Barranquilla huele a rio, mar, agua lluvia y al agua de su caño de la ahuyama. Huele a arena mojada, brisa fresca y al humo de sus fábricas de la vía 40. Huele al sudor de su gente trabajadora, tiene el vaho guapachoso de sus danzantes en la batalla de flores. Barranquilla huele a cayena, guayaba y matarratón. Barranquilla huela a futbol, a beisbol y a carnaval. Barranquilla huele a ciudad nueva arrullada por el sol.
Olores de la infancia
Reconfortan los olores que, desde la lejana infancia, perduran en el tiempo como huella indeleble de nuestra idiosincrasia currambera.
Lo primero que se me ocurre decir es que desde mi remota niñez persiste, en el aire de la ciudad, un estimulante olor a caramelo. A bola de coco, “arrancamuelas”, fruna y pirulí. Al pegajoso almíbar de guanábana, tamarindo, melón, corozo o mango que endulzaba el “raspao” que vendía un señor cojo en la puerta de la escuela pública No 11.
Barranquilla huele al saludable perfume de la canela, pimienta de olor y clavito; sazones del delicioso arroz con leche, refresco de avena y del “plátano pícaro” que mi mamá preparaba con ganas para nuestro deleite.
Sus atardeceres están aromatizados con el excitante dulzor de las alegrías con coco y anís, la cocá de guayaba y panela, caballitos de papaya y enyucados que la palenquera pregona, de calle en calle, con la ponchera en la testa y su andar sandunguero, como ofrenda de una raza valiente y trabajadora.
Carnaval
El paisaje barranquillero para este tiempo de intensa alegría y desordenado goce se nutre del vaho salobre de la brisa marina que coquetea excitante entre los bailadores bajo la exquisitez de la grasienta fritanga, del chicharrón con pelo, sancocho de guandú o mondongo, del ron y la cerveza que no ha de faltar, totuma en mano.
Semana santa
En semana santa la barriada se embriagaba del humeante y tranquilizante incienso del viernes de pasión, en el recogido silencio del mediodía, que exorcizaba al somnoliento vecindario. El de la chispeante cera derretida de los cirios, de la iglesia parroquial en donde oficiaba de monaguillo, que titilaban en las tumultuosas ceremonias de la semana mayor.
Provocativo el estimulante vapor que brotaba de la enorme olla donde se cocinaban los “rajuñaos” en sus distintas formas de dulces: de piña, guandú, ñame y papaya. Inolvidable la pesadilla que tuvimos en casa cuando en vez de azúcar fue sal lo que colocó mi madre a la infaltable mermelada de guayaba.
Durante los días santos, además, Barranquilla hiede a pescao, a bocachico frito o en cabrito, mojarra guisá, arroz de camarón, a salpicón de bagre o lisa. Todo acompañado de su respectiva torreja de bollo e yuca.
Navidad
De la época navideña guardo todavía el exquisito aroma del pernil, del pastel bifásico (gallina y cerdo) envuelto en hoja de bijao que cocinábamos en un fogón de leña ubicado en el traspatio para la cena de Nochebuena. Ritual que congregaba a la familia, al son de las canciones de Aníbal Velásquez, Guillermo Buitrago y la Billos Caracas Boys. Mientras, los triquis traques chisporrotean y matasuegras explotaban con su entusiasta emanación a pólvora que encendía el ambiente festivo con su humará.
Imperecedero el gozoso tufillo a nuevo de los esperados aguinaldos que nos traía el niño Dios más el penetrante aroma a chocolate de los confites navideños que nunca faltaban el 25 de diciembre
¿Acaso podía existir algo con más sabrosura para un “pelao” barranquillero de los de antes que un partido de futbol, a lo largo de la arenosa calle, bajo el amparo alcahueta de un chaparrón? Y si el aguacero, además, se desparramaba entre las 4 y 6 de la tarde cuando el oliente pan fresco, recién salido del horno, saturaba el ambiente, la faena futbolera se tornaba en algo embriagante, delicioso.
Útiles escolares
La cartilla Alegría de Leer, Urbanidad de Carreño, Catecismo del padre Astete, textos de Bruño, lápices de colores y cuadernos marca Titán, que guardaba en un bolso de lona rayada, multicolor, de fabricación doméstica, en conjunto, emanaban fragancia peculiar indicativo de la escolaridad. Incitaban al cumplimiento de las tareas, a las planas por realizar.
El olor penetrante de la tinta Parker para el estilógrafo marca Esterbrook, incitaba a la escritura.
El hedor a corral, con el tufillo sui generis de la “moñinga e´ vaca” del potrero de Domingo Palma adyacente al colegio, en el barrio Nueva Granada, más fuerte al atardecer, es gratamente perdurable en mi memoria.
Día de la madre
“El clavelito rojo que llevo aquí en el pecho va pregonando amores, amores maternales”, son versos de una canción interiorana cuya nostálgica reminiscencia se confunde con la apacible esencia floral de la obligada rosa roja sobre mi vestimenta blanca, uniforme de la escuela, el segundo domingo de mayo dedicado a las madres.
Arena mojada
En esta añoranza es imprescindible el recuerdo de la arena mojada que convocaba a la muchachada de la cuadra alrededor de la bola e´ trapo ante el presentimiento de la refrescante lluvia.
¿Acaso podía existir algo con más sabrosura para un “pelao” barranquillero de los de antes que un partido de fútbol, a lo largo de la arenosa calle, bajo el amparo alcahueta de un chaparrón? Y si el aguacero, además, se desparramaba entre las 4 y 6 de la tarde cuando el oliente pan fresco, recién salido del horno, saturaba el ambiente, la faena futbolera se tornaba en algo embriagante, delicioso.
Remedios Caseros
No ha de faltar en este regreso a los olores que marcaron los primeros años de vida. Las desagradables emanaciones de remedios caseros calmantes de nuestras dolencias: la mentolatina, numotizine, mertiolate, yerbabuena, toronjil, diente de ajo, orégano y aceite de hígado de bacalao o emulsión de Scott. Los odiosos vermífugos Laxol, Laferbe y de ricino que me hicieron aborrecer el agua de panela suavizante de su mortificante sabor. A los empellones, de madrugada, tenía uno que empujarse esos menjurjes. Con la nariz apretada ¡trague, trague! Ordenaban inclementes los padres, penca en mano; dos veces al año, previo la entrada a clases.
COLOFÓN
La viva remembranza de los olores de la primera infancia nos reconcilia gratamente con el presente ante los bálsamos farmacéuticos que, ahora en la segunda infancia, pacientes, tenemos que soportar para espantar padecimientos y la decrepitud preludio de la inevitable vecindad con el más allá.
Con la indiscutible suerte de haber logrado, pasado los años, mantener el sentido del olfato integro para husmear los cibernéticos, electrónicos y contaminados efluvios de los confusos tiempos actuales. Que, no obstante, sus vicisitudes, han mandado a la porra aquella vieja, obsoleta, consigna de que “Todo tiempo pasado fue mejor”. Complacidos de estar viviendo en modo futuro.