¿Qué bandera se desplegó/
allí donde no me olvidaron?
Libro de las preguntas. Pablo Neruda
Fue la época en que Soledad dejó de ser un campo abierto hasta convertirse como la visionó en su imaginación el ilustre Melchor Caro. Más que una tierra buena para la siembra y el ganado, Soledad fue siempre tierra de hombres nobles, buenos e ingenuos y orgullosos, de ser parte de la historia y de los itinerarios recorridos por el libertador antes de morir. Una Soledad histórica en que la única preocupación de la gente era el porvenir y el progreso para crecer como ciudad prospera. Del puro andar a pie, se pasó a las carretas tiradas por burros o caballos; después llegó el primer auto, los buses eran grandes cajas de maderas rodando sobre llantas cuyo viaje a Barranquilla duraba más de una hora. Las calles de tierra fueron sepultadas por el cemento y trajeron consigo los primeros accidentes porque las señales de tránsito no existían. También instalaron la oficina de correo, el primer banco. La iglesia, el palacio municipal y el cuartel de policía fueron el centro sobre el cual se edificó Soledad: vigilantes de los creyentes, los impuestos y el orden público. Con ese crecimiento llegaron los médicos, que trabajaban hasta altas horas de la noche; las farmacias abrían durante doce horas, a los recomendados del médico, conocidos y vecinos se les atendía las 24 horas. Desde esa época, hace más de 50 años, apareció en Soledad, La Farmacia de Eliseo. Ahora sólo está en el lugar de la memoria de los soledeños de aquella época.
Tenía diez años cuando lo conocí. Acababa de salir de la consulta del Dr. Noguera y mi madre me tomaba de la mano porque la anemia que me había diagnosticado el médico con sólo mirarme los ojos me mostraba débil y un poco inestable en el andar. Atravesé la Trece de Junio hacia la American Bar, el billar del pueblo, abierto desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche. “No te distraigas y camina rápido”, me sacó mi madre de mis cavilaciones, jalándome apresuradamente antes que los buses y carros pasaran. Un ligero mareo me invadió, pero no dije nada a mi madre para no escucharle el mismo regaño de siempre: “usted es un hombre y un macho, no sea pendejo”. Al llegar a la acera de enfrente se encontraba La Farmacia de Eliseo con una puerta para entrar por la calle dieciocho y dos puertas amplias por la carrera diecinueve – realmente todas las puertas eran principales –
Así la conocíamos en el pueblo, La farmacia de Eliseo. Dentro de la farmacia, mi madre me soltó el brazo, dejándome sentado en un rincón. Un hombre alto y grueso, blanco, cabellos negros y aceitados, peinados hacia atrás; de rostro limpio, ojos claros y bonachones que emanaban una sensación agradable de asepsia. Me miró primero, después a mi madre. “Buenos días, señora, ¿en qué le puedo ayudar?”, su voz era suave y firme a la vez. “¿Ya el niño se hizo los exámenes clínicos? Es para tener certeza si es anemia”, preguntó y se justificó a la vez con una mirada atenta y servicial de hombre bueno, amable. Sus ojos brillaban con una alegría que trasmitía confianza. “No hacen falta exámenes, el Dr. Noguera dijo que no botara la plata, que era suficiente con su diagnóstico”, respondió mi madre, seria y adusta. El hombre satisfecho con la respuesta, iba y venía entre los estantes de medicamentos con su caminar muy peculiar, la receta en la mano intentando descifrar la garrapateada letra del Dr. Noguera, comparando la lectura con los nombres de los medicamentos alineados en los estantes. Leía con serenidad, moviendo la cabeza de un lado a otro como si dijese no, pero una sonrisa comprensiva de triunfo era la muestra de haber acertado en la interpretación – a veces no se entendía si el giro de su cabeza correspondía a la lectura que hacía, o si era un gesto de angustia tratando de interpretar la receta, o simplemente era un ademán comprensivo hacia la caligrafía del médico –. “Usted sabe Eliseo que no me gusta fiar, no se preocupe, le pagaré todo, lo que menos deseo es tener deuda”, le respondió Matilde, mi madre, cuando el boticario le dijo que, si no le alcanzaba el dinero, él le haría un crédito.
