Estoy parado frente a un semáforo esperando a que cambie la luz y de repente veo a un tipo haciendo un acto de magia ante la fila de carros: Dobla una hoja de periódico y con un encendedor le prende fuego; cuando la llama empieza a inflamarse, no sé qué fue lo que hizo, un soplo, un ademán hipnótico, no sé, y de golpe extiende los brazos y aparece de nuevo intacta la hoja del diario. “¡Carajo! – me dije- y ¿cómo es la vaina?”. Se me olvidaron las vueltas que tenía que hacer y me he quedado, a pleno sol del mediodía de Barranquilla, anclado en el bulevar, mirando minuciosamente la forma en que, cada seis minutos más o menos, el hombre volvía a repetir el acto.
En algún momento, después de varias exhibiciones, el mago callejero se me acerca con cautela y me dice: “Oiga, cole, si me tira para el almuerzo le digo cómo lo hago”. Hummmm. Miré su frente sudorosa y le dije: “Con gusto te regalo para el almuerzo, pero no me digas nada porque después pierde la gracia”.
A veces en la vida conviene mejor no saber ciertos detalles. Si tuviéramos que enterarnos de cómo se preparan los chorizos, por ejemplo, sin duda no los comeríamos. Es cierto que, como seres humanos, tenemos la manía de esforzarnos por hacer abstracción de lo que vamos sintiendo en determinados episodios de la vida y buscamos que ese trance quede registrado como una experiencia significativa. Pero es indudable que, a veces, nos guiamos solo por los más puros instintos y le damos paso al imperio de los sentidos.
El fútbol también nos da la posibilidad de explorar esos sentimientos tan primarios. Ese es el componente esencial que nos involucra con nuestros ídolos. Tiene mucho de admiración pagana, goce estético y experiencia sensual. Ver jugar a nuestro equipo amado o estar cerca de alguno de sus jugadores insignes, implica aceptar la factura de fascinación que produce en nuestro corazón de niño, siempre agazapado y alerta, semejante episodio. Al final, por eso les perdonamos todo a nuestros héroes. El fútbol exige dejarse llevar para poder disfrutarlo. Verlo de manera controlada e imparcial resulta aburrido. Si no te metes, si no lo sufres, si no te dejas arrastrar por la emoción, puede adquirir dimensiones cercanas a lo ridículo.
Un buen futbolista tiene que poder transmitir algo agradable, dar la señal de que es un baúl de sorpresas, seductor e impredecible. Una caja de mentiras sugeridas, de engaños exquisitos. Sus movimientos tienen que estar marcados por la gracia y la fineza de una pieza musical, una danza o una pintura. Sus gestos tienen que poder equipararse con el placer de morder un mango de azúcar o la satisfacción de beber, sedientos, un vaso de agua fresca.
Nosotros que hemos estado en esto de la búsqueda de talentos lo sabemos muy bien: Un buen futbolista tiene que poder transmitir algo agradable, dar la señal de que es un baúl de sorpresas, seductor e impredecible. Una caja de mentiras sugeridas, de engaños exquisitos. Sus movimientos tienen que estar marcados por la gracia y la fineza de una pieza musical, una danza o una pintura. Sus gestos tienen que poder equipararse con el placer de morder un mango de azúcar o la satisfacción de beber, sedientos, un vaso de agua fresca. Sin ese componente sensorial no hay caso. Por tal razón, en ocasiones, cuando estamos en un torneo y algún amigo nos pregunta: – Ajá y ¿qué has visto?, solemos contestar: “No, nada. Todavía no han sonado campanitas”
Cuando se trata de hablar de ese momento mágico en que el jugador nos da la señal de una aureola especial, siempre cuento la anécdota de Carlitos. Este era un muchacho a quien conocíamos desde sus ocho años y, al cumplir los quince, siendo un buen jugador, selección Atlántico y todo, figura en varios torneos, reconocido como talentoso, zurdo, exquisito para jugar, su papá se nos acercó un día para preguntarnos que cuándo le íbamos a dar la oportunidad al pelao para que fuera al Deportivo Cali, y nosotros le contestábamos: “Tranquilo. Todo tiene su momento”
El chico nos parecía un buen jugador. Además, disciplinado, serio, consagrado, dispuesto. Pero le faltaba algo y no sabíamos qué era. Una pizca de magia quizás. Cuando esa sensación se instala en el alma es preferible esperar. (“La paciencia es el arte del ganador”, me decía a mí mismo). Pero un buen día, en la premiación de los mejores del año, en el auditorio de la Universidad Autónoma del Caribe, esperando en la entrada a que llegaran los nominados, observamos que de un taxi se baja alguien que no reconocemos y, cuál sería nuestra grata sorpresa cuando comprobamos que el joven de smoking y corbatín era el propio Carlitos y, en ese momento, en ese preciso momento, lo visualicé en el Deportivo Cali; cuando giró y dio el frente, lo pudimos ver con la clase y elegancia que se necesita para seducir a una tribuna tan exigente y de gusto tan exquisito como se precian los hinchas de esa institución. En ese instante tomamos la decisión. La realidad del fútbol es así de caprichosa.
Por eso siempre nos ven en las canchas con una revista o un libro en la mano. Rilke, Cortázar, Bolaño, Saramago o la revista Malpensante, suelen acompañarnos. La gente a veces se irrita con nosotros cuando vienen a preguntarnos que qué hacemos leyendo literatura en vez de estar mirando el partido. Entonces les decimos: “Es que venimos asegurados. Si la poesía no la encontramos en la cancha, entonces tenemos el recurso de leerla”.
No se imaginan que, al final, lo único que salva al ser humano es el arte.
Gracias por compartir profe, cada vez que veo un artículo suyo, espero encontrarme con una anécdota de algún jugador al que le hizo seguiento.
Agustin Garizábalo, cuando te leo algunos de tus escritos, me siento orgulloso de saber q te tengo dentro de mis amistades, y siempre te admiro la forma de conbinar lo uno con lo otro.
Ahí está el Arte de saber escribir, de ahí sacas historias con respectivas poesías.
Que Don, el que Dios te dió, felicitaciones.
Rafael Rincón Meza.
Si profe muy buena tu forma de visualizar el fútbol y en especial a los talentos entre comillas por eso haz llegado lejos