Durante las noches de los últimos días de pre carnaval se escuchaba el tam – tam de los tambores y el canto alegre y nostálgico de los pescadores, oriundos de Nueva Venecia, Magdalena. El viento traía los lamentos impregnados de nostalgia y alegría. Éramos muy niños todavía. Durante años siempre se escuchaban esos cantos y tambores en los días de pre carnavales. La Llorona, que no paraba de hacerlo, allá en el arroyo de Cristina, muy respetuosa le bajaba el tono a su llanto, opacado por los gritos y palmadas de hombres y mujeres que nunca vimos, sólo los imaginábamos. “Son los morreros, festejando desde ya su propio carnaval”, había respondido mi padre a uno de sus amigos, que le había preguntado. Mi padre se refería a los habitantes del Morro como también se les conocía, corregimiento de Sitionuevo, que vivían en palafitos, viviendas ancladas en aguas tranquilas, sobre estacas de madera, y el municipio de Soledad les quedaba más cerca que la ciudad de Santa Marta. El canto era un lamento lánguido, un río de aguas tranquilas fluyendo con mesura, acompañado por la brisa, la fuerza entusiasmada de los tambores, el ritmo de las palmadas, el continuo chachachá de las maracas; era una serenata nocturna de hombres y mujeres anfibios, con los pies firmes bailando sobre la tierra. El estribillo de, Martina enguayabá, entraba por las ventanas abiertas de los dormitorios y se paseaba a lo largo y ancho de toda la calle. Durante mi niñez ese lamento lleno de nostalgia usurpaba como un bálsamo nuestro sueño.
Sabíamos que el carnaval comenzaba en todo el departamento del Atlántico, Barranquilla y municipios aledaños. Marcos Pérez Caicedo y Ventura Díaz Mejía radiaban con sus voces los cuatro días de fiestas que se avecinaban. Desfilaban por sus noticieros las retahílas de letanías, la música de carnaval, la propaganda de los bailes de la ciudad, en los barrios, municipios y hoteles. Había toda una ambientación desde la locución de estos periodistas. Los taxistas en sus radios escuchaban las noticias del carnaval y las intervenciones de Jairo Paba hablando de salsa y poniendo a bailar a cualquiera. “Nojoda, escuchando a estos manes desde el primero de enero hasta carnavales a uno se le cambia el ánimo, con la propaganda, con la música…”, eran los comentarios en ese paréntesis festivo que se avecinaba. Todos los rumores se radiaban y coincidían con los de los viajeros que iban y venían a diario de Barranquilla como heraldos del progreso, con la última. La solo oralidad de la gente expresada en “hey sabías que… ¿saben la última?… adivina quién viene de Puerto Rico pa´ los carnavales…”, era evidencia de credibilidad. En esos tiempos se estaba muy atento a la palabra, al rumor, al chisme. Sencillamente no había televisión. Sólo nos quedaba la escucha y la imaginación para intuir cómo era La Batalla de Flores en Barranquilla, subiendo por la carrera 43, 20 de julio; y años después por la carrera 44 hasta culminar en el Barrio Abajo. Estábamos acostumbrados a escuchar e imaginar; lo visual estaba en la memoria de cada uno, en cómo analizábamos e interpretábamos el mundo.
Realmente nunca estuvo en mi la preocupación por comparar los carnavales de Barranquilla, con los de Soledad me bastaba.
En plena adolescencia, sin dinero, pero con mucho entusiasmo, pensábamos de qué nos disfrazaríamos en carnaval. Seríamos atracadores, era lo más inmediato después de ver tantas películas mexicanas en el Teatro Olimpia. Buscábamos una cuerda larga, gruesa, y ya empoderados de nuestro rol de atracadores nos sentábamos en una esquina donde confluían tres esquinas más. Los transeúntes que pasaban por la calle, o vehículo, les tocaba pagar un acceso como peaje; algunos sonreían, otros nos lanzaban improperios, también estaban los que se excusaban de no tener dinero en el momento y nos lo darían cuando estuvieran de vuelta. Los que sonreían nos animaban, los groseros nos intimidaban, los que se excusaban le mostrábamos nuestra tolerancia hasta dejarlos pasar, sabíamos de antemano que no regresarían por el mismo camino. Así continuábamos hasta que la fatiga llegaba y el hambre nos corroía por dentro, pero después de todo valía la pena al contar el dinero recogido. Al caer la noche los lamentos de los tambores que venían del río dejaban correr sus cantos, acompañados de palmadas y maracas, con más fuerza y vigor porque el carnaval estaba de nuevo en pleno frenesí.