“Quizás tengas razón, pero te vas a poner bueno con los remedios de Eliseo y, el hígado, el bofe y la pajarilla de vaca. Por ahí en diez días, adiós a esa palidez que tienes, así dijo el Dr. Noguera”, me recordó sin dejar de jalarme, con sus pasos cortos, rápidos, nerviosos.
“Mamá, Eliseo nunca morirá”, le dije a mi madre que no me soltaba el brazo. Íbamos de regreso a la casa, pasando por detrás de la iglesia, bajando por el Teatro Olimpia y doblando por la esquina de la alcaldía, buscando la carrera veintiuna.
“Por qué dices eso”, preguntó con las manos ocupadas, con una mano me agarraba, con la otra sostenía la bolsa con las pastillas, los jarabes y las ampollas con sus respectivas jeringas.
“Mamá, es que no te das cuenta, con tanto remedio en la farmacia uno piensa enseguida: este señor jamás se morirá”, le dije con ingenuidad, insistiendo. Caminaba rápido, obligado por los pasos incansables de mi madre. Era junio y el médico me prohibió la calle y recomendó reposo absoluto
“Quizás tengas razón, pero te vas a poner bueno con los remedios de Eliseo y, el hígado, el bofe y la pajarilla de vaca. Por ahí en diez días, adiós a esa palidez que tienes, así dijo el Dr. Noguera”, me recordó sin dejar de jalarme, con sus pasos cortos, rápidos, nerviosos.
Hace más de cincuenta años que conocí a Eliseo, yo le decía sr. Eliseo, los mayores y conocidos lo tuteaban con respeto, diciéndole Eliseo. Hoy, quizás, soy uno de esos pocos habitantes que lo recuerda; que, al saber de su muerte, los recuerdos se han agolpado a borbotones en mi memoria. ¿Dónde estuvo todo este tiempo hasta su muerte? El pueblo se expandió, después se habló de municipio, hoy se intenta considerar a Soledad como una ciudad que ha trascendido lo bucólico.
Ése hombre, de mirada inteligente, detrás del mostrador respondía saludos y atendía a la gente del pueblo. Sabía del aumento creciente de la población, de ahí su actitud resignada hacia el falso progreso de la ciudad, y con ello a la falta de memoria de los advenedizos que llegaban y el olvido de los primeros parroquianos que habían muerto, o se habían ido del pueblo.
Eliseo nunca esperó que le agradecieran la loable labor que desempeñó como boticario y, muchas veces, como remplazo del médico cuando no alcanzaba para la consulta bajo la lógica del cliente:
– ¿De qué sirve ir al médico, si no te alcanza para los remedios?
Para Eliseo, permanecer vivo en el recuerdo de la gente es una forma de agradecimiento porque la muerte jamás vencerá la memoria y los recuerdos. Bastó sólo con saber de su muerte para que la nostalgia se desbordara en evocar las estampas calurosas de la Soledad memoriosa de antaño con sus treinta calles y treinta carreras, ufana y campante con sus piedras blancas en dos o tres puntos de la Soledad antigua, dejando entrever la leyenda: POR AQUÍ PASÓ EL LIBERTADOR. Estoy seguro, desde ese pensamiento mágico de mi infancia, que, si Bolívar hubiese llegado a la Farmacia de Eliseo, jamás habría muerto. En su vida póstuma recién estrenada, Eliseo, lee reiteradamente una pregunta nerudiana que le da vueltas en el más allá:
¿Qué bandera se desplegó/allí donde no me olvidaron?
Eso demuestra que más allá de la muerte, Eliseo vive en la memoria de los pocos parroquianos que quedan e izaron la bandera en honor a su nombre. Nunca esperó congraciarse con nadie, mucho menos sospechó que en la memoria de un niño de doce años, se mantuviera intacto su recuerdo cincuenta años después. La última vez que lo vi salía de la farmacia, era inconfundible su figura gruesa y alta, su forma particular de caminar. La noche se lo tragaba, resonaban sus pasos en el silencio oscuro. A pesar del cansancio del día se le veía pulcro, una leve palidez, por la falta de sol, cubría su rostro. En medio de la oscuridad sus cabellos brillaban con el parpadeo de las luces intermitentes en los postes. En medio de la noche sonreía. Siempre tuve la impresión que era un hombre feliz.