Antes de que vinieras a este mundo… ,
la isla estaba repleta de cosas que han
desaparecido paulatinamente y que
ya no se encuentran entre nosotros
Yoko Ogawa. La policía de la memoria.
Es la memoria la que sustenta la vida, dándole un sentido de tragedia o de felicidad en el presente a las personas. Sin el sustento de la memoria el mundo se volvería irreconocible, no tendría sentido transitar por el presente y construir esperanzas en un futuro inmediato. Aunque somos seres andariegos jamás podemos desterrar el pasado. En Macondo, la peste del insomnio deja como consecuencia la desmemoria de un pueblo, la vida sin sentido y con muchos interrogantes sin respuestas, respondidos solo con la estratagema Melquiades dándole de beber una infusión a José Arcadio Buendía, para que se hiciera la luz del entendimiento. Yoko Ogawa, en La policía de la Memoria, se pregunta a través del narrador: ¿qué fue lo que desapareció de nuestra isla en primer lugar? De ahí en adelante, los objetos, animales y personas, desaparecen hasta llevarlos al olvido.
A veces da la impresión que estos asuntos de la pérdida de la memoria no son más que vaticinios de profetas, futurólogos y chamanes. Sin que la gente se dé cuenta, o tenga la mínima percepción vivimos desapariciones subrepticias como una manera de burlarse de la gente. En los últimos tiempos, he dedicado a rescatar aquellos objetos, sucesos u objetos que un día fueron memoria; de eso sólo quedan la oralidad, recortes de prensa y fotografías en blanco y negro. Siempre anduve con mi cámara fotográfica y mi libreta de notas, captando imágenes de recuerdos y escribiendo sobre lo cotidiano que acontece en la ciudad. Te vas a volver loco, me decían mientras tomaba notas y fotos en una fiesta, en la madrugada; a través de los buses, inclusive.
La American Bar fue un icono de gran relevancia cuando Soledad contaba con treinta calles y treinta y seis carreras, el casco viejo, como se le llamaba antes que aparecieran los barrios Hipódromo, Salamanca y otras urbanizaciones más. Allí en la carrera diecinueve con la calle dieciocho, comúnmente llamada diecisiete, estaba la American Bar, esquina de encuentro, de llegadas y partidas; era la estación de la espera, de señales furtivas, guiños de ojos y sonrisas de asentimientos. Se llegaba a este estadero con el pretexto de una cerveza o gaseosa que aplacara el calor, o a jugar un “chico” de billar con un amigo, o un desconocido. Era el punto de llegada para que un transeúnte de otros lares indagara con el barman sobre una dirección o un apellido de esos tan comunes. Por las noches, la falta de televisión, hacía salir a los parroquianos de su casa a la American Bar para esparcir las fatigas y el cansancio del día, y observar a los jugadores de billar y buchacara hacer gala de sus destrezas técnicas, de su elasticidad muscular, de su concentración y precisión.
Un día, pudo más la racionalidad económica que el esparcimiento; la American Bar, desapareció. Fue arrasada por el “progreso”, hoy solo comparto el álbum con los hijos y los nietos, contándoles que detrás de cada imagen hay una historia que se cuenta y muchas que todavía no han sido contadas. Explicarles las imágenes es una forma enriquecer la memoria, de conocer la historia que va rumbo al olvido. En la actualidad, la American Bar, vive sólo en el imaginario de los que la vieron, de los que se la gozaron.
También les muestro las fotos del río turbulento de la infancia, de su anchura, de las aguas crecientes llegando en noviembre hasta finales de enero; de las lanchas con sus gentes diciendo adiós con las manos y perdiéndose río abajo, contra la corriente. Les asombró la cantidad de ahogados que hubo, no porque no supieran nadar, sino por confianzudos, decían los familiares y amigos en ese tiempo. Años después viendo el Sena, evoqué al río de mi infancia, ese brazo rebelde del Magdalena, caudaloso, de fuertes corrientes. Hoy ese río agoniza en medio de la indiferencia, golpeado por el problema ambiental. Sólo la memoria de los viejos campesinos evoca sus andanzas sobre el río, o hiendo a pie hasta la Isla de Cabica, pero siempre bordeando el río. Ante ese río francés, deslizándose por debajo de la torre Eiffel, sentí orgullo y nostalgia; una cosa es contarla y otra haber vivido: mi río de la infancia fue superior, nadie jamás pudo ver su talento y su progreso.
Por las noches, la falta de televisión, hacía salir a los parroquianos de su casa a la American Bar para esparcir las fatigas y el cansancio del día, y observar a los jugadores de billar y buchacara hacer gala de sus destrezas técnicas, de su elasticidad muscular, de su concentración y precisión. Un día, pudo más la racionalidad económica que el esparcimiento; la American Bar, desapareció.
