“Nació completamente terminado, camina solo y sabe lo que quiere”(Oda al gato). P. Neruda. 1954.
En 1953, año de mi “residencia en la tierra“, Pablo Neruda compró y remodeló la casa “La Chascona“, situada en uno de los rincones del barrio “bohemio” de Bellavista en el Centro de Santiago de Chile, para que la habitara, calladamente, Matilde Urrutia, su amor clandestino, porque para entonces estaba casado con la artista argentina, Delia del Carril. De ahí partió, 20 años después, el sepelio en septiembre de 1973, como primer gran acto público de protesta contra la dictadura.


Escribo desde una Bahía indómita del Océano Pacifico, entre Viña del Mar (ciudad-jardín), Con- Con y Reñaca, mientras descanso rumbo a Isla Negra y Valparaiso a conocer las otras casas del poeta. La tarde estaba teñida de acuarela y desde la terraza de Maré, Hotel Boutique, donde dormí entre canciones de olas, percibiendo los gruesos susurros de lobos marinos, que dialogan con gaviotas que pueblan este costado del océano. Entre brumas observé unos barcos fondeados. Será imposible no describir el paisaje, que es lo poético que busco.


Desperté, luego de “cabalgar en potro de nacar”, con el murmullo inacabable del océano que se cubrió, absolutamente, de una coqueta bruma, (neblina escandinava) que impedía contemplar su oleaje tibio. Vamos más al Sur. Las memorias del poeta nos concitan. En la noche he adquirido el libro “El asesinato de Pablo Neruda: Motivo, Oportunidad, Encubrimiento y Arma Homicida”(Ceibo) del investigador Francisco Marín Castro. Al desayuno, llega una gaviota seductora, nos visita y convierte en pasarela la barra de la terraza. Es una “dama” blanca con alas ligeras y oscuras, y un picó fuerte: