Introducción
El respeto que la Bioética proclama por la vida humana como principio fundamental y la profesión médica acoge como deber no está circunscrito, solo, al cuidado y protección de la salud de las personas, en general. En igual medida, trasciende la protección y cuidado de la propia salud, de la vida misma del médico en particular; expuesto a los inevitables riesgos de su diaria y estresante actividad asistencial con consiguientes consecuencias de enfermedades orgánicas y perturbaciones neuro psíquicas.
Medidas de seguridad necesarias para garantizar la calidad del servicio asistencial, que con tanto celo se exigen a los profesionales de la salud, deberían proyectarse, también, hacia ellos por las directivas hospitalarias para proteger su integridad física y psíquica.
Gran realidad del trabajador médico es que se encuentra desprotegido por las empresas prestadoras del servicio sanitario y por ende, del mismo Estado.
Mientras la comunidad acude a centros de salud haciendo valer sus derechos con las benditas tutelas, demandas respetuosas si acuden a los jueces o con agresividad y violencia, cada vez más frecuentes, en aplicación de justicia por su propia cuenta; los médicos son tratados sin ninguna consideración cuando enferman o se accidentan. Les toca, pacientes, suerte similar al común de la gente. Por su raigambre médica merecerían el beneficio de una especial protección institucional, un justo trato preferencial.
Y… no, la amarga realidad es que el médico, en condición de enfermo, tiene que soportar las mismas largas esperas para tratamientos y procedimientos, interminables y desesperantes filas para acceder a la consulta o ser atendido en la urgencia y, lo peor, ser tratado muchas veces como un indigente por despiadados funcionarios de EPS e IPS.
- El doctor, compañero de promoción en la facultad de medicina y luego en el trabajo hospitalario llegó de urgencia, a la clínica – en donde yo, anestesiólogo, prestaba servicios – con fractura en un antebrazo que ameritaba procedimiento quirúrgico. Solícitos lo pasamos a cirugía para tratamiento por parte de un ortopedista. Sorpresa grande nos llevamos cuando al ser dado de alta, el paciente – médico, nos llaman de la administración para informarnos que debíamos pasar la cuenta, el cobro de nuestros honorarios, por el servicio prestado. Ante nuestra firme negativa a cumplir su requerimiento nos quisieron forzar a realizarlo, sin nosotros ceder a sus pretensiones.
Colegaje fallido. Impotente, es muy poco lo que puede hacer el médico asistencial que ante el malestar del colega que sufre quiere atenderlo con mayor diligencia y esmero en cumplimiento de un imperativo ético de la profesión. “La lealtad y la consideración mutuas constituyen el fundamento esencial de las relaciones entre los médicos”, artículo 29 de la Ley 23 de Ética Médica.
Ingrato trance padece, entonces, el profesional de la salud cuando se invierten los papeles y pasa de consagrado médico sanador a frágil e incomprendido enfermo; como otro cualquiera: incapacitado y minusválido. No, como otro cualquiera no, porque este tiene escasa o ninguna idea de los intríngulis de su padecimiento y de alguna manera, contra viento y marea, acepta su condición de paciente, haciendo honor al sentido semántico de esta expresión.
El conocido “Síndrome de Desgaste Profesional, Burnout” caracterizado por depresión, soledad, sentimiento de fracaso y pérdida de autoestima. La imagen que proyecta en esta circunstancia es la de una persona amargada, sin entusiasmo para cumplir sus obligaciones y con su vocación y curiosidad científica perdidas. Pretende, entonces, con la enfermedad a cuestas, seguir siendo médico de él mismo
En cambio, al médico se le agota la indispensable paciencia ante el escenario que conoce bastante bien de su dolencia con su fisiopatología, diagnóstico, tratamiento y pronóstico.
Burnout”. Cuando la patología que lo aflige es mental o adictiva, admitirla y acudir en busca de ayuda, se convierte en un problema mucho más grave por el rechazo social que trae consigo, aun en el mismo gremio, lo más delicado. Situación que, desde el punto de vista laboral, puede estar relacionada con el conocido “Síndrome de Desgaste Profesional, Burnout” caracterizado por depresión, soledad, sentimiento de fracaso y pérdida de autoestima.
