A Alex, que observa curioso las puertas cerradas
y grita con emotivo reproche:
¿cuándo abrirán la biblioteca?
Después sonríe, regresando a su silencio, que comparto.
Cuando niño la biblioteca del pueblo, Melchor Caro, abría sus puertas de ocho de la mañana a doce del mediodía y de dos de la tarde a siete de la noche, los sábados se atendía hasta las doce. Se exigía silencio a los lectores en un letrero colocado en la pared, en mitad de la sala de lectura. En media sala leíamos y en la otra mitad estaban colocados los libros en amplios anaqueles con las obras de la infancia, que leíamos a diario sin la presencia del adulto, pero bajo la mirada de la bibliotecaria, seria y sin emociones; en un rincón estaba una mesa con documentos y un libro grande y grueso donde se anotaban a diario, el nombre de los lectores, títulos de los libros y la hora de llegada. La bibliotecaria vivía cinco carreras arriba y en la misma calle. El rostro blanco y el cabello recogido en la nuca; vestía trajes donde predominaban los colores blancos, negros y gris. Recordándola años después evoco su puntualidad. “Faltan cinco minutos, voy a cerrar”, nos decía con voz suave y formal, paseándose por la sala de lectura. Nunca se observó un gesto grosero en su rostro, sin embargo, percibía una tristeza que la embargaba. Jamás la vi sonreír.
“Voy a leer a la biblioteca”, avisábamos a los padres, solicitando el permiso y viéndoles la expresión de intriga y asombro. ¿Para qué lees tanto, cuidado y te vuelves loco?, decía mi madre, recordando al Loco Medina, cuya locura – se comentaba – le provino de las lecturas. Después que regresó de prestar el servicio militar se encerró en su cuarto a leer unos libros viejos y cuanto papel le ponían enfrente, y cuando se escapaba al mercado, la gente le ofrecía pedazos de periódicos que leía en tono alto y profundo y la memoria anclada en los traumas que le causaron la soledad, el hambre y el sin sentido de un servicio; eran lecturas que no tenían que ver con el periódico viejo y amarillo que tenía entre las manos.
Los padres de ese tiempo vivían confiados. Con apenas nueve o diez años íbamos a la biblioteca, leíamos bajo el hábito del silencio en una época sin televisión ni celular, donde la imagen era solo una ficción de futuro, como muchas de las predicciones de Julio Verne: viajar al fondo de la tierra, o darle la vuelta al mundo en ochenta días, o ver el encanto del mundo a lo largo del recorrido de las veinte mil leguas de viajes submarinos, la curiosidad de la isla misteriosa y tener la certeza de desdoblarnos durante las cinco semanas en globo, acompañando al narrador. Leíamos y nuestra imaginación volaba junto con el texto leído, teníamos la libertad de fantasear no sólo con Verne, sino también con los cuentos de Los Cuentos de los Hermanos Grimm y los de Andersen; Las Mil y una noches y el desafío de Scheherezade, alargando la vida, noche tras noche, ante el sultán Shariar, contándole historias interminables. La casa era para descansar, estudiar, alimentarnos y recibir los afectos; las calles para jugar los juegos tradicionales; la escuela, dedicada a los aprendizajes y promover las tardes deportivas. La biblioteca era refugio que avivaba la imaginación en medio del silencio y la paz, allí transitábamos por países y seres fantásticos que nos atrapaban y nos seducían con sus aventuras.
Los que leíamos nos encontrábamos en las tardes o por las noches, éramos parte de un incipiente club de lectura, sin orientación, sin compartir opiniones; pero con la convicción de irradiar un espíritu de alegría cada día.
El que entraba a la biblioteca sabía leer, niño o joven, sin cancaneos, sin hacerlo en voz alta ni en murmullos. Habíamos adquirido el hábito de una lectura intrapersonal, meditada y respetada en el espacio social de la sala, donde cada uno viajaba según la altura de sus sueños. Por esa época las escuelas evaluaban la capacidad de leer y comprender; los regalos que se daban el día del estudiante eran libros; y en cada año, con el cambio de curso y los que pasábamos a bachillerato. Cada uno sabía a lo que iba a la biblioteca.
Le recordábamos a la encargada el libro de la última lectura y ella revisaba en el registro, verificaba y entregaba el texto para continuar su lectura. A los asiduos lectores no les recordaba las reglas y a los nuevos les advertía, con una mirada severa y autorizada, “leyéndoles la cartilla”. Muy pocas veces se surtía la biblioteca con libros nuevos y cuando se hacía nos informaba. La escuela nunca mandó a leer las obras encontradas en las bibliotecas, sólo insistía en la lectura de textos académicos de las distintas asignaturas; tampoco tenían bibliotecas y mucho menos una bibliotecaria. Eso sí, la escuela nos enseñó a leer bajo el rigor de las evaluaciones formales de las áreas importantes, como se acostumbraba a decir. Pero en la biblioteca del barrio, ahí, detrás del teatro Olimpia, encontrábamos el placer y el deseo para alimentar la imaginación. A veces el silencio de la biblioteca se interrumpía por los sonidos de las balas de las películas mejicanas y del far west, por el galope furioso de los caballos en las persecuciones. La bibliotecaria nos miraba extrañada, colocaba el dedo índice en sus labios y se encogía de hombros; volvíamos a la lectura con la cabeza gacha, haciendo caso omiso de los distractores y retomando el hilo de los mundos perdidos.
