1.
Con su mochila terciada al hombro y sombrero vueltiao, el hombre se paseaba por la zona de votación ubicada en la plaza principal del pueblo, siempre que llegaban los comicios. Se volvió costumbre verlo en época electoral y, especialmente el día de las votaciones. Los jurados de votación lo conocían y dejaban husmear entre los votantes, detrás de los cubículos al momento de depositar el voto en la urna correspondiente. Era el prestamista del pueblo y nadie osaba enfrentarlo, o llamarle la atención con respeto, por eso se mostraban condescendientes porque “uno nunca sabe cuándo cae en desgracia y este man, el de la mochila, te puede sacar de apuros”, era la expresión popular viajando de boca en boca, sugiriendo, aconsejando. El tipo con su gracia se paseaba, exhibiendo su mochila hinchada de billetes sin ningún pudor. Era admirado por los que habían escuchado sobre él; estimado por los que habían sorteado dificultades, aunque los intereses fueron muy altos, “es usura, pero más vale el favor que me hizo”, decían los aludidos; y temido por los que veían en sus ojos el extraño y misterioso goce del agiotista que disfrutaba con sadismo y codicia del dolor ajeno, persignándose con un murmullo de oración para no caer bajo semejante desgracia. “Dios me libre”, lo decían, enviando una plegaria con la mirada apuntando al universo.
Pero la ambición cegó al hombre de la mochila, que no dudó en cobrar un porcentaje de dinero a un político del pueblo al prestarse para ser mediador en la compra votos, escudado en su rol de prestamista. Las autoridades lo sorprendieron liderando una fila de gente que se detenían en las mesas de votación correspondiente y el mochilero, en que se había convertido el hombre de la mochila, iba a la vanguardia como el flautista de Hamelín, encantando con su flauta a los niños liliputienses, viendo las marcas que hacían en el tarjetón y como, este entraba en la urna. Después de semejante fisgoneo que profanaba el secreto del voto fue sorprendido por las autoridades devolviendo cedulas y entregando dinero de acuerdo a lo pactado con el votante. En los últimos comicios, el hombre de la mochila no estuvo, brillo por su ausencia. La gente lo echó de menos en toda la plaza, especialmente la policía que se beneficiaba de los préstamos sin intereses, pero que jamás le perdonaron que hubiera cambiado de negocio, además, en este país están impedidos de ejercer el derecho a votar.
2.
Allí estaba el bus en la esquina del barrio. Ese domingo por la mañana, la gente se puso su mejor ropa y se acicalaba para ejercer su derecho al voto. Subían al bus y entregaban la cedula, que era devuelta con un papelillo que contenía el número de la mesa; además, para un último repaso se entregaban folletos de publicidad de los candidatos a alcaldía, asamblea y gobernación. Sólo se conocía el candidato al consejo, un muchacho joven que con esfuerzo estudió la carrera de derecho, lo habían visto crecer en el barrio y sabían de su nobleza y buena educación a pesar de origen humilde. Los demás candidatos eran desconocidos, de vez en cuando se escuchaban sus nombres por la radio y otras veces se les veía por televisión acusados de corrupción, de haber dejado inconclusas obras en los municipios y burlarse de la ingenuidad de los campesinos. Hablaba de educación el candidato a la Alcaldía, pero cuando en el pasado estuvo en esa misma posición no creó una biblioteca en cada localidad, o barrio, incluso propuso que en su nuevo gobierno las tareas serían abolidas y si un niño no quería asistir a la escuela, eso no importaba, los maestros irían a la casa del niño con el propósito que recibiera las clases a través de un programa que él iba a crear, el homeschool. Sólo conocíamos a Jairo, el candidato al consejo, y sabíamos de su empuje, su carácter, sus virtudes. “Puede ser que no nos dañen a este pelao, tampoco entendemos el porqué de estas alianzas”, decía el viejo Emilio, un pensionado cascarrabias, pero muy respetado, que intercedió ante la gente del barrio para votar por el candidato, “por Jairo, un joven sin vicio, estudioso y con virtudes”.
Todos esos pensamientos se cruzaron por la mente de la gente del barrio mientras el bus rodaba a saltos por las calles llenas de baches. Adelante, como un capitán de barco, iba Jairo, de pie; sentados en las bancas de atrás, estábamos los primeros cuarenta de votos, con la esperanza de no ser parte de una farsa. Jairo nos miraba y sonreía con la inocencia que brota de la ingenuidad. El calor de octubre humedecía el papelillo con el número de la mesa de votación, “apréndanlo de memoria antes que se borre, yo lo hice ya”, dijo una voz de mujer; las manos entumecidas apretaban las cedulas y con ello el imaginario optimista del cambio. Nuevamente, el viejo Emilio, desde su monologo interior y sabiendo su corresponsabilidad con Jairo y la comunidad, cerró los ojos y con un leve suspiro atinó a pensar con cuidado: “El hombre nace bueno, pero la sociedad lo corrompe, ay, Rousseau, ojalá te equivoques esta vez. El viejo Emilio observaba a Jairo que lo observaba a su vez, como tratando de indagar en sus pensamientos. Pensaba sin quitarle la vista a Jairo, casi transmitiéndole: “Hijo, en ti confío, pero en tus malas compañías no”. El bus se detuvo en el centro de la plaza y todos bajamos siguiendo a Jairo, que sudaba con nerviosismo. Antes de entrar a la zona de votación la gente nos hace una calle de honor, de vez en cuando algún osado ofrece comprarnos el voto. Sin hacer caso omiso, apretamos la cedula y también el paso, siguiendo a Jairo que va adelante, nos aferramos a él como la última esperanza que nos queda en el barrio. No hay duda, todos pensamos que Jairo es la esperanza.
