Hola mamá, escribo esta carta porque ya no puedo con esta culpa. Quiero que sepas que me siento sola, muy sola. Soy un barco a la deriva, no tengo rumbo definido, lo que sí está claro es que la comunicación entre tú y yo es solo un silencio largo, que apenas comienza a abrirse, sobre todo ahora que estamos tan distantes. Disculpa que te diga cómo me siento sabiendo que estás decepcionada de mí; lo leo en tu mirada cuando te visito y lo percibo en tus cartas que no me canso de leer. Siempre tuve el control de todo y te diste cuenta después de lo que sucedió.
¿Recuerdas a Eduardo, ese primer novio que te conocí? Desde que me lo presentaste no dejaba de perseguirme con su mirada grosera mientras tu actitud de mujer enamorada impedía ver cualquier tipo de malicia. Recuerdo la primera vez, no con placer, que saliste un momento del comedor mientras él y yo comíamos frente a frente. Mi mirada fija en la comida y su mirada irresptuosa puesta en mí, y su pierna, por debajo de la mesa, hurgándome y abriéndome las piernas. Me levantaba corriendo a mi cuarto donde me encerraba hasta sentir que se iba. Me preguntabas por qué no has comido, sin darte cuenta del miedo que había en mis ojos. Cada vez que lo dejabas a solas conmigo, él me acosaba hasta que un maldito día entre forcejeo y forcejeo me hizo suya, violándome. Jamás le insinué nada. Tú no tenías ojos, ni inteligencia para la malicia que pudiera suscitar la relación entre un adulto y una adolescente. No me hubieras creído. Eras igual a todas las madres enamoradas cuyas hijas son violadas y siguen amando a su macho y, creo, que hasta te hacías la de la vista gorda. Por eso dejé la puerta de mi cuarto abierta aquel día que saliste y me dejaste como otras veces, a sola con él. Esa fue la única forma de convencerte de lo que nunca te había dicho, de lo que nunca habías querido ver. Te volviste una fiera al abrir la puerta y verlo echado encima de mí; lo golpeaste y sacaste a relucir una fiereza que no te conocía. Verlo arrodillado ante ti, temeroso y suplicante, me dio el valor para dispararle a la sien. Te quedaste asombrada pero enseguida reaccionaste quitándome el arma de las manos, limpiarla y colocarla en la mano derecha del muerto. Debido a las depresiones sucesivas que padecía, Eduardo se suicidó, fue el reporte de medicina legal.
Sergio fue invadiendo tu vida, tu intimidad y con ello la mía. Pero Sergio era distinto a Eduardo. Yo era la que lo perseguía con mi mirada, lo acosaba en el trabajo saliéndome de clase e ir a buscarle; una vez lo besé en la mejilla, otro día lo besé en la boca.
Pasó un tiempo, casi nueve meses. Recuerdo que te decía: “mamá, sal, diviértete, no puedes estar aquí encerrada”. Lo dije para animarte. Entonces te presentaste con Sergio, quince años más joven que tú. Al verlo evoqué la experiencia con Eduardo. Los días pasaban y nuevamente te vi perdidamente enamorada. Lo trajiste a la casa un día cualquiera, a pesar de haberte dicho que lo conocieras un poco más. Sergio fue invadiendo tu vida, tu intimidad y con ello la mía. Pero Sergio era distinto a Eduardo. Yo era la que lo perseguía con mi mirada, lo acosaba en el trabajo saliéndome de clase e ir a buscarle; una vez lo besé en la mejilla, otro día lo besé en la boca. Un día el destino tejió sus hilos y se confabuló con los tres. Tras provocarlo e insinuarme, Sergio claudicó a mis encantos una y otra vez. Bajo mi voluntad, Sergio luchaba contra el fuerte amor que sentía por ti. Me decía que lo nuestro no podía ser, que te amaba, que había encontrado en ti a la mujer de su vida. Conmigo guardaba las certezas de su amor por ti; siempre dejabas la puerta entreabierta y los veía retozando, veía su cuerpo de personal trainer, sumergido y contorsionándose en un acoplamiento perfecto. Ver todo eso me daba celos, no contra ti, sino contra él. Contigo se desbordaba en un amor loco, a mí, me ofrecía su cuerpo, pero su mirada perdida en el cielo quizás te evocaba, estoy segura de eso. Sé que trató de ser honesto contigo por eso dijo que no te amaba, pero eso fue para no comprometerme, para que no sufrieras por una hija ni que me miraras como una rival. Con eso que te decía, él daba un paso al costado para que tú y yo siguiéramos teniendo la confianza de madre e hija. Al verte llorar porque te había dicho que no te quería, insistí en hablar con él. Lo busqué en tu cuarto mientras estabas en la sala. Le dije que no podía irse, que yo también lo amaba, que no podía dejarnos a las dos que estábamos sufriendo por él. Pero él insistió en partir. Cuando me dio la espalda, le disparé a la altura del corazón. Entraste con la sorpresa en los ojos y me viste con el revolver en la mano. Sólo alcancé a decirte: “si no es tuyo, mamá, no será de nadie”. Me abrazaste mientras llamabas a la policía: “Por favor, vengan a mi apartamento en Boulevard 96, casa 6; acabó de asesinar a mi novio”.
No sé qué será de mí, ahora. Me siento sola mamá, y tú, tan lejos, tan distante.