La política colombiana se encuentra contaminada de calumnias e injurias, que deviene de los propios legisladores, que amparados por la figura de la inviolabilidad parlamentaria se sienten con inmunidad judicial para responder ante los tribunales por la lesión al derecho al honor y al buen nombre de muchos ciudadanos.
Episodios recientes, sobre las opiniones y contenidos de algunos parlamentarios que rayan en la criminalidad por el tono ofensivo de sus acusaciones, nos invita en esta oportunidad a reflexionar sobre el tema de la inviolabilidad parlamentaria, lo cual fue consagrada por el constituyente en el articulo 185 de la constitución política.
Esta figura constitucional que la detentan la mayoría de los parlamentos del mundo fue concebida históricamente como una garantía institucional para evitar las indebidas interferencias de otros poderes en las discusiones de control político. Hoy en la práctica parlamentaria, se ha convertido en un escudo para que muchos legisladores no puedan responder por los desafueros en que han incurrido por sus opiniones.
Si bien es cierto, que a la democracia hay que protegerla de sus enemigos en su afán de interferir y silenciar los debates políticos, y que en esa dirección hay que revestir a los parlamentos de las garantías necesarias para el foro público, otra cosa diferente, es que se pretenda dar toda suerte de excusa e inculpación a los excesos parlamentarios en amparo a la inviolabilidad.
Bien hay que comprender, que en cualquier estado constitucional de derecho que se llame, nadie se encuentra exento de responder por sus faltas a sus deberes, ni siquiera los más altos dignatarios del estado como depositarios del poder público.
En Colombia, pais que se precia progresista en materia de protección de los derechos fundamentales y con importantes reconocimientos para su justicia constitucional, percibe la doctrina del criterio absoluto de la inviolabilidad parlamentaria en las opiniones de los congresistas. Esto significa a grosso modo, que todo parlamentario en ejercicio de su investidura podrá opinar dentro del recinto del congreso y extramuros, todo aquello que sea propio de su actividad política, e incluso tener licencia para acusar de un delito sin pruebas a cualquier oponente, con la absoluta tranquilidad que la misma no traerá ninguna consecuencia judicial por tales opiniones.
Este argumento fue tomado por la Corte Suprema de Justicia, en reciente pronunciamiento judicial, que eximio de cualquier tipo de responsabilidad a un parlamentario que acuso temerariamente y sin pruebas a una importante funcionaria del gobierno nacional, al considerarla como “brazo político de un grupo terrorista”. Una expresión del semejante tenor, sin pruebas que la respalden, no solamente rivalizan con el honor y el buen nombre de la funcionaria lesionada, sino que configuran unos delitos de calumnia e injuria que no pueden caer en la impunidad bajo el paragua de la plurimencionada inviolabilidad parlamentaria.
Veamos, en síntesis, los argumentos que dieron apoyo a la providencia de archivo por parte de la Corte Suprema de justicia en el caso de marras, que es probable que, con la suma deferencia al parlamento colombiano, entrañe una inexcusable impunidad judicial. 1- Revista Semana 7/5/2022.
“La ausencia de relevancia penal de los hechos denunciados, revela que las conductas reprochadas al Senador JDG ocurrieron cuando el aforado cumplía una de las funciones legales y constitucionales que la constitución y la ley le asigna a los miembros del poder legislativo.”.
A renglón seguido indica la providencia judicial.
“Es claro que el debate en el Congreso donde se trato el tema que aquí antes se hizo ilusión JDG actuó en el marco de su función de ejercer control político sobre las autoridades y órganos estatales en temas de especial interés, y en consecuencia, cualquier comportamiento explicado en dicho contexto escapan al control punitivo. No existe adicionalmente en esta etapa admisibilidad de la denuncia ningún elemento de convicción, ni siquiera indiciario, que permite inferir en el a menos un grado de posibilidad que la conducta de JDG estuviera motivada por interés de satisfacer intereses personales propios o de terceros a través de actos de corrupción administrativa” (M.P.)
Una argumentación jurídica de ese tenor, por la máxima instancia de la jurisdicción ordinaria del pais, no solo no se detiene de evaluar el impacto y el daño moral causado por unas declaraciones tendenciosas y aleves que proviene de un Parlamentario, sino que la justifica en su condición de aforado en perjuicio de unos derechos fundamentales como el honor y el buen nombre.
Lo elemental en un asunto como el que enfrentaba la alta corte, consistía en ponderar con sumo rigor jurídico el conflicto de principios entre la dignidad humana de la afectada y el principio democrático en cabeza del órgano parlamentario y no escoger el camino facilista del archivo del proceso, a pretexto del fuero parlamentario de la inviolabilidad que detenta el ofensor de semejante calumnia.
En esos términos, no dudo en creer, que una resolución judicial como la descrita, no corresponde a una verdadera sentencia, toda vez que lejos de desatar un conflicto en su verdadera dimensión justa, revela una despreciable patente de corso en favor de quien jamás podrá tener licencia para atropellar derechos fundamentales en un estado constitucional de derecho.
Esto significa a grosso modo, que todo parlamentario en ejercicio de su investidura podrá opinar dentro del recinto del congreso y extramuros, todo aquello que sea propio de su actividad política, e incluso tener licencia para acusar de un delito sin pruebas a cualquier oponente, con la absoluta tranquilidad que la misma no traerá ninguna consecuencia judicial por tales opiniones.
No entendió la Corte Suprema de Justicia, al producir semejante exabrupto jurídico, que existen nuevas corrientes doctrinales que han sepultado por completo el viejo constitucionalismo burgués y sus viejos privilegios, con sólidas bases conceptuales que vinculan al legislador ordinario al respeto de los derechos fundamentales y jamás los liberan como equívocamente lo entendió la magistratura.
Es justo recordar, que se viven épocas del neoconstitucionalismo, y que atrás quedo el “prínceps legibus solutos” del positivismo decimonónico, que se resiste a desaparecer en la política colombiana. Esto es, en el sentido de que los gobernantes no están sujetos a la ley como en las épocas del absolutismo.
Al haber quedado en el pasado y en la historia, el clásico constitucionalismo liberal que le otorgaba plena y amplia justificación a los viejos privilegios políticos, como la inmunidad judicial y la inviolabilidad parlamentaria, la justicia constitucional moderna ha morigerado el carácter absoluto que en otros tiempos gozaban.
Ha sido precisamente Europa, quien ha puesto en debate la crisis de las inmunidades parlamentarias y la vigencia actual de los principios inspiradores del constitucionalismo liberal burgués clásico. Los nuevos cultivadores del derecho abogaron por unos límites de la irresponsabilidad en el ejercicio de tales “derechos” parlamentarios”, que en esencia siguen siendo los viejos privilegios con franquicia de derechos.
Empero, las conveniencias e inconveniencias de ponerle limites a los citados “derechos parlamentarios” se centraron en el tema de la absoluta libertad de palabra a los representantes del pueblo. Como resultaba obvio en un debate de hondo calado constitucional, las opiniones se dividieron entre quienes predicaban mantener el carácter absoluto de la libertad de palabra y la irresponsabilidad de los parlamentarios y los que abogaban atemperar conforme a los tiempos modernos las inmunidades del poder político. Los primeros, sostuvieron que era justo mantenerlos en procura de la independencia del parlamento como presupuesto de la democracia y la división de poderes, como fue técnicamente diseñada en su época por Montesquieu. Los otros, con una opinión de racionalizar el poder, argüían la necesidad de atemperar toda suerte de inmunidades que se confundieran con la arbitrariedad política. Para estos la aparición de la ideología democrática y los derechos fundamentales invitaron a una nueva reflexión sobre el valor instrumental de las inmunidades del poder.
La dirección del debate, tomo partido mayoritario en colocarles límites a unos precedentes medievales sin llegar a su desaparición. Las conclusiones se orientaron a que las inmunidades les pertenecen al órgano parlamentario y no a sus miembros. Es decir, la institución forma parte del derecho objetivo y no subjetivo, en una especie de salvaguarda de la autonomía del parlamento.
