La tierra no pertenece al hombre;
Es el hombre el que pertenece a la tierra.
Carta del cacique de Seattle.
¿Y por qué no? ¿Acaso la naturaleza no tiene también la necesidad de contar cómo se siente? ¿Qué haría usted si fuese la tierra y sintiera como ella? Estaría triste, o mostraría algún gesto de felicidad, o simplemente sería un ente, indiferente a la hecatombe que cada día está más cercana.
Sin embargo, imaginación no debe faltarnos en este planeta donde la madre tierra clama y llora por el irrespeto de los hijos, para consolarla, para que como buenos hijos le devolvamos el respeto y la esperanza. Ya el cacique de Seattle en una breve y sentida carta se asombra por el interés del Gran jefe Blanco de Washington de comprarle su territorio a cambio de una reserva para que viva su pueblo. Todo lo que nace y vive en la tierra es sagrado: el agua, los arroyos y los ríos son hermanos del hombre; cada insecto con sus zumbidos; también el ciervo, el caballo, el águila; los bosques y la savia que corre por los árboles; el sonido de la brisa, el olor del viento, el aliento del aire: hálitos compartidos por todo lo que existe sobre la tierra. La tierra con su fauna y flora conforman una simbiosis con el hombre, que no se ha respetado.
Esta bella y sensible carta fue una vez voz llena de poesía, en 1854, que hoy día se ha convertido en un lamento triste y lánguido ante la actitud depredadora de los hombres, de los gobiernos, de los países, del establishment.
Es deprimente ver cómo hombres y mujeres siguen cayendo derrotados ante la pandemia que hostiga al mundo, que aún no acaba, aunque traten de hacer caso omiso y vivir como si nada hubiese pasado. El cielo, en lo que va de este año, se entristece continuamente, dando siempre la impresión a rato que va a llover; algunos días se muestran lúgubres, con altibajos en su estado de ánimo, alternando lo gris con lo soleado. Las mañanas son frescas en la costa, muy frías en el invierno europeo, que expiró y prosigue sin darse cuenta, usufructuándole el tiempo a la primavera. El principal enemigo de la naturaleza es el hombre, cuya actitud depredadora es incansable y obsesiva persiguiendo por los mares del mundo delfines y ballenas; talando bosques brasileros, bolivianos, colombianos, peruanos y mexicanos. La explotación minera afectando los entornos, contaminando el agua, destruyendo la corteza terrestre, la fauna y la flora. Es el hombre, siempre es el hombre, a través de los estados creando reglas heterónomas de juego sin ningún consenso, rompiendo los acuerdos, burlándolos.
Qué vaina esa de socavar la tierra, de conocer a fondo su intimidad, de explotar con sevicia sus entrañas, las riquezas minerales escondidas desde el Bing – Bang, haciendo parte de la historia de su evolución. La pobreza obnubila la mente y la codicia también, por eso se escarba la tierra, se delimita, se golpea, se penetra con la complicidad de muchos, se recurre a la tecnología con el pretexto de un falso bienestar. Sin embargo, la realidad del progreso se convierte en una utopía porque continúan manifestándose las mismas desigualdades: la tierra explotada por el hombre, que a su vez es explotado por quien tiene el capital. Tanto indagar y al final sólo encuentran frustración, desolación, miseria, traición, odio, violencia y muerte.
Las lágrimas de la tierra se vislumbran en los glaciares derretidos, en la extinción de las bellas flores que alguna vez inspiraron a los poetas, en los ojos del último animal agazapado por el miedo; en la maquinaria que ausculta la tierra profunda en busca de los tesoros vendidos de antemano, sometidos al escarnio público de un progreso diluido en medio de discursos mentirosos y sin saber que, probablemente, de su mecánica remoción un nuevo virus mutará y saltará ante la ingenuidad humana que hoy mantiene en un vilo terrorífico al mundo de la aldea global.
Las lágrimas de la tierra se vislumbran en los glaciares derretidos, en la extinción de las bellas flores… en la maquinaria que ausculta la tierra profunda en busca de los tesoros vendidos de antemano, sometidos al escarnio público de un progreso diluido en medio de discursos mentirosos y sin saber que, probablemente, de su mecánica remoción un nuevo virus mutará y saltará ante la ingenuidad humana.
