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Realmente no me considero un viajero asiduo, o empedernido. Siempre he pensado que, para viajar, el placer y goce de comunicarse en otros idiomas es gratificante. He padecido la angustia de estar en el centro de conversaciones ininteligibles, como si estuviese en medio de una batalla campal sin saber qué partido tomar, o una Torre de Babel donde cada hablante se goza su lengua al encontrarse con un coterráneo inesperado, pero bien dispuesto para el acto de una comunicación de doble vía. Cuando eso sucede, recuerdo a mis viejos maestros como sabios de una tribu: “el hombre del futuro está obligado a aprender hablar dos o más idiomas”, nos decían. En mi caso, estoy en el futuro predecido, viviendo el presente que ya es instante, como lo mencionara el romano Séneca; sólo un amigo de la escuela, Marcelino, escuchó los consejos de los sabios maestros, y se encuentra actualmente con su familia en el Medio Oriente por la simple obsesión de aprender inglés, sin embargo, hay veces que se cansa – hasta de pronto se aburre, es sólo mi opinión – y de golpe le entra la nostalgia por lenguajear en el idioma que lo vio nacer. Muchas fronteras comienzan a desaparecer y el concepto de aldea global, propuesto por Mcluhan, se afianza cada día más, ahora con el uso de la tecnología. Hoy sólo hay que desmitificar las creencias que se resisten a abrir la mente a los aprendizajes bajo el slogan de: “loro viejo, no aprende a hablar”. ¿Qué tan cierto es? Sin embargo, sigo viajando.
Apenas desciendo del avión escribo cada vez que visito una ciudad, nacional o internacional, sobre detalles que atraen mi atención. Primero se cumplen los compromisos familiares; risas nerviosas y alegres; abrazos y celebraciones, aplacando el dolor de la pandemia mundial que nunca habíamos vivido; el reencuentro. Después de eso me queda el tiempo para vivir a plenitud y regocijo el ocio con dignidad, para detenerme en los detalles de la ciudad que nos acoge: Knoxville, ciudad del estado de Tennessee, Estados Unidos de América.
El primer impacto agradable de la ciudad de Knoxville es el verde intenso de su vegetación, se me antoja describirla como ciudad verde por sus grandes extensiones de bosques donde transitan libremente serpientes, venados y osos, ardillas grises y pálidas, cuervos y cardenales. Caminar un sendero de bosque en la mañana es impregnarse de olores vegetales y sonidos armoniosos e intermitentes de pájaros que saludan con sus trinos alegres el paso de los senderistas. A través de los caminos del bosque inhalamos los aromas de las flores silvestres, el oxígeno virginal que nos regala la mañana; transitar por cualquiera de los senderos a lo largo y ancho de la ciudad es una terapia que nos devuelve la serenidad y el entusiasmo por la vida; en ese andar y desandar hay un reencuentro con los ruidos perdidos de animales que creíamos extinguidos, también con el silencio, alterado de vez en cuando, por las voces de los habitantes del bosque. Las hojas caídas y la maleza cubriendo los senderos hacen que nuestros pasos resuenen y esa sensación me hace evocar a Neruda, el susurro de su voz: “Enmarañado bosque, se hunden los pies en el follaje muerto…quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta…de aquel silencio, he salido yo a andar, a cantar por el mundo”. A medida que recorro los senderos vegetales, se confirma más la hipótesis de que, Knoxville es una ciudad de bosques y silencios. La extensión de los bosques es acompañada por senderos de arena dura y seca, cubiertos de una mullida alfombra de hojarascas, que se entrecruzan hasta perderse en el misterio profundo y verde – oscuro de árboles altísimos, tupidos y estoicos, cerrando los caminos, indiferentes.
El segundo impacto tiene que ver con sus avenidas, su red vial manifiesta en puentes que emergen de los árboles y surcan los aires, ascendiendo sobre el río Tennessee que atraviesa la ciudad, tocando la tierra y moviéndose en una cadencia de suaves espirales como lo hace una bailarina de ballet. La señalización en las carreteras, pulcras y delimitadas, con letreros y semáforos que indican el tránsito de una bicicleta, el paso de los peatones o un auto. A pesar de la afluencia de automóviles en algunos puntos de la ciudad, el tráfico no se detiene, es continuo, lento y continuo.