Leíamos lo que nos venía en gana, lo que respondía a nuestros intereses. Muchos de los que allí asistíamos amábamos los libros y sin expectativas sobre el futuro compartíamos compañeros imaginarios que brotaban de las narraciones, que estimulaban un pensamiento diferente bajo la sospecha y esperanza que la aldea de nuestro pueblo, algún día, trascendería a la globalización, cosa que no sucede todavía. En la biblioteca, el tiempo no apremiaba, era un ritual lento, un goce de instantes haciéndose eternos; teníamos el tiempo a nuestra disposición para leer sin ser obligados hasta que la voz suave de la bibliotecaria nos devolvía a la realidad con la suavidad de su voz: “se acabó el tiempo, mañana puedes continuar”, nos decía a todos. Los que leíamos nos encontrábamos en las tardes o por las noches, éramos parte de un incipiente club de lectura, sin orientación, sin compartir opiniones; pero con la convicción de irradiar un espíritu de alegría cada día.
Ahora ya viejo, la biblioteca de mi municipio está cerrada, no hay ninguna señal de acogida. ¿Dónde estará la bibliotecaria de antaño? Hermetismo total. A falta de libros en las instituciones educativas (sin presupuesto, desactualización y poca pasión por la lectura), el único recurso que nos queda para leer son los sueños, ya que según la escuela del Midrash no existen distinciones entre el texto del sueño y el texto escrito; desde esta perspectiva, según el Talmud, libro hebreo: “un sueño no interpretado es como una carta no leída”, dejándonos la enseñanza de que cada lector hace su propia interpretación, convirtiendo el acto de leer en una producción, así, de esta manera, hay una infinidad de libros presente en el libro, es decir: no hay una sola historia, sino que muchas historias pueden contarse desde él.
A diferencia de lugares antropológicos, con rasgos identitarios y relacionales, la biblioteca ha perdido su condición de lugar y de sentido. No existe a los ojos de la comunidad. Cerraron las puertas atentando contra la cultura local y regional, con las relaciones y los afectos expresados en la mirada de niños y jóvenes lectores, en el encuentro puntual para viajar cada tarde o noche por los infinitos mundos que nos asombraban, en los sueños e intereses que nos permitían el acceso a la lectura. Se cercenó la continuidad de la memoria histórica, incluso el despertar de la conciencia. Si Marc Augé, antropólogo francés, volviera a la vida y ejerciera su condición de observador participante, nuestra biblioteca Melchor Caro la consideraría un no lugar, es decir, espacio que se niega a la curiosidad de hombres y mujeres, a sus necesidades de trascendencia como seres humanos. Este espacio es solo una casa anónima e impersonal sin ningún tipo de significado, solo un punto de desencuentro para las nuevas generaciones que transitan con indiferencia. Un espacio despojado de expresiones simbólicas – diría Bauman –, de sus funciones, de lo que fue, de su contenido emocional. Sin embargo, este no lugar de hoy, se recuerda intacto como el lugar que fue en la memoria de la niñez.
Precoses nostalgias de un mundo ya extinto. Aunque el autor generaliza está propension de frecuentar bibliotecas como opción extra de lecturas, en todas las generaciones ha sido un gusto exclusivo de pocos individuos, sea por inducción de tutores o amigos y muy escasa por iniciativa propia. No desmerito por eso las nostalgias del autor del texto testimonial. Solo afirmó que que leer y más de asistir a una biblioteca en el cercano pretérito de nuestras vidas, fué una actitud muy selectiva. Pocos fuimos los que formamos grupos de lectura, y lo que los que lo ejercimos, hacíamos malabares para comprar un libro (coperachas, donaciones, rifas…). Lo que si es cierto, que a muchos de nuestro estrato social, fuimos infectados por “virus de lectura” (como una vez lo anoté en un breve escrito), por los “comics, paquitos o historietas”, que alquilamos en los andenes o lugares comunes de nuestra ciudad. Allí consignaba que grandes escritores de nuestro entorno regional y global, lo admitieron sin vergüenza( José Donoso, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez…). Todo esto más por carencias económicas, al igual a los que asistieron a bibliotecas. Las Bibliotecas locales en nuestra época eran escasas y se localizaban en zonas céntricas, dónde había que pagar un autobús para llegar. El Estado de nuestro subdesarrollo, jamás ha financiado con entusiasmo estos espacios congnitivos y de conciencia. Los que estamos de acuerdo y compartimos las vivencias del autor de este artículo, hoy nos gana la tristeza, al observar nuestras presentes generaciones sumidas en la inmediatez de las redes sociales y la TV vacua de programas y contenidos. Hay que promover estrategias para insentivar, la buena lectura, que es la única tabla de salvación, en este océano de trivialidades e ignorancia alienante en qué se ha convertido nuestra realidad.