La caseta Ten Con Ten, de Soledad, era el Hotel del Prado del carnaval soledeño – por esa época ni idea del Hotel del Prado, sólo hice la comparación años después en mi memoria –. Ambiente familiar, rostros conocidos, abrazos efusivos, miradas furtivas y peticiones silenciosas para acceder al baile. El patio de la caseta era ancho y largo. Casi la mitad era pista de baile, el resto estaba tapizado con una alfombra de césped natural, cortado a ras, donde la gente se sentaba, se enmaizenaba, los hombres dormían sus borracheras en las piernas de una amiga, o de la novia; uno que otro borracho pretensioso queriendo sacar a bailar a una mujer que no aceptaba, que no cedía. Desde el alcalde hasta el que se podía pagar la boleta; desde el profesor hasta la rectora de un colegio. Los políticos se bajaban de sus camionetas sin guardaespaldas. Afuera de la caseta estaban los espectadores de la fiesta que intentaban convencer al portero de la entrada, cuadrando al vigilante, o solicitándole a un personaje del municipio que lo acogiera y lo zampara en la fiesta como sea; los mayorcitos del barrio entrábamos gratis porque éramos amigos del hijo del dueño de la caseta. Así transcurría la fiesta hasta las dos de la mañana. Las calles oscuras y silenciosas en medio de la frescura de la noche no intimidaban, sólo nos acogían con la brisa fría de las madrugadas de febrero.
Eran tiempos de una ingenuidad maravillosa, no había recelos, mucho menos paranoia, tampoco casas enrejadas que mantuvieran la distancia entre sus dueños y los peatones en sus correrías de la alegría. Hasta los que no se disfrazaban ni bailaban vivían el carnaval muy de cerca, a su manera, contagiándose y disfrutándose las fiestas sin desconfianza.
Los domingos en el día, la caseta Rey Soy, abría sus puertas para el festejo de los carnavales. Diagonal a la iglesia, aledaño a la plaza principal estaba el baile más sonado del municipio durante el día en las festividades del rey Momo. Mujeres bellas desfilaban exhibiendo su vanidad en el maquillaje, en el colorido de sus disfraces. Jóvenes hermosas, caminando y bailando al escuchar la música pegajosa junto a sus padres fungiendo de acompañantes, pero ejerciendo la vigilando con expresión paranoica. Los jóvenes se sentaban en el piso del Bachillerato masculino a tomar trago, echarse maicena y piropear a las mujeres con palabras y guiños rápidos, invitando al baile. La entrada era económica, no recuerdo qué tanto, pero los partidos de bola de trapo jugados en la plaza por la noche, después de ocho, nos permitían hacer amigos, muchos de los cuales eran jugadores jóvenes y vigilantes de las entradas al Rey Soy, que nos dejaban pasar gratis en un gesto de complicidad.
La caseta Americana estaba situada a una cuadra del Ten Con Ten, en el barrio La Cruz de Mayo. Allí íbamos los domingos de pre carnaval por las tardes. La entrada era gratuita hasta las seis de la tarde. Familias enteras, padres, hijos, se extasiaban viendo a los niños bailar, disfrazados y contentos. Si no nos agradaba pasábamos al Ten Con Ten que también ofrecía tardes gratuitas a niños y jóvenes en este festejo de colorido, entusiasmo y alegría. Diablitos, monocucos, marimondas, piratas, osas, burros, toros, indios, todos infantiles hacían las delicias de los mayores. Así disfrazados los niños les perdían el miedo a los disfraces.
El teatro Colón, convertido en caseta durante los cuatro días de carnaval cerraba el cine mejicano y nos dábamos el lujo de ver bailar en la pista a los actores de las películas. Bandidos y cuatreros con charreteras brillantes adornando sus vestidos negros; los enmascarados se salieron del ring y desde la ficción contemplaron la posibilidad de lucirse con el baile ante el público soledeño: Santos, el enmascarado de plata; el enigmático Blue Demon. También estaban las mujeres arpías; la presencia de Viruta y Capulina trayendo a la realidad sus inolvidables aventuras que tanta gracia causaban en la infancia. Noche de carnaval en el Teatro Colon, una mezcla de tradición, cumbia, salsa y disfraces foráneos, coincidiendo en un ejercicio de convivencia hasta el término de llevar la fiesta en paz.
Junto al teatro Colón se encontraba la caseta Imperial, un escenario que fue promesa, pero de vida muy efímera. En las noches de carnaval, estas dos casetas se presentaban como ofertas para el disfrute de la gente que vivía de este lado del municipio. Lo más curioso de todos los sitios de bailes de Soledad es que quedaban relativamente cerca y las distancias se hacían a pie, sobre todo en las noches en una romería de ida y de venida. Bastaba con sentarse en las puertas de las casas para ver a los transeúntes, saludarlos y recrearse con los disfraces pedigüeños y grupos de letanías. Eran tiempos de una ingenuidad maravillosa, no había recelos, mucho menos paranoia, tampoco casas enrejadas que mantuvieran la distancia entre sus dueños y los peatones en sus correrías de la alegría. Hasta los que no se disfrazaban ni bailaban vivían el carnaval muy de cerca, a su manera, contagiándose y disfrutándose las fiestas sin desconfianza.
Años después aparecía la caseta La Zona, en la calle treinta con carrera treinta, que trajo orquestas como: El Gran Combo, una de las que recuerdo. La demografía soledeña estalló. Y, como en el poema 20 de Neruda, solo me restaba dejar que fluya uno de sus versos: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. La bella infancia Soledeña se había ido. Sólo me queda el recurso de la memoria.