La imagen que proyecta en esta circunstancia es la de una persona amargada, sin entusiasmo para cumplir sus obligaciones y con su vocación y curiosidad científica perdidas. Pretende, entonces, con la enfermedad a cuestas, seguir siendo médico de él mismo, en contravía muchas veces de los especialistas que lo atienden. Acostumbrado a enfrentar la enfermedad del otro, de sus pacientes, tiene dificultad en aceptar la propia, reconocerse enfermo, hasta el extremo de pretender seguir su actividad normal con el gran peligro que esto implica para la atención de sus pacientes; además, del conflicto familiar y laboral que esta actitud genera.
Paciente difícil. El médico es el más difícil de los enfermos por tratar para sus pares de profesión. La virtuosa imperturbabilidad, que mostraba antes en su diario accionar clínico, se va a la porra. Llamado a comportarse con la altura y dignidad características de su investidura galénica tiene que sacar fuerzas para mostrar tolerancia, máxima comprensión y sobre todo humildad, mucha humildad.
Humano y mortal que es no es nada fácil para el médico aceptarse como paciente que impedido cuestiona, entonces, los preceptos de su propia profesión, la eficacia del sistema de salud del cual forma parte, la veracidad del conocimiento y la eficiencia de la tecnología médica.
La incredulidad en la profesión, en el sistema y en la ciencia vuelven al médico, antes descreído, al encuentro con lo divino, retorna a sus raíces religiosas marchitas que, de alguna manera, resignan su dolor y sufrimiento. El tormento de la enfermedad hace caer en cuenta la realidad de la muerte, a la que poca importancia había dado, abstraído en los avatares de una agitada carrera profesional y social que no daba tiempo para el contacto con el mundo de la fe.
Auditor. Sin embargo, en actitud constructiva el médico en condición de enfermo podría asumir, por la experiencia vivida como tal, el papel de verdadero auditor de la asistencia médica y hospitalaria aportando valiosos conceptos que, tenidos en cuenta, contribuirían a mejorar la calidad del servicio de la institución que tuvo a bien albergarlo.
Curso de enfermo. Tienen razón quienes pregonan que todo estudiante de medicina antes de graduarse debería hacer un curso intensivo de enfermo. Para que aprenda a comprender y tratar su padecer y sufrir. Luego en ejercicio de la profesión no hacer en sus pacientes lo que no le gustaría hicieran con él si llegare a estar en similar condición, tal cual lo demanda el principio bioético de beneficencia “Del menor daño posible contra el mayor beneficio posible”, de claro origen aristotélico.
Tristeza médica. Tristeza no más invaden el alma adolorida y cuerpo cansado del médico posesionado por los pesares propios de la senescencia; cuando regresa adolorido y apesadumbrado al viejo y querido hospicio en donde fue diligente y eximio practicante de la medicina, al servicio incondicional de la gente, sin distingos. “Consagró su vida al servicio de la humanidad”, tal cual lo demanda el juramento médico. Y encuentra que todo ha cambiado. Ya nada queda de aquel amado ambiente hospitalario que en el pasado compartió.
Busca esperanzado la cara amiga de un colega conocido entre el tumulto de los que presurosos, en sus tiempos de gloria, vestían de impecable bata blanca y, solo, encuentra rostros fruncidos sin ningún asomo de confraternidad. Confundido ve pasar desconocidos que muestran carnavalescos uniformes de múltiples colores cual modelos en pasarela.
Rememora silencioso y nostálgico al encumbrado y servicial médico que antaño fue; al lado, ahora, de los pacientes que igual a él, en la incómoda banca de un pasillo, lamentan el trato inhumano que reciben, rumian sus vicisitudes corporales y consuelan mutuamente la desdicha de sus males.
Lo triste es así. Los médicos también se enferman.
Tomado de:
Coronado Hurtado T, 2014, Viaje por el Jardín de Akademus. Digresiones de un Académico, Ediciones Unilibre, Barranquilla, p. 109-111