Acostumbrados al mundo del trabajo y la hostigante planificación del tiempo nos resistimos a dejar que el azar juegue sus cartas y surja la improvisación. ¿Por qué siempre hay que tener una razón o un propósito para reunirnos?, ¿acaso no bastan los intereses compartidos? Quizás fue la formación y los distintos mundos que a cada uno le tocó afrontar, por eso nos angustian los instantes sin propósitos, tememos naufragar en el incierto mar de las conversaciones; en lo inesperado que pueda suceder a falta de una agenda que nos delimite el placer del encuentro solo para hablar y hablar. Entonces recurrimos a esa vieja infancia perdida en medio de los recuerdos y la nostalgia.
A la pregunta, ¿por qué nos reunimos? Le damos un rodeo incierto y de repente, – en consenso – la memoria nos regresa al pasado, cayendo en cuenta que cada uno vivió los mismos acontecimientos que se suscitaban en la esquina del barrio. Coincidimos, por ejemplo, que llegábamos uno a uno, sin ponernos de acuerdo, sin tener teléfonos, incluso, desafiando la vigilancia y autoridad de los adultos. Bastaba que el primer atrevido se instalará en la esquina, para que los demás saliéramos a disfrutar los juegos improvisados sin la premura del tiempo, sin el estrés de los deberes escolares. La costumbre se convirtió en hábito. Sábados, domingos, vacaciones de mitad y fin de año, fiestas navideñas y, en las tardes libres, cuando el invierno se confabulaba y la lluvia arreciaba, todos cantábamos al tiempo: “que llueva, que llueva/ la virgen de la cueva/ los pajaritos cantan/ y la virgen se levanta”.
En la esquina pensábamos todos. Decidíamos qué hacer en consenso, sabiendo que lo que se proponía sería aceptado. Nos reuníamos sin propósitos, nos atraía la vida que fluía en las conversaciones mamagallísticas, la alegría en los juegos de competencias, en la improvisada sugerencia de alguien que se le prendía “la bombilla” y el goce de la estadía en la esquina expandiéndose ante los nuevos chistes contados y recogidos en otros lugares por algún viajero que transitaba de pueblo en pueblo. Los cuentos de asombro y tristeza al enterarnos de quienes serían los primeros marihuaneros del barrio; las leyendas de El Hombre sin cabeza, paseándose a medianoche en medio de truenos y relámpagos, con la cabeza en la mano y el cuello sangrándole a borbotones; el incansable llanto de La Llorona que perdió a su hijo y el paseo de las inconformes ánimas del purgatorio en las madrugadas, buscando la gloria y rezando con angustiosos lamentos desde el más allá.
La esquina nos duró hasta cuando se acabó la adolescencia y, a pesar que quisimos alargar ese momento de la existencia, fue desapareciendo; se la llevó la civilización del cemento. Desapareció ese lugar, ese no – lugar, recordando al antropólogo Marc Augé, convertido hoy en solo memoria. La esquina fue remplazada por un edificio que extendía su estatura imponente, queriendo tocar el cielo, perdiéndose, muy adentro, en las nubes, que hacía evocar el verso con que se interroga el poeta Porfirio Barba Jacob: ¿Quién en ciudad trocó mi caserío? Ver ese edificio era reconocernos en la nostalgia de los recuerdos, en la ausencia de un lugar lleno de sentido, para los que estuvimos en esa esquina de barrio, deseada, de encuentros efímeros, pero que dejaron una honda huella en la vida psíquica de la infancia.
Así transcurre la reunión, entre café y café. Escuchando al que tiene la palabra, sin juzgar, sólo el ansia de saber nos anima, asimilamos las ideas, ajustamos nuevos esquemas mentales ante las disonancias cognoscitivas. Se aplazan los interrogantes, las preguntas dan un rodeo, surgen las discusiones, los puntos de vista.
¿Para qué estamos reunidos aquí? Es el interrogante en que coinciden todos al inicio del intrigante encuentro. Ya no estamos en La Esquina de la Vieja Sara, en aquél antiguo caserón de barro y paja que servía de refugio a los murciélagos que exploraban la noche con su vuelo nocturno. En comunión – como cuando éramos niños – recurrimos a la voz del escritor Nicolás Buenaventura, en La importancia de hablar mierda, porque de lo que si estamos seguros es que, de esta reunión, las conversaciones pueden prolongarse hasta hacerse interminables, aplazadas para ser retomadas en próximos encuentros. Basta traer consigo ese niño que llevamos por dentro – que nunca nos falte, que no se pierda, nos recuerda Neruda, en su libro Confieso que he vivido –. Estamos reunidos ante una taza de café, dispuestos, “y conversamos como ver correr el agua. Simplemente conversamos. Hablamos por hablar”, así le sucede a Nicolás en su tránsito por las asambleas comunitarias. Simplemente lenguajeamos para que desde el conversar surja lo humano, exista y se manifieste, como una forma de convivir, diría Humberto Maturana.
Vista, así las cosas, decidimos seguir el juego de la palabra y dejar que la reunión transcurriera sin prisa, sin perder el rumbo, lo retomamos, nos interrumpimos, hablamos por hablar en un continuum sistemático. Surgen los temas con voz propia, escuchamos de religión, política, cultura, ética, literatura. A veces atentos, muy atentos a lo que se dice; otras veces nos dispersamos y la reunión se escinde, toma rumbos diferentes, particulares. Retomamos lugares comunes, temas que nos afectan: la muerte del Sumo pontífice y las expectativas del conclave; los estragos de la economía global; la guerra interminable entre Rusia y Ucrania; los conflictos del medio oriente; la muerte del escritor Vargas Llosa. En el plano nacional: las tensiones políticas propias de la intolerancia de las ideologías, el problema de la salud, la seguridad, los conflictos armados y las guerras motivadas por las disputas territoriales.
Así transcurre la reunión, entre café y café. Escuchando al que tiene la palabra, sin juzgar, sólo el ansia de saber nos anima, asimilamos las ideas, ajustamos nuevos esquemas mentales ante las disonancias cognoscitivas. Se aplazan los interrogantes, las preguntas dan un rodeo, surgen las discusiones, los puntos de vista. Junto con las opiniones brotan nombres de libros: Grijelmo y su Seducción de las palabras, la energía en los relatos de Amantes y enemigos de Rosa Montero, La experiencia de la pérdida, de Joan Carles Mélich, quien en este texto invoca una frase de Rainer María Rilke, “el mundo es un mundo interpretado, un mundo gramatical”. Un mundo gramatical que heredamos al nacer, que no es igual a la vida, ya que esta cuestiona la gramática, transgrediéndola al jugarse la existencia, inventándose y configurándose en todo momento.
¿Para qué nos reunimos? Mi opinión no es la respuesta de todos, pero estoy seguro que los argumentos reunidos dejarán que el goce de la lectura y la escritura permita la asunción crítica de ese mundo gramatical, que nos hace inconformes y desafiantes, que interpretamos y reinterpretamos ante las contingencias que la vida misma nos depara. Lo más relevante en este espacio de ocio creativo, sin ningún tipo de sujeción, es la celebración de la amistad en un ejercicio de conveniencia mutua. En cada reunión elegimos descubrir y compartir esa soledad común que nos embarga, escribiendo y leyendo, que nos genera angustias y esperanzas quiméricas, de rivalidades fútiles, en palabras de J.C. Fraisse. Al final de cada reunión se acentúa la relevancia de la amistad bajo el pretexto del disfrute de la palabra; dejándonos la misma sensación que a Demócrito, cuando afirma: “No vale la pena la vida para quien no tiene siquiera un solo amigo de bien”. Entonces, ¿para qué tantos propósitos en la informalidad del goce?
Wencel Valega en sus escrito ¿Para qué nos reunimos? Nos propone dar respuesta a dos interrogantes: ¿Para qué nos reunimos? y ¿por qué nos reunimos?, que puede llevarnos a la idea de ser seres sociales, que necesitamos de la compañía e interacción con otros, luego nos recuerda lugares como la esquina que la relaciono con el palco bordillero en donde se hablaba de todo, la importancia de hablar mierda o paja, o el degustar un café o hacer un concervezatorio, abordar temas de actualidad como la muerte del Sumo pontífice y las expectativas del conclave; los estragos de la economía global; la guerra interminable entre Rusia y Ucrania; o los conflictos del mundo en general.
En un mundo desmembrado, desunido, la nostalgia es el campo gris de los recuerdos. El tiempo a diario se lleva todos los recuerdos, que se acumulan como escombros en alguna parte de la memoria. Y sin embargo, hay que rescatarlos de alguna manera para repasar la infancia y en especial la adolescencia.
Nos reuniamos por instinto, por cualquier cosa, o por la costumbre de los cuerpos, mi admirado amigo.
La gente ya ni siquiera se reune para salvar el espíritu, porque ir a la iglesia no es adoctrina-miento. Según algunas invenstigaciones nacionales hemos bajado el rango de las reuniones en las organizaciones de la ciudad, de cinco, creo que apenas alcansamos una o dos en algunas organizaciones. El individualismo es el pan de cada día, el autosaboteo a la participación ciudadana.