¿Dónde jugábamos en ese tiempo?, me preguntan. Les cuento, jugábamos en las calles polvorientas, llenas de tierra. Caminábamos hacia las canchas de fútbol: España, bajo el liderazgo del Bácharo; el Club de Amigos y Marañón, cancha pequeña donde se disputaban torneos infantiles. Todas desaparecidas. Todavía hoy se cuentan anécdotas de los partidos, campeonatos y jugadores profesionales. Existían unos escenarios alternos: las Canchas de bola de trapo del barrio Cabrera, la Emisora, allá donde comienza el barrio Cachimbero, la María; de vez en cuando la plaza principal, ahí, junto al bachillerato masculino, fue usurpada para jugar por las tardes y las noches, sobre todo en época de vacaciones. Y mientras les hablo, observamos las fotos en blanco y negro de los peladeros de fútbol que tantas emociones le dieron a este deporte. Mis nietos miran el lugar donde estuvieron los escenarios y ven un conglomerado de viviendas, entidades gubernamentales y un supermercado. La memoria de ellos da un salto en el tiempo y se acostumbran a este paisaje que contradice lo contado y la muestra a través de fotos y recortes de periódicos. Nunca nadie protestó por estas lentas desapariciones, de las cuales fuimos cómplice, aunque la nostalgia continua viva.
El Pradito, allá donde se encontraban las Escuela Santander, Luis R. Caparroso y Escuela #5, era un patio extenso en ancho y largo, donde los estudiantes disfrutábamos las tardes deportivas de los miércoles; la misa matinal sabatina bajo frondosos palos de mango. Hoy el espacio, como una categoría existencial para favorecer el recreo y el esparcimiento, dio paso a la creación de más aulas, restringiendo las zonas de juego y recreación. Creo que maestros, directivos, padres de familia, desconocen la historia porque hay una ausencia de memoria y nostalgia colectiva.
Por otra parte, hubo un momento en la cultura local del municipio, que nos gozábamos las madrugadas después de una fiesta familiar. Era frecuente encontrarnos grupos de “rumberos trasnochados” a lo largo de calles y carreras, los fines de semana, todos con un destino final: comer pasteles, bistec, pescado frito y sopas de pescado. Durante años fue costumbre las romerías alegres e ingenuas, sin una pizca de vandalismo, sólo jóvenes cantando y gritando su entusiasmo. Las madrugadas fueron irrespetadas por la violencia y delincuencia. Hoy las madrugadas son parte del anecdotario, cuando le preguntan a uno: ¿cómo eran las madrugadas en tu época de joven? Todavía nadie cree que un borracho dormido en la apacible madrugada despertara con su billetera y sus papeles en regla.
Si hay algo que nos acelera el corazón y permite evocar viejas nostalgias es el aroma de la lluvia olvidado, pero vivo en la memoria. Ese olor a tierra mojada después de un fuerte aguacero invitaba a caminar, a jugar los juegos tradicionales como el trompo, la peregrina, la bola de uñita; en mi caso disfrute cada juego, pero muchas emociones se movilizan actualmente cuando recuerdo el olor de la lluvia cayendo sobre la tierra, aplacando su color. Era frecuente y común andar cazando pájaros, bañarse en el río y rondar por el potrero de Pepe. Ese olor a moñinga de vaca, mezclado con sus mugidos en los corrales, era el mismo que dejaba la vacada a su paso por las calles arenosas, animadas por los vaqueros. Era una delicia para los niños ver a los semovientes azuzados por los gritos y cantos de los jinetes. Hoy día las calles pavimentadas, mojadas por la lluvia, dejan una sensación fría e indiferente. Las calles de piedra dura, los extinguidos vaqueros, también desaparecieron llevándose su olor a campo, a leche recién ordeñada.
Las voces lastimeras de Lorencito Púa con su requinto de cuerdas, cantándole al amor en medio de sus borracheras, al amor de su vida. El disfraz de Maximiliano, el zapatero, en carnavales pidiendo un lápiz con su llanto lastimoso: “dame el lápiz, el lápiz es mío”, y así recogía los lápices de todo el año para sus hijos. La Llorona que salía en el arroyo de Catalina, llorando y presintiendo que su mito tenía los días contados en el olvido. Los pasos contados por la vieja Sara en su tránsito por la calle, de extremo a extremo, rezando el rosario y contando con los dedos las cuentas en una habilidad aprendida después de quedarse ciega. La fuerza descomunal de Diomedes, el hombre que nunca habló en el barrio, pero que siempre estuvo presto para lucirse con el idioma de los músculos a puñetazos limpios, resistente al ron y las cervezas, habilidoso para conducir una canoa sin cansarse y sin una sola protesta en sus mudos labios. Todavía me pregunto si alguien recuerda qué fue de aquel perro que cantaba y lloraba en el estadero El Senado, frente al teatro Colón, cuando escuchaba la música de traganiquel. A todos se los llevo el olvido, nadie los recuerda, muchos no supieron de sus existencias, tampoco se les echa de menos. Lo más triste es que la vida transcurre, sin que nadie se inmute, sin sentirse afectado. Sólo hay que concebirlo como un desajuste al que la gente se ha ido acostumbrando. También es triste la pérdida de los recuerdos, muchos ya no se acuerdan de los objetos, sucesos y personas que hicieron parte de la vida misma. Elaborar un museo de los recuerdos no es fácil, tampoco ha sido la pretensión de esta reflexión, pero hay tantas cosas olvidadas. Lo triste es que ante tantos desmemoriados, haya uno sólo que recuerde, que no olvide. Mientras tanto, ¿Qué haré con tantos recuerdos?