La magia de Puerto Rico

Wensel Valegas

Me voy, pero un día volveré…

…a soñar otra vez

en mi viejo San Juan.

Mi viejo San Juan (Canción).

Vivir en una isla es un acto de fe.

Fernando Gómez Aguilera

Mientras el avión desciende en la isla, termino el cuento, La Isla desconocida, de José Saramago, y me pregunto si este viaje es una coincidencia con la terquedad del hombre que toca a la puerta de las peticiones en el palacio del rey, exigiendo un barco para ir en búsqueda de la isla desconocida. Para mí también este territorio es desconocido, sin embargo, en este nuevo itinerario insular espero encontrarme conmigo mismo y, por qué no, ampliar el espectro de la felicidad – que está dentro de mí –, pero que aún no alcanzo a descubrir, como el hombre de la historia.

Al llegar a Puerto Rico uno espera que los cantantes de salsa nos den la bienvenida con su sabrosura, bombos y platillos, congas, trompetas y demás. No es así. La primera impresión que uno se lleva en el aeropuerto de San Juan es de desolación y fatiga, aun siendo diciembre. Nuestro vuelo ha llegado a las cinco de la tarde y un largo peregrinaje nos lleva donde las autoridades aduaneras, que con adustez nos hacen llenar un formato para saber si nuestra llegada obedece a un plan turístico o de negocio. Después bajamos a un sótano donde se halla la zona de equipajes, a buscar las maletas y la salida hacia una ciudad que oscurece y nos amaga con una lluvia pertinaz y un viento frío que viene de los Estados Unidos. Es la bienvenida a la ciudad de San Juan, capital de Puerto Rico.

Con la modestia de una ciudad bien presentada, San Juan nos acoge cálidamente en el itinerario de una noche oscura que de repente ha dejado de ser calurosa para mostrarse asequible con su fresca cordialidad. Luces, brillos intensos de todos los colores, una que otra avenida adornada con una tímida navidad; las avenidas principales se vuelven anchas en su recorrido y se bifurcan en cinco carriles, otras veces cuatro, también tres y dos carriles. Los autos huyen veloces de la ciudad a la tranquilidad de los hogares, zigzaguean raudos sobre las autopistas, de las que se desprenden múltiples carreteras, perdiéndose en caminos de vegetación exuberante, volviéndose invisibles con la oscuridad. En la soledad de la noche, los autos entretejen la ciudad de norte a sur y de este a oeste. Sobre las calles y andenes, los peatones son escasos. Son las 6:30 de la tarde y San Juan, en medio de la soledad y la noche brillante, acoge la velocidad de los autos, regulada por los semáforos.

“No tiene sentido venir a Puerto Rico y no conocer el Viejo San Juan”, ha dicho el conductor que nos recogió, desviándose de la carretera central y tomando vías alternas, donde las palmeras y cocoteros, sobre el malecón, se mueven al compás de la brisa marina. A través de la ventana del automóvil, escuchamos un mar que no se ve pero que sospechamos calmado y sereno. Se desliza por las calles empedradas de una ciudad amurallada, a veces sube dando la impresión de querer saltar al vacío, otras veces baja raudo deslizándose hacia el centro del de la ciudad, donde el Viejo San Juan con su arquitectura cuenta su historia en cada esquina; San Felipe del Morro, sus casas coloniales, monumentos que hablan al turista y lo encantan con su belleza y su silencio.

Los gringos que no soportan el frío y la nieve de Nueva York, Washington o Manhattan se pasean con sus familias bajo el fresco de la noche tropical que les obsequia el Viejo San Juan. Sobre las aguas del mar, frente al antiguo barrio, dos buques inmensos están atracados en medio del esplendor de luces de colores, exhibiendo más de cuatro pisos para pasajeros y tripulación. En la tranquila noche, el Viejo San Juan expone su estética nocturna sin ningún pudor, deja que los autos rueden y se parqueen sobre sus calles empedradas. El Viejo San Juan, querido y recordado a través de canciones y melodías, es cuidado por la guardia pública, que intenta mantener el orden ante algún turista despistado.

Finalmente, por esa noche, nos dirigimos al Recinto de Mayagüez. Llegamos a una ciudad dormida, tranquila, apacible. Las calles totalmente desnudas muestran la humedad de la lluvia sobre el suelo arenoso, formando charcos, y reflejando las luces sobre el agua concentrada en las calles. La ciudad dormita en una noche tranquila y fresca, las estrellas titilan y el espacio infinito y negro del cielo nos muestra un firmamento oscuro y sereno en su quietud. De vez en cuando, mientras la gente duerme, un Buick, una Silverado, una Toyota Sedán o camioneta, se deslizan lentamente, con suavidad, con las ventanillas abajo; o estacionados en mitad de la calle, con las puertas abiertas y cerveza en mano de sus tripulantes, escuchando la fuerza del bajo de una salsa o una champeta. En su interior jóvenes borinqueños marcan el compás de la música con los gestos rítmicos de sus cuerpos; fuman y beben cerveza, ríen ante la complacencia de los vecinos, acostumbrados a dormir bajo la música suave, sin tanta algarabía. Así viven el ritual de las noches decembrinas, transitando con el insomnio que los mantiene despiertos escuchando las frases fugaces con la melodía pegajosa de Héctor, traídas por el viento con nitidez intermitente, “oigan mi gente, lo más grande de este mundo…I see you tomorrow, porque tú eres la vaca mamita y yo soy el toro”; “yo soy el cantante, vamos a celebrar, no quiero tristezas, lo mío es cantar, cantar… hoy te dedico mis mejores pregones”. O una secuencia de reguetón de Daddy Yankee: “Veinticuatro siete rompiendo la ley… tiene la salsa como Rubén Bladesproblema, problema, …tú eres un problema; ella le gusta el calentón cuando sale cambio de clima, a ti te gusta el vacilón, a mí también; cómo te llamas baby, desde que te vi supe que eras pa´ mí. Se toman la calle despacio en son de paz, unos con celulares pegados al oído, otros observando los videos bailables del Daddy dentro de los autos, imitándolo en sus bailes que se ven y suenan por todo Puerto Rico. De los inmensos bafles surgen con moderación el ritmo suave acompañando la cadencia de la noche y la brisa marina. Los dueños de la noche disfrutan el insomnio con la mirada extraviada, mientras el cuerpo responde con la memoria de los automatismos pisando los frenos y dejando que los autos aprovechen la gravedad para deslizarse. Así pasan la noche sin meterse con nadie. En la intimidad del cuarto uno se imagina los autos dando vueltas a la cuadra mientras la melodía con sus voces rompe el silencio oscuro de la noche en un ejercicio agradable. Al final, nadie se queja, nadie protesta. La policía exhibe con orgullo la paz de sus vecinos.

Así pasan la noche sin meterse con nadie. En la intimidad del cuarto uno se imagina los autos dando vueltas a la cuadra mientras la melodía con sus voces rompe el silencio oscuro de la noche en un ejercicio agradable. Al final, nadie se queja, nadie protesta. La policía exhibe con orgullo la paz de sus vecinos.

Amanece. Desde el cuarto piso del apartamento observo el mar extenso y grisáceo, perdiéndose en las montañas que lo secundan. Las aguas se muestran tranquilas mientras que leves olas dejan su fatiga en la playa desnuda y solitaria. De vez en cuando garzas blancas cruzan el cielo muy cerca de la playa. A lo lejos, lanchas veloces dejan tras de sí una estela blanca de burbujas rompiendo el silencio ensimismado del mar. Hasta este piso llegan las altas palmeras y de vez en cuando la brisa tenue las mueve sin ningún orden; nuestra vista hacia el mar se interrumpe con la danza de los altos cocoteros en una magnifica composición de silencio, vegetación, mar y brisa.

Por un momento, mientras cae la noche, el leve quejido de las olas al morir en la playa se confunde con el sonido de las palmeras que inician una danza nocturna en la intimidad de la noche. El crepúsculo de la tarde opaca la inmensidad del mar y la oscuridad inminente resalta las siluetas montañosas y el brillo de las luces que titilan, fugaces e intermitentes. El cielo presagia una lluvia que no llega, las estrellas ausentes descansan con nocturna serenidad. Todo es oscuro en las cercanías y un breve relámpago deja entrever la velocidad de las nubes cargadas de agua, sin embargo, se alcanza a sentir el frío de la noche y una llovizna persistente con ritmos de intermitencia cede paso a la frescura hasta agotarse en el calor, y así en un suave ciclo que a nadie molesta.

Muy cerca de Mayaguez está Cabo Rojos, es un fragmento de silencio que deposita su confianza en el Faro Los Morrillos, vigilante y atento, con la vista puesta en la bravura del mar que se estrella a sus pies. Paraíso que oculta una malla vial que se entrecruza formando rutas ágiles y veloces en medio de bosques hermosos y tupidas vegetaciones, donde la alegría del sol pocas veces penetra con su luz las raíces de los árboles. Playas extensas donde los turistas ejercitan el arte de la contemplación y la observación de los detalles; arena blanca y virgen donde los bañistas dejan las huellas de su asombro y se reencuentran con la naturaleza. Quietud azul y silenciosa acompañando a un mar veterano acostumbrado a batallas históricas; alegría que danza con el sol para ofrecer a los turistas tonalidades de color; prudentes aguas, siempre receptivas y discretas acogiendo las promesas susurradas de los enamorados que navegan en sus kayaks, haciendo deporte y amándose en medio de la fatiga y el vaivén de las olas.

Ahora estamos al mismo nivel del mar. La relación es horizontal y directa. Se acabó el tiempo de mirarlo desde arriba; sólo nos queda entonces observar desde abajo, al mismo nivel. Estamos frente a frente. El mar agudiza su voz sin que se pierda el encanto del silencio. Al mismo tiempo, la brisa suave que golpea nuestros pechos, sin escándalos, persiste en seguir anónima y cómplice. Detrás, en la arena firme, los cocoteros bailan una danza erótica. No hemos querido profanar las aguas de este tímido mar; incluso, seguimos frente a él, pero detrás de una cerca de madera que nos separa. Cabo Rojos está sumido en el silencio, descansa desapercibido del mundo, anónimo; contemplado solo por el turista extasiado que día a día descubre su belleza y la paz que lo equilibra.

En medio de la noche que avanza, un breve lapso de luna deja entrever su presencia rauda y veloz. Suficiente para que en la playa las siluetas de dos gatos sin colores, macho y hembra, le maúllen al silencio de la noche, interroguen los susurros del océano, de la brisa tenue y de la cadencia que surge del vayven delas palmeras. Sólo es un lapso fugaz como la vida. Después, el silencio continúa durmiendo toda la noche.

Los gatos de espaldas a la isla miran la oscura inmensidad del mar en calma, sereno. Sólo se ven sus sombras en la penumbra de la noche, sentados sobre sus colas, dan la sensación de dos amantes tomados de la mano, nutriéndose del conocimiento del mundo bajo una luna que también los observa. La frescura de la noche los arropa, tratando de animarlos a caminar sobre las nubes situadas a un salto de gato, sin embargo, sus espíritus no se deciden, prefiriendo la firmeza de la tierra. Viven de día en sus casas y de noche usurpan la oscuridad de Cabo Rojos; no consideran a sus amos como tales, pero se regocijan dejándoles dormir las fatigas del trabajo y haciéndoles creer que son sus amables anfitriones: el sentido del hogar que evidencian en el día se esfuma, dando paso a sus instintos de gatos salvajes, cuando llega la noche con fuerza transgresora.

Mientras permanecí largas noches en ese lugar, los dos amantes, escogían siempre la misma playa. Llegaban de lados opuestos, pero al final de la noche se marchaban juntos por el camino escogido y acordado por sus instintos. Les gustaba el misterio del encuentro y las certezas de un tiempo final, en un acuerdo tácito. Eran noches sin perros, sólo de ladridos lejanos, que no influían para nada en sus contemplaciones y amoríos. La noche dejaba caer el peso de su complicidad y la lluvia amainaba sus quejidos, y los dos gatos, se juntaban para ofrecerse el calor mutuo de sus cuerpos velludos, con el misterio de sus miradas escrutando la profundidad del Caribe.

El viento frío que viene del norte en diciembre y enero pierde su intensidad, refresca las noches en todo Puerto Rico. Si usted viene a este país, seguro que contará una historia nueva, con una óptica propia, diferente. Evoco la canción sobre el Viejo San Juan: Me voy, pero un día volveré… y me digo,seguro que volveré, mientras leo en el vuelo de regreso, La Intuición de la isla, de Pilar del Río, que describe la vida prolífica del escritor José Saramago en la isla de Lanzarote, y me convenzo que Las islas ofrecen racimos de tiempo, adiestran en paciencia y renuncias, como afirma en el prólogo, Fernando Gómez Aguilera. Entonces me doy cuenta que ese deseo de regresar, no es más que la sensación de haber encontrado la felicidad en la magia de la isla.

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