En ese transitar por la ciudad te encuentras con una carretera, Adair, que cruza como un viento fugaz el Lynnhurst Cemetery, Knoxville, dividiéndolo en dos. Se observa el mismo concepto de ciudad verde dentro de la ciudad de los que duermen el sueño eterno. No es un cementerio común y corriente – a pesar de sus más de cincuenta años –. Las tumbas grisáceas emergen de la hierba verde, pero el verde es contundente, como si alentara la esperanza de un promisorio más allá. Realmente su vista evidencia una estética de ciudad silenciosa y tranquila. Difuntos en su soledad disfrutan el silencio, sin hacer caso omiso al ruido lejano de un auto veloz; matrimonios que decidieron que la muerte no los separaría jamás mantienen un diálogo eterno, que a veces el viento suave de la primavera impide escuchar. Los extensos prados del cementerio y los senderos que se entrecruzan son una invitación a los difuntos a caminar, a hacer deporte, a jugar tenis, incluso a salirse de las tumbas e irse de picnic. The feeling that this place gives suggest that dying is not tragic, me dice un nativo de la ciudad que se ofreció a acompañarme.Creo que tiene razón, el lugar es tan tranquilo que uno siente que la muerte no resultaría tan trágica. Sin embargo, me detengo, trato de escuchar las conversaciones que nos trae el silencio de la tarde – sin importar si los murmullos son en inglés – cuando el viento no se escucha; el nativo mira extrañado mi locura, pero mi espíritu rulfiano se afina – no alucina –, discriminando suaves voces anglosajonas, como en Pedro Paramo, buscándose para una tertulia cotidiana, o para sentar una voz de protesta por la invasión de la intimidad eterna que hacemos con nuestros pasos.
El aroma del viento primaveral naufraga en el olor de la madera. En la sala principal está la chimenea, lugar especial para conversar con el invierno en navidad. Se me antoja reconocer que esta casa es un poema, donde se respira paz y es imposible que alguna vez la tranquilidad se pudiera profanar.
En Knoxville, sus habitantes siempre andan interactuando con la naturaleza, desde por la mañana niños y adultos salen a la escuela y el trabajo, hasta por la tarde que regresan a sus hogares. En ese viaje de ida y vuelta, las vías principales y las carreteras son acompañadas por calles de honor, a lado y lado, que hacen los árboles gigantescos. Muchas casas están insertas en medio de bosques frondosos, de parques inmensos, de zonas de esparcimiento que justifican el descanso del domingo. No hay cercados de madera, tampoco paredes que oculten la estética de los hogares en medio del césped. También se encuentran apartamentos en conjuntos residenciales sin alambrados, cercados, con varias entradas y salidas, rodeados de pinos y un tipo de roble altísimo y frondoso. En algunas zonas, arroyos y riachuelos dejan sentir su melodía con la brisa que mueve los árboles en una perfecta armonía de paz y tranquilidad. Casas y apartamentos, en sus respectivos entornos, gozan de la amplitud de espacios de esparcimiento para barbecue familiar, pesca, parques infantiles y senderos para caminar y correr.
Estuve de visita en una de esas casas que tanto admiran los viajeros – turistas; casas a lo largo de la ciudad, alejadas unos cincuenta metros de la carretera, o edificadas sobre pequeñas colinas, asomando su timidez en medio de los árboles que las circundan por instantes, de acuerdo a la brisa que los mueve. Sí, he visitado una de esas casas sobre uno de esos pequeños cerros y el auto ha subido por una carretera circular en forma de caracol, que asciende hasta llegar a ella, en la cima. La casa emerge de lo profundo del bosque; sale a la luz pública, pero hay una coraza vegetal, verde, que la respalda y contrasta con su color beige. La casa tiene dos pisos, con amplios ventanales en su frente y alrededor. Para entrar en ella hay que abrir una reja de hierro, que separa la casa del parqueadero. Pasada la reja, un pequeño jardín con sus flores abiertas en esplendor, continúa celebrando la primavera que ya casi termina; me provoca tocar la textura de los pétalos rojos de las flores, también la superficie de las variadas hojas, sus nervaduras que hablan por sí solas. Frente a la puerta de entrada hay un cerro montañoso por el que se sube a través de una escalera en forma de sendero, cuyo camino se adentra en la vegetación a medida que se asciende. Afuera, todavía en el frente, se encuentra una zona de barbecue, y una pequeña terraza al aire libre. Al entrar a la casa, lo primero que se encuentra es una sala de espera, acogedora, usada para conversar, tomar café, o comer galletas. Desde que se entra en la antesala, hay un olor penetrante a madera restaurada, esparciéndose por toda la casa, sus habitaciones y su biblioteca, junto a una mesa de billar, sobre todo cuando se quiere descansar de la lectura; el aroma sube por las escaleras, acompañando al visitante como un ángel invisible, que solo puede respirarse. La casa en su interior está construida toda en madera, sus pisos, escaleras, estantes, algunas figuras que soportan el techo. Los pasos resuenan sobre el piso de madera, el sonido característico de caminar es diferente a cuando se asciende por las escaleras, que no crujen, sin embargo, hay un eco que se deja sentir al subirlas. El aroma del viento primaveral naufraga en el olor de la madera. En la sala principal está la chimenea, lugar especial para conversar con el invierno en navidad. Se me antoja reconocer que esta casa es un poema, donde se respira paz y es imposible que alguna vez la tranquilidad se pudiera profanar. Detrás de ese cúmulo de sensaciones, se me viene de golpe a la memoria, como colombiano que soy, ese poema del poeta Herazo, que evoco:
“Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras, voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros su ceniza dorada.
Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena”.
Maravillosa casa que recuerda, además, la del poeta Neruda en Isla Negra y su afirmación: “he construido mi casa como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche”. Sí, la casa en sí misma es un poema que alberga una historia, una tradición, unos aromas; es una casa que vale la pena vivirla, de jugar en ella, de vivir sin la tecnología; vivirla absorto en el silencio de la montaña, bajo la mirada austera de Bryan, el perro que no ha dejado de observarnos y seguirnos con sus pasos de gato sigiloso, inaudible, desde que llegamos. De despertar con el canto de los pájaros una mañana y abrir las ventanas de par en par de la habitación principal para recibir y respirar el olor alegre de la primavera; o sentir los rayos del sol en verano que se cuelan por entre las hojas de los árboles gigantescos; o ver caer las hojas de los árboles en otoño y observar su falta de pudor de vegetación desnuda e indiferente; por último, contemplar la frialdad del invierno como manifestación de un tipo de belleza especial desde el hogar maravilloso e íntimo.
Pero el lugar más encantador de la casa estaba al fondo, en el primer piso. Austeros estantes, pulidos y brillantes, acogen las obras de grandes autores. The count of Monte Cristo, de Dumas; Les miserables, de Víctor Hugo; Around the world in eighty days, de Verne; the time machine, de Wells; the adventures of Sherlock Holmes, de A. Conan Doyle; War and Peace, de Tolstoy; la obra completa de Thousand nights and a night; la Collected fictions, Jorge Luis Borges, por Andrew Hurley; Myths and legends of China; Myths and legends of Ancient Egypt; Celtic myths and legends; The art of war, de Sun Tzu; The last of the Mohicans, de James Fenimore Cooper; The war of the world, de Wells; Moby Dick, de Melville; The jungle book, de Kipling; the strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Stevenson y Grimms Complete fairy Tales. Fueron algunas obras que alcancé a ver con sus letras doradas, de empastes duros, de colores. Sobre sus lomos, los títulos, dispuestos en los estantes, provocando el interés de los lectores; callados, esperando ser tomados, formando una fila y sentir sobre sus hombros el deseo de una mano ávida y ansiosa de abrirlos.
La dueña de casa es una mujer encantadora, amable y dispuesta a atender a los visitantes que la solicitan. Es doctora en ciencias de una universidad prestigiosa aquí en Knoxville. Sus lecturas entremezcladas a lo largo de su vida le dan un toque de mujer sabia, con una visión del mundo desde la ciencia, pero también fortalecida desde una perspectiva humanística por las humanidades y las artes; hay en su voz, en su mirada, en su conversación amena, una sensibilidad especial construida a través de largas lecturas y una visión poética del mundo, que la muestra como una mujer amante de la vida. Su vida transcurre entre el rigor de la academia y la vivencia lúdica y espontanea de su casa: libros de ciencia y literatura; un gimnasio en una pequeña sala en el segundo piso; una mesa de billar donde conjuga la precisión matemática de la ciencia y el arte de jugar sola, estableciendo un sinfín de conjeturas; un taller de modistería le permite reflexionar y comprender el cuerpo en este siglo XXI, desde la biología y la matemática; los diálogos interminables con su perro Bryan, que a diario la observa tomar su café matinal mientras recrea su vista en la espesura vegetal. Al escuchar mi nervioso inglés, decide conversar en español comprensivamente, hablándome de su estadía en España, y entonces brotan de sus labios nombres de poetas como Machado, Hernández, García Lorca, Rubén Darío, César vallejo.
Nos despedimos de Nina, maestra anfitriona, alegre y contenta en su soledad. Sentimos la gracia de su mirada, también la gratitud de Bryan, que nunca había escuchado tanta locuacidad en la silenciosa casa de su protectora. El suave viento de la montaña, nos trae la alegría de unas notas de piano, Moonlight Sonata, de Beethoven. Las escuchamos en el silencio del bosque y coincidimos con su perro – ya en el auto, antes de partir –: solo imaginamos a la mujer frente al piano, agradeciendo la visita y expresando su estado de ánimo alegre.
Sus palabras me recuerdan la emoción de la aventura, lo desconocido y el nerviosismo de lo inesperado al llegar Knoxville, aunque pienso que poco a poco se ha estado cegando por la rutina; rutina que no ha permitido que respire ese oxígeno virginal. Aparte de que sus palabras me sumergen en un desconocido Knoxville, me cuestiono una y otra vez ¿Será que aún no he llegado a Knoxville?
Excelente artículo, espero palpar otoño o invierno y no precisamente a través de palabras.