Sin embargo, a este respecto, existen voces que opinan que la practica parlamentaria desvirtúa que las inmunidades sean y correspondan a garantías orgánicas, es decir instituto que por su naturaleza fueron creadas para la defensa del poder legislativo como tal. Por el contrario, sostienen que las inmunidades y en especial la inviolabilidad parlamentaria son privilegios personales en cabeza de los parlamentarios, que pretenden sustraer al imperio de la ley los delitos reales que pudieran estar incluidos en el acto por el cual el parlamentario ejercita su función.Como lo advierte atinadamente el ilustre constitucionalista español, Eloy García:
“El logro que en ultima instancia, hay que reconocer a una institución jurídica como la inviolabilidad es el de convertir al diputado en un fugitivo del derecho, lo que, dicho sea de paso, significa y supone la quiebra más radical y profunda que imaginar se pueda de uno de los principios medulares sobre los que se levante el edificio del Estado constitucional moderno.”. (Lo subrayado es nuestro, respetando el texto íntegro de la oración)
Advertido lo citado, por quien tiene la fuerza intelectual sobre el tema, nos resulta difícil disentir sobre un asunto que traspasa fronteras. Sólo debemos cotejar la realidad de los debates parlamentarios en las principales democracias del mundo y observar la propia, para aceptar que el tema de la inviolabilidad es un verdadero escudo para acometer toda suerte de abuso del derecho de la palabra parlamentaria sin tener castigo. No sin razón, a todo este poder liberticida en manos parlamentarias, Zagrebelsky prende las alarmas para la defensa de la democracia, indicando:
“Se vive una atormentada apología de la ley, que podría llamar al escándalo, en una época en la que la ley había demostrado su plena disponibilidad a cualquier aventura en las manos de déspotas e incluso de criminales comunes que se habían apoderado del poder”
Lo anterior pone en contexto, la incontrolada omnipotencia legislativa en la mayoría de los parlamentos del mundo, dominados por un “fascismo verbal” que dan al traste de cualquier mesura y cordura en los debates públicos. Estos errores legislativos del poder desenfrenado de la palabra, no se corrigen al interior de la sede legislativa, por mucho que exista un reglamento que contengan las reglas lege feranda y el procedimientopara el desarrollo de las intervenciones. Aquí la intervención del sistema de pesos y contrapesos resulta necesaria para controlar el desbalance del poder legislativo. De suerte que la intervención del poder judicial, como poder contra mayoritario, resulta necesario para poner freno a la esquizofrenia legislativa del poder legiferante de los parlamentos.
¿A quien se le puede ocurrir que un parlamento, por ejemplo, como el colombiano, donde existe una verdadera solidaridad de cuerpo entre los congresales, puede existir sanción alguna contra los congresistas filibusteros o de aquéllos que abusan de la libertad de palabra para calumniar e injuriar? La respuesta es simple, ninguno.
La lógica parlamentaria que impera en la mayoría de los órganos legislativos, indica que en ellos existe una suerte de complicidades y favores mutuos entre parlamentarios que hacen imposible que una mesa directiva de una cámara o una célula legislativa apliquen el reglamento en su letra y espíritu contra aquel que no se sometió al orden del debate público. A lo sumo, una tímida amonestación del llamado del orden que no tiene ningún efecto disuasorio.
Nos referimos en coherencia a lo que nos ocupa, a todos aquellos quienes, con un lenguaje procaz, aprovechan su investidura para fomentar el odio, la calumnia, la injuria, el agravio contra los derechos fundamentales de terceros.
Por estas razones, la intervención del poder judicial en la defensa de los valores de la democracia y los mismos derechos fundamentales resulta inaplazable. Sin embargo, vemos con el ejemplo ilustrado, y tal vez con otros tantos, que el papel de este no actúa concordante con sus funciones constitucionales de garantizarlos y protegerlos.
Ante esa indiscutible omisión judicial de proteger los derechos civiles y políticos de los ciudadanos, se muestra un evidente desequilibrio de poderes y la quiebra del estado de derecho, en provecho de unos “maleantes que juegan a legisladores”, como dijera con acertada admonición, Piero Calamandrei.
