Sin rencores

Wensel Valegas

Juro que no le guardo rencor a nadie.

Nicanor Parra.

Sentado en una butaca inmensa con la mirada vagando a la deriva, evitas cerrar los ojos y apagar la luz de tu vida.  Persistes estoico como un guerrero. Ese empuje de hombre fuerte que fuiste se ha consumido con los años, se esfumó; eres la ausencia de los pasos perdidos sin evidencia alguna, de una historia olvidada. En contra de tu voluntad el cuerpo se abandona al obligado descanso que reclama la vejez y obliga la enfermedad aun sabiendo que la lucidez de tu mente exige moverte con la misma agilidad que te recuerdas en la memoria, pero tu cuerpo se resiste, acomodándose al placer de yacer. Tu rostro de indio guajiro envejeció en el tiempo largo y tendido de los años; aquel vigor exhibido en el vayven de los días de cotero en el terminal marítimo de Barranquilla se difuminó, solo te queda el archivo que guardan tus recuerdos. Nada es igual ahora en esa pose desvencijada de hombre derrotado, en la pérdida paulatina de la memoria y los extravíos que te corroen por dentro. Los que te conocimos solo estamos en la ausencia de tu memoria, sin embargo, atestiguamos la soledad de tus días de juventud, los éxitos efímeros, las partidas de dominó, los juegos de cartas y de siglo, las partidas de damas en la esquina de los Miranda.

Lo que más te marcó fue la muerte de tus hijos. Los cinco los recogieron uno a uno, sin explicaciones en distintos lugares, a la vista de todos, subiendo voluntariamente a una camioneta gris, saludando sonrientes a quien nadie podía ver en su interior. Todos coincidían en lo que vieron y así fue como surgieron historias, conjeturas de los vecinos, hipótesis de amigos y conocidos; también el llanto de las mujeres refiriéndose a los presagios y las advertencias unos días antes de las desapariciones, como si supieran que algo pasaría; a las intuiciones llenas de sospechas que no señalaban a ningún culpable. Te quedó la impotencia y la desesperanza que deja el que nadie vio nada más. A partir de ahí padeciste la angustia y el sin sabor en los sueños de los hijos perdidos, de no saber a quién reclamar los cuerpos y consolarte con perdonar a los culpables a cambio de enterrarlos tú mismo, velarlos en casa ante los vecinos para que así acabasen las habladurías que no te dejaban en paz. Pero el tiempo se encargó de todo, sobreviviste hasta que te llegó la indiferencia y el olvido. Los que te ven ahí sentado imaginan que eres un libro viejo, imposible de leer, desgastado en los anaqueles de la existencia. De ese olvido ya no regresarás, solo te queda el alivio de las manos amorosas de tu hija, que sobrelleva el abandono en que caíste.

No hay rencor, tampoco odio. Me pregunto, ¿qué sucede en la memoria de un hombre sin memoria?, ¿adónde se fueron sus recuerdos?, ¿Acaso los traumas vividos son el pretexto de su desmemoria, sumergiéndolo en una paz indiferente? Vives todavía, pero te mueres en el olvido.

Tú, que confiabas en tu fuerza y en la desmesura de tu gigantesca figura, te sentiste impotente, anulado por ese golpe bajo a la familia, perdiste el rumbo de los días, sumergiéndote en la agonía de un tiempo sin horas y sin años. La tía, tu mujer, no lo soportó, se fue muriendo de pena, yendo de un lugar a otro con las fotos de los cinco hijos, buscándolos adónde le decían que estaban, ¿los ha visto?, preguntaba. Menos mal que mamá nunca se enteró de tu dolor, seguro hubiera llorado contigo. Eras su hermano menor, fue la que te crio – solo le faltó amamantarte –. Menudita ella envuelta en su carácter de mujer y agigantado tú, exagerando la actitud sumisa, obedeciendo sus instrucciones como un perro fiel agradecido, así te recordamos hasta el día que te fuiste de la casa con tu mujer. Mamá siempre nos amenazó, encargándote de corregir nuestras travesuras a punta de correazos. Te temíamos, hasta soñábamos con tus pasos silenciosos y felinos; nos pegabas sin rabia y sin preguntar, conocías nuestros refugios. Recibías la autorización, como buen verdugo, no hablabas, solo obedecías. Con el fajón enrollado en la mano te sabías de memoria los escondites, caminabas despacio, disfrutándolo, pero sin demostrarlo; no nos perseguías, solo paseabas despacio por la casa, agudizando los sentidos hasta encontrarnos. Desarrollaste esa percepción sutil de escuchar los latidos asustados del corazón donde nos escondíamos; percibías en tu piel el calor de la ansiedad y el miedo que nos inspirabas.

Supimos de tu crianza, tu orfandad, de aborrecer los estudios desde muy niño, del placer enfermizo por los juegos de mesas, apostando dinero. Del respeto que le tenías a papá y a mamá, escuchándoles los regaños con la cabeza baja, arrepentido tal vez, pero siempre reincidías. Todo eso evoco viendo tu rostro deprimente sumido en un instante. No hay rencor, tampoco odio. Me pregunto, ¿qué sucede en la memoria de un hombre sin memoria?, ¿adónde se fueron sus recuerdos?, ¿Acaso los traumas vividos son el pretexto de su desmemoria, sumergiéndolo en una paz indiferente? Vives todavía, pero te mueres en el olvido. No eres recuerdo, solo desapareces, languideces en el tiempo. Desde la distancia te digo, que no hay rencor, tampoco odio. Lástima que no puedas comprenderlo, sin embargo, juro que no le guardo rencor a nadie.

One thought on “Sin rencores

  1. Mi admirado amigo, está historia que nos cuentas hoy, me regresó por vía de la mágica memoria a los días oscuros de Barranquilla, en aquella historia de hombres guajiros repartiendo plomo entre las luchas de clanes. Hay una película Los Sopranos, que has visto. El odio es tan peligroso como el amor cuando se pierden las llaves de la puerta. Lo increíble es la desmemoria. Su magia de recuerdos se esfuma y el alma se vacía de alma. Tal vez sea la misma vida cobrando dolores idos a otros universos. Gracias, es tu pluma la que le permitió a mi cuerpo recordar la vida que llevamos.

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