3.
Desde muy niño lo educaron para mandar, otros decían, para gobernar. Mientras la mayoría estudiábamos en colegios públicos de Soledad, él, Francisco, estudiaba en los mejores colegios de Barranquilla, donde diariamente lo llevaba el carro de sus padres, ida y vuelta. El resto, los demás, éramos los pobrecitos, los sin futuro, los pelaos groseros y repelentes, teníamos que caminar hasta el colegio más cercano, casi unos tres kilómetros diarios, ida y vuelta. En las mañanas lo veíamos pasar en carro con aire acondicionado; el, desde el carro, nos observaba a través de los vidrios y sonreía, burlándose de nosotros, los corronchos, los pelaos mala gente, de los que su papá y su mamá lo inducían a pensar, diciéndole, “no te juntes con esos negritos, ellos no tienen futuro”. Eso no lo sabíamos, bueno, más bien lo supimos después.
Pero Francisco no se bajaba de sus ínfulas, concluyendo años después que nunca tuvo la virtud de la humildad. Nos veía jugar en la calle y desde la ventana gritaba que era mejor que todos. Sonreíamos al escucharlo. Varias veces llegó a la calle con su ropita deportiva de marca, pidiendo chance en los partidos de bola de trapo: “aquí no jugamos con cagaleches”, le decíamos a manera de desquite. Pero él insistía día tras día, semana tras semana, hasta que un día llegó con un balón de fútbol sala, burlándose de las bolas de trapo, o de gomas. Acostumbrado a mandar nos chantajeó: “vamos a jugar con mi balón, pero yo juego”, nos dijo, con la emoción en su carita rosada, acostumbrada al aire acondicionado. El deseo de jugar con ese balón nuevecito nos venció el orgullo. Así pasaron varios meses, pero siempre con la condición que si traía balón jugaba, sino no podía jugar. Aceptó. Durante seis meses el sol quemó su piel, las piernas se le llenaron de moretones de tanta patada y brusquedad y la falta de malicia en el juego lo dejaba mal parado y avergonzado. Se gastó más de tres balones, y eso que nosotros jugábamos descalzos, con la planta de los pies llenos de callos; él acostumbraba a jugar con zapatos Croydon y pro keds, y otras marcas argentinas que no conocíamos, se ufanaba de lucirlas ante nosotros. Realmente lo ridiculizamos en esa época, pero su soberbia podía más y su persistencia vanidosa le nublaba el entendimiento.
Fue en una fiesta de quinceañeros, ya estábamos en plena adolescencia, allá en el barrio la Cruz de Mayo, que Francisco se hizo invitar por nosotros, con la promesa de gastarse el ron y las cervezas, en otras palabras, nos dijo, “hoy mando yo”, y así lo hizo. En el fondo sabíamos que su amistad no era sincera y en la fiesta con la borrachera encima nos dijo que éramos unos muertos de hambre, pedigüeños, malparidos, gorreros, sucios de mierda, malos estudiantes; ese día sacó el odio de su familia y todo lo que pensaban de nosotros. En el fondo nos entristeció, haciéndonos sentir poca cosa, sin embargo, al final de la noche, ya en la madrugada, estuvimos de acuerdo y llenos de rabia en pintarle la cara con pintalabios y una de las amigas de la fiesta que lo detestaba se prestó para besarlo en el cuello, el pecho, en la espalda. Así se lo llevamos a los papás a su casa, tocamos el timbre de la puerta y le gritamos que su hijo se había emborrachado con unas putas en la Casa azul, al final del pueblo.
Desde ese día lo marcó el odio y el rencor, no se echó a morir, él no era de esos. Se fue a estudiar a Bogotá, después a Estados Unidos y, finalmente, se convirtió en político. Lo triste es que nunca olvidó y todos los amigos de esa época coincidimos en el gesto de amargura que luce su rostro en las fotos de su campaña electoral por estos días. Se resalta su inteligencia política, pero indagando con los que no conocen su historia nos relatan eventos tristes sobre su desempeño, su actuación, y sus mentiras escondidas en una personalidad que se esfuerza para explotar la confianza y la ingenuidad de la gente.
Verlo en la foto con su cara de niño bueno es reconocer lo bien que ejecuta el acto de mimicry, que oculta el drama de su mentira política, tal como lo describe Roger Caillois, en Los Juegos y los hombres, es decir, la manera como suplanta y mimetiza una bondad de la cual carece. Le ha ido bien en la política, estoy seguro, se nota. Pero es una lástima que dentro de su porte de cordero siga viviendo el lobo astuto y sagaz que no hace ruido porque ha comprendido que perro que ladra no muerde y, se vuelve odioso. Todavía, por estos días, me intriga su risa malévola en las vallas publicitarias, que ha sido un craso error del fotógrafo al dejarla pasar y no controlar el disparo de su flash; tampoco Francisco ha podido controlar a ese Mr. Hyde que lleva por dentro – un personaje de la novela de Stevenson, víctima existencial de un caso de doble personalidad –, dando la impresión que ya no sabe qué hacer con él.