Agonía

Wensel Valegas

¡Ah, eso era!

Tolstoi. Aforismos.

Fueron los días de la agonía, de vivir una lucha propia e intensa, donde él era el único combatiente frente a fantasmas que lo acosaban desde muy adentro, de navegar profundo en aguas oscuras y turbulentas como un submarino, inmerso en el silencio misterioso de un mar incierto, desde donde alcanzaba a escuchar el canto sutil de las sirenas en un coro hermoso inaudible para cualquier profano, menos para él. Bajo el éxtasis de la melodía, el hombre sonreía después de largos días de sufrimientos. Era una sonrisa nueva y desconocida emergiendo del dolor para asombro de todos. Era una sonrisa de felicidad que había llegado para quedarse, sin importar el dolor, superándolo.

Éramos cinco sus amigos, viudos todos, el último había sido él. Siempre había estado ahí, para nosotros, cuando lo necesitábamos. Jamás se nos pasó por la cabeza conformar un grupo con tales características. Fue el amigo abnegado, junto con su esposa, dándonos aliento a cada uno ante el futuro incierto de la viudez. Durante el duelo nos hablaba de la vida, nos decía que éramos simples actores, confundidos con otros en este mismo mundo, que también estaban sumidos en la ambivalencia de la tragedia y los instantes de felicidad. “La vida es demasiado efímera para gastarla en resentimientos, además, el dolor no es eterno, a continuación, viene la paz, el sosiego, la alegría”, nos dijo en medio del duelo que cada uno habíamos sobrellevado en su momento. “Solo recuerda lo feliz que has sido, suma los instantes de felicidad, observa a tu alrededor lo que has logrado y muestra tu gratitud viviendo para tu familia, tus hijos, nietos, amigos”, nos lo dijo a todos, uno a uno, en su momento, pero para nosotros fue importante viniendo de él. Sin embargo, el día que murió su esposa, nuestras palabras no lo alentaron a pesar que nunca lo dejamos solo, hasta hicimos un plan de visitas que se prolongaban con la complicidad de los enfermeros, pero su optimismo decaía, el entusiasmo se disolvió en los días siguientes y la vejez de la que se enorgullecía fue haciendo estragos en su mente, lentamente fue perdiendo la lucidez de los movimientos imaginados de las piezas sobre el tablero de ajedrez, ya que estaba acostumbrado a jugar contra nosotros teniendo en su mente un tablero, mientras los opositores nos veíamos en la necesidad de usar el tablero en físico. Todo se esfumó en su mente y sus palabras se quedaron guardadas en su interior. Nos miraba desde su angustia sin comprender las funciones de una reina, rey o alfil en nuestras manos, desconociendo, inclusive, sus nombres.

La vejez se le vino con fuerza sin darle respiro alguno, sus pasos firmes y rápidos se volvieron lentos y temblorosos, como si en algún momento fuese a perder el equilibrio y caer de bruces. En las noches estallaba en gritos que su familia no soportaba y los vecinos se asomaban a la ventana, comprensivos y expectantes. Por las mañanas nos contaban el drama nocturno del insomnio, pero las voces de la casa y la visita de los amigos lo calmaban. Su semblante deteriorado y sus ojos extraviados en una mirada errante y vaga lo fueron aislando, aun así, nosotros seguíamos aferrados a una amistad de años, dispuestos a acompañarles en la soledad en que estaba sumido, sin importar el tiempo, conscientes de nuestro fracaso como animadores ante su rol de viudo que no parecía superar. “En la clínica estará mejor, sugiero lo lleven allá”, dijo el médico de la familia a sus hijos y allegados.

Sin embargo, el día que murió su esposa, nuestras palabras no lo alentaron a pesar que nunca lo dejamos solo, hasta hicimos un plan de visitas que se prolongaban con la complicidad de los enfermeros, pero su optimismo decaía, el entusiasmo se disolvió en los días siguientes y la vejez de la que se enorgullecía fue haciendo estragos en su mente

La lluvia de agosto caía con fuerza sobre la ciudad y el agua empujada por la brisa golpeaba las ventanas chocando contra los vidrios, insistente y deslizándose sinuosa sobre la superficie cayendo hacia abajo. Del día nublado emanaba una tristeza que impactaba a nuestro ánimo y una punzante congoja nos traía el desconsuelo y la aceptación de una vida que no podíamos retener. Le mirábamos asombrado la sonrisa que ocultaba el dolor de su rostro y sin hablar nos miramos, recordando el terror en su cara los días anteriores, dramático y espantado entre las fuerzas que se resistían a la tensión entre la vida que agoniza y se resiste, y la muerte obsesiva, que persiste. Al verlo sonreír tuvimos la sensación que algo se aclaraba en su espíritu, como si expresara con comprensiva resignación en su nuevo semblante y el brillo inusitado en los ojos, que antes agonizaban: “¡Ah, eso era!”. Intrigado no nos cansábamos de mirarle. Le habíamos acompañado todos los días a sobrellevar una enfermedad desconocida, sin nombre, pero con el optimismo de ayudarle en su convalecencia, sin embargo, los médicos – era la impresión que nos daba a todos – continuaban dando palos de ciego. Auscultaban, recetaban, evaluaban, recomendaban estudios clínicos, hacían rondas cada dos horas, tomaban el pulso, observaban las pupilas; se veían fatigados por el esfuerzo y el problema sin resolver, a veces observábamos que bajaban sus brazos y en sus rostros inexpresivos y pálidos estaban las elucubraciones con la mirada puesta en el cielo raso, como si buscaran el auxilio de Dios. Aun así, no decían nada y nos mantenían en vilo con su vaguedad e incertidumbre.

Fuimos testigos de su decadencia, de la agonía escondida en su alma y manifiesta en la tormenta desesperada de sus ojos abiertos al máximo, de su insomnio creciente, de sus gritos adoloridos, de sus breves lapsus de sueño. Los días de terror habían culminado y la palidez de su rostro desapareció de sus mejillas, evidenciando la gracia de un tímido y alegre rubor. Algo sucedió en él, ¿qué sería?, nos preguntamos incrédulos. Sin saberlo y sin tener conciencia de lo sucedido los días se fueron aclarando y la esperanza que invadió nuestro espíritu era la misma del moribundo que sonreía con el misterio de sus alucinaciones, a lo inaccesible para nosotros que lo veíamos escapando de la realidad compartida hacia otros lares que sólo él sabía y vislumbraba, llevando su boleto en mano. No lo dijimos, pero su sonrisa nos inquietaba más que la sonrisa de la Mona lisa de Da Vinci. Se nos iba el amigo, feliz hacia otros predios, donde alguien seguramente lo esperaba.

Mientras el moribundo emprendía su viaje, seguimos cavilando sobre el porqué de su sonrisa y a quién le sonreía. A su lado, hablábamos en bajitos rumores para no despertarlo, sentados alrededor de su cama, sin el afán de querer movernos, como quien acude a despedir a un amigo a la estación de tren. Nos desgastamos en conjeturas, discutimos una docena de hipótesis, especulamos y recordamos su tamaño de don de gente, sin saber si nos escuchaba o no, o si éramos demasiados impertinentes. ¿Qué lo hizo sonreír?, era el interrogante problemático que nos hizo olvidar las penas hasta darle paso a la razón en un proceso de resolver el dolor, el duelo, la ausencia del viajero que ya no regresaría jamás. Al terminar las deliberaciones – recuerdo que sonreímos – ya no había una pizca de angustia y tuvimos la certeza que el misterio de la sonrisa tendría su propia explicación, y a nosotros se nos revelaría la verdad, en su momento, a la hora de partir, cuando el tren llegara por cada uno de nosotros.

En ese momento entraron los de la funeraria, dispuestos a cumplir con su labor, a restaurarlo y maquillarle el rostro para darle más seriedad a la muerte y borrar de su semblante la sonrisa misteriosa del viajero.

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