Estamos viviendo el final de la vida, el comienzo de la supervivencia, así lo manifestó el cacique en su carta. Afirmación basada en la evidencia de la extinción de una fauna y flora a cambio de la máquina representada en trenes y autos que contaminan el ambiente. Además, ya comenzamos a vivir la ficción y supervivencia del futuro, recreada en el cine y la televisión. La biodiversidad se degrada, el crecimiento urbano se acelera, la minería ilegal, la deforestación y los incendios forestales, el efecto invernadero, cambio climático, calentamiento global, la generación de residuos sólidos, los desastres naturales, la desertificación, contaminación del aire, desastres naturales.
Muchas voces se levantan ante la indiferencia de los que detentan el poder, a esos que consideran que todavía tenemos tierra para rato, sin pensar que ese bien colectivo que es el planeta agoniza y pierda el status de ser eterno. “La situación actual es preocupante. En el 2016 las emisiones globales de gases de efecto invernadero sumaban anualmente cerca de 52 gigatoneladas de CO2. Si no se cambia el curso actual, en el 2030 se llegará a 52-58 gigatoneladas. En este nivel habría una destrucción tremenda de la biodiversidad y una proliferación de bacterias y virus como jamás ha habido antes”, es la afirmación contundente de Leonardo Boff, estudioso y visionario de una realidad que nos obstinamos en desmentir. Por su parte, el Papa Francisco hace una crítica al paradigma moderno, que concibe al ser humano como amo y señor de la naturaleza, destruyéndolo casi; termina el sumo pontífice proponiendo un nuevo paradigma: el frater planetario, basado en una fraternidad sin fronteras y el amor social. “Engrosaremos el cortejo de los que se dirigen hacia su propia sepultura, sino cambiamos”, enfatiza Zygmunt Bauman. El francés, Albert Jacquard, predice en medio de la incertidumbre: “tenemos un tiempo contado, y a fuerza de haber trabajado contra nosotros mismos corremos el riesgo de forjar una Tierra en la cual a ninguno de nosotros le gustaría vivir. Lo peor no es seguro, pero tenemos que darnos prisa”. Théodore Monod muestra su pesimismo, afirmando y casi con desconfianza de la especie humana: “El ser humano es perfectamente capaz de una conducta insensata y demencial; a partir de ahora podemos temer todo, absolutamente todo, hasta la aniquilación de la especie humana”.
Históricamente los países de América latina han sido manipulados y arrasados por las políticas medio ambientales. En Chile, al sur de Concepción, plantaciones de pinos proporcionaban madera a los japoneses y también sequía a toda la región. Alguna vez, un presidente de Uruguay hinchaba con orgullo el pecho porque los finlandeses estaban produciendo madera en su país; al final, se descubrió que los bosques artificiales plantados estaban prohibidos por las leyes de protección de la naturaleza en Finlandia. En Colombia, la Guajira fue saqueada y violentada durante más de cuarenta años; la crisis sufrida solo ha dejado contaminación ambiental y efectos en la salud de sus habitantes. Son tantas las carencias que el disfrute de los derechos sociales y humanos les ha sido vedados, como una maldición de la que nadie quiere hablar.
De una manera casi sarcástica, Eduardo Galeano, escribe que Dios, en sus Diez Mandamientos se le olvidó mencionar a la naturaleza; sostiene que entre las ordenes enviadas desde el monte Sinaí, al señor le faltó agregar: “Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”, es una lástima que no se le haya ocurrido, termina diciendo el escritor.
La madre tierra enmarcada en la naturaleza tiende a cansarse, de ser usufructuada. El día menos pensado puede morir asesinada. Después de ser sometida y doblegada; ahora se pregona con voz populis la necesidad de protegerla. Aquellas crónicas que narraban y observaban el respeto del indio por la naturaleza, la comunión que habían interiorizado; el hábito de los indígenas sedentarios al plantar cultivos diversos y el respeto por los periodos de descanso para no fatigar la tierra, desapareció ante la incomprensión de una civilización que arrasó con esa simbiosis hombre – naturaleza, confundiéndola con una actitud demoniaca e ignorante.