Juegos de la memoria

Wensel Valegas

Mi nombre es Nadie, y Nadie me llaman

 mi madre, mi padre y mis compañeros todos.

ULISES.

Me veo frente al espejo y me pregunto, ¿quién soy? Nada. La mirada del otro es la misma mirada mía. Indago en silencio, mirándome en la mirada del otro. En la inmensidad del cuarto estoy solo, viéndome y sintiendo como el tiempo pasa. No encuentro respuestas a mis interrogantes, me siento desvalido y con la memoria vacía, no hay forma de evocar un tiempo que no recuerdo, es difícil retroceder a los tiempos de la memoria cuando el obstáculo que lo impide es una zona oscura, sin ningún tipo de transparencia. Estoy condenado al anonimato, he despertado esta mañana y nadie me ha dejado un mensaje en la recepción. He bajado al primer piso, pero antes he visto el número de mi cuarto, 311. Lo he repetido muchas veces mientras bajo por las escaleras. No es un hotel, tampoco un motel de paso, ni una residencia donde se refugian los amantes. Es un vecindario de edificios altos, los que no puedo comparar con otra ciudad porque nada recuerdo; tampoco sé cómo se llama. El conserje me ha saludado con un “buenos días”, señor, sin embargo, no me atrevo a preguntarle por mi nombre, ¿qué pensaría?

No es un sueño lo que vivo, sin embargo, soy un extranjero en esta triste realidad; a nadie conozco, ando desapercibido, como ser anónimo que quiere ser alguien, empecinado en buscar los tiempos de la memoria, que se me vuelve esquiva y se burla con la ironía omnipotente de un dios que todo lo ve y se deleita.

Las avenidas son largas y anchas, pero camino por la acera, evitando el tráfico. Los autos corren veloces y se detienen con el rojo rítmico de los semáforos. Observo los almacenes y negocios a lado y lado de la avenida. Igual que el número de mi cuarto he memorizado la dirección de la serviteca de la esquina, al lado el edificio donde vivo. La gente camina rápido porque sabe adónde va, pero yo camino despacio buscando el nombre de la ciudad, incluso, intento pasar desapercibido como un turista regodeándose con el paisaje urbano. La avenida está cercada por edificios altísimos impidiendo que los rayos del sol toquen el suelo.

Quisiera traer un recuerdo a mi memoria nueva, uno de esos recuerdos considerado el más feliz de mi vida. Quizás no lo sé todavía, pero será difícil de encontrar. Anhelo entonces la locura del silencio, en aquel tiempo en que no había nacido.

He buscado en mi habitación el nombre que debo tener y mi cartera no aparece, sólo me pregunto, ¿la habré perdido? He revisado el escritorio que se encuentra en la salita y da la impresión que alguien lo ha limpiado, ningún papel me dice quién soy, qué hago. Lo cierto es que vivo solo, en los closets solo hay ropa de hombre, ¿acaso soy divorciado, o nunca me he casado? Tampoco acostumbro a llevar mujeres a mi apartamento, no hay rastros de labial, algún panty descuidado, o un par de zapatillas de baño de mujer. Estoy casi seguro que soy un hombre soltero.

Me siento como un campo de batalla, donde luchan por asomarse las voces de mi memoria con la memoria nueva, desmemoriada e indiferente, llena de preguntas inocentes.

Tampoco poseo celular a pesar que veo a mucha gente con la cabeza gacha caminando por la avenida, tropezando, cayéndose. Seguro que soy un forastero en esta ciudad, no tengo a quién llamar, y lo más triste, nadie me llama a la recepción. Se lo he preguntado al conserje dos veces en este día, ¿alguien me ha llamado?, nadie señor, me contesta, sin decirme el nombre. Tampoco he podido manipular la computadora, cuando lo intenté me pide una clave que debo tener, pero no recuerdo. Eso me da cierta impotencia, sobre todo que no tengo a quién acudir. ¿Qué hizo que perdiera la memoria, o más bien los recuerdos? Seguro que debo ser hermano de alguien, tener sobrino, algún familiar cercano que sabe donde resido, quizás un amigo de esos fiesteros aparecerá un viernes cultural, pero todavía falta, porque hoy es lunes.

Por ahora me doy un nombre, me llamo Nadie, con mayúscula; y así me conocen los míos, esos que viven escondidos en mi antigua memoria, a los que tanto deseo abrazar. Ese nombre que no conozco lo equiparo con Nadie, ya eso es suficiente.

Me he quedado en el lobby de la recepción aparentando leer un libro de Richard Sennett, Carne y piedra. A medida que leo me considero solo un cuerpo que explora la ciudad, sin nombre, totalmente anónimo. De vez en cuando levanto la vista del libro para ver quién entra y quién sale; para que el que entra me vea y el que salga también. Pasan las horas y nadie me reconoce, escruto con la mirada los rostros con nombres que entran sonrientes y los que se marchan despidiéndose. Claro que, si me ven, pero nadie se detiene. ¿Acaso estoy recién mudado en la ciudad, o soy nuevo en ese centro residencial? Si soy nuevo no debo esperar saludos, quizás una leve sonrisa obligada.

He escogido llamarme Nadie y soy parte de una estirpe. Mi antigua memoria se niega a traerme mis recuerdos: es como si me insultara, no eres hijo, tampoco padre, no eres hermano ni vecino. Todo me lo niega. “Confórmate con el olvido, eso es lo que eres”, parece decirme.

Siento que no estoy viviendo una vida real, pero qué ha sido de mi vida real. ¿Dónde se encuentra la gente de mis afectos, familia, compañeros de trabajo, vecinos, una amante quizás? En qué trabajo, cuál es mi profesión; cuáles son los lugares más asiduos que frecuento. Alguien sabe que vivo en este edificio y es fácil dejar un mensaje, o dejar una nota en recepción; alguien al que le debo dinero me dejaría un recordatorio, “sí, claro, el del 311, tranquilo yo le doy su recado”, le diría el conserje. “¡Ah, el recién mudado!, no se preocupe, recuérdeme el nombre”, complementaría el conserje. Claro, eso es, soy el nuevo arrendatario del 311, sin nombre todavía.

¿Quieres saber cómo me siento? Toma una foto, una selfi, quizás. Verás el vacío que ha dejado una imagen ausente, un hueco. Soy yo, viéndome sin nombre y sin rostro. Así me siento, siendo Nadie.

Aunque intranquilo, me siento bien conmigo mismo, sin importar lo desmemoriado que esté. ¿Acaso los recuerdos volverán o seguirán escondidos?, me pregunto. Mirando el techo blanco de la habitación pienso que mi mente también se ha blanqueado. Esta tarde he cocinado, no me ha sido tan difícil, en la nevera había abundante comida. Hice pollo, ensalada y papas cocidas. Comí. Sigo mirando el techo blanco y pienso que hay comida para rato; en uno de los cajones encontré dinero, eso servirá, mientras la memoria vuelve con los recuerdos para decirme quién soy. En el noticiero de la noche, una doctora afirmó que el estrés puede ocasionar una leve perdida de la memoria. ¿Acaso la memoria me oculta una vida estresada? No lo creo. Me veo tranquilo en el espejo, diciéndome que soy el mismo, aunque sin recordar cómo era mi vida anterior. Estoy casi seguro que no ha sido estrés, tampoco he tenido accidentes. Sólo me quedan preguntas, ¿por qué la memoria se resiste a volver? No puedo vivir sin un nombre, no estoy acostumbrado – eso lo presiento – a vivir en plena soledad. Tengo la esperanza, sin embargo, que mañana, al despertar, la memoria me devolverá los recuerdos y con ellos mi familia, amigos y vecinos. Buenas noches.

Trato de ser optimista en el sueño venidero, evitar la incertidumbre y los miedos; la esperanza es una muestra que me permite sobrellevar los días difíciles.

One thought on “Juegos de la memoria

  1. Sin los recuerdos no somos nadie, solo somos un cuerpo que bebe agua. Eso sí, somos memoria, ruta existencial, tiene vericuetos y lugares oscuros, pero finalmente frente al espejo no somos aire, nadie. Leyendo este texto, que oculta el horror de la situación de Nadie, recuerdo la vida de un amigo después del Alzheimer, o a mi madre con sus pedacitos de recuerdos del pasado. Es aterrador a pesar de la escritura descriptiva y casi pasiva del texto. Evocador de afectos es esta historia de olvido. ¿No es lo mismo no recordar que el olvido?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *