía prisionero de su perversa osadía; caminaba adelante, deseando que se mantuviera el lento avance de la cola hacia el teléfono. La sentía como un ángel de la guarda, protegiéndome, sin temor a las miradas, miradas que me avergonzaban, que comenzaban a sospechar, a dejar sueltos los rumores.

En la penumbra del cuarto descubrió que no era un niño, y yo también sentía que le decía adiós a la infancia. Sus manos viajeras de infinitos itinerarios recorridos sabían qué hacer con un novato asustado en medio del silencio y la penumbra. Me gustaba que no hablara tanto, prefería sus quejidos y sus labios recorriendo cada parte de mi cuerpo, allí donde la piel se volvía muy sensible a las caricias. Todo su cuerpo contagiaba de entusiasmo al mío, inocente y ávido.

En las colas interminables que se hacían ante la novedad del teléfono, recuerdo la segunda vez que me vio, me preguntó el nombre y si estudiaba todavía. “Me llamo Martín y curso 10º”, le respondí, orgulloso, deseoso de hablarle – en algún momento – de derivadas, seno y coseno; que cursaba un intensivo de inglés y, además, que había leído los cuentos de Hemingway y Gabo, las novelas de Verne y las fábulas de Esopo. Pero con el paso de los días mis palabras se ahogaban en la timidez, porque ella sacaba pecho, interrogándome, preguntándome, sonsacándome, acechándome, con sus grandes ojos negros y sus cabellos cortos y engajados. “Algún día te invitaré a comer un helado”, me lo dijo con un rostro dulce, a veces ingenuo y amoroso mientras pensaba en mi inexperiencia ante esta situación, las piernas me temblaban ante imaginarios que empezaban a merodear por mi cabeza.

donde confluían las aguas tranquilas de la mesura y la experiencia y las tormentosas e impulsivas de la ingenuidad y el placer, invitándome a la exploración mutua, donde unas veces ella era centro y otras, yo. No hubo brusquedad en ningún momento, pero sus manos y la melodía de su voz me guiaron por caminos inusuales hasta llegar a la cumbre máxima del deseo, donde nuestros cuerpos afrontaban los ímpetus del oleaje de un amor secreto e imposible.

En la penumbra de siempre me tomaba de las manos y me dejaba guiar por su vocecita de actriz amorosa y la sabiduría de su cuerpo, acoplándose con el mío en un gesto de receptividad donde confluían las aguas tranquilas de la mesura y la experiencia y las tormentosas e impulsivas de la ingenuidad y el placer, invitándome a la exploración mutua, donde unas veces ella era centro y otras, yo. No hubo brusquedad en ningún momento, pero sus manos y la melodía de su voz me guiaron por caminos inusuales hasta llegar a la cumbre máxima del deseo, donde nuestros cuerpos afrontaban los ímpetus del oleaje de un amor secreto e imposible.

Convenimos en encontrarnos todos los días en el teléfono público donde dejé de llamar para siempre y ella con la evidencia de su veteranía llamaba a personas de las que nunca me preocupé por saber quiénes eran. Le guardaba el puesto dejando pasar a los que iban detrás de mí. Al verla venir lo que pensaba decirle se iba al canasto de la basura. Con confianza me besaba en la mejilla y sus manos tomaban mi cintura al tiempo que preguntaba cómo me había ido, cómo estaban por la casa; sólo respondía bien, bien, a todas sus preguntas mientras su mirada frentera y procaz me desarmaba alguna frase que preparaba para decirle. Con el tiempo demostró que su fuerte no eran las palabras, sino que era una mujer de acción, de armas tomar.

Me permitía que le hablara y le preguntara en la intimidad del cuarto, en la penumbra de siempre sobre mis dudas. Sólo decía “déjame enseñarte”, y lo hacía con el ejemplo. Tenía una claridad del ritual del amor; yo era el aprendiz que debía asimilar ese arte. Sus manos me atraían, recorrían la extensión de mi cuerpo, sacando los afectos escondidos, y buscando los míos. Allí en ese cuarto, perdido en los extravíos de la memoria, vivimos largas tertulias de amor, éramos dos cuerpos en sincronía, compenetrados y solidarios, sin importar las diferencias en el ejercicio de la experiencia, nos adaptábamos sin importar quién era cóncavo o convexo. “Estás preparado para ser feliz”, me dijo un día cualquiera, notando en su mirada un dejo de tristeza, quizás, pensándolo ahora, muchos años después, la nostalgia de una partida sin regreso.

Durante los días siguientes seguí hiendo al teléfono público para llamar a nadie, y verla de nuevo. Sin embargo, ¡nunca más volvió! Otros días cogía la cola larga de los que iban a hacer una llamada, con la secreta esperanza de sentir la sorpresa de unos pechos duros en mi espalda y unas manos fuertes apretando mi cintura y el calor de una risa fogosa subiendo por mi nuca. La diferencia es que ya tenía experiencia y hacía de la paciencia una virtud, mientras la cola de gente avanzaba hacia el teléfono y el arraigo de la sospecha de un nuevo ritual se acentuaba.

Docente del Magisterio del Atlántico, laboro en el municipio de Soledad, Institución Educativa de Soledad, INOBASOL. Área de formación: Educación física, Psicólogo del deporte y el ejercicio. Maestría en Educación. Profesor universitario. Escritor y poeta. Tercera mención en el Concurso Nacional de Cuento, Colombia Territorio de Historias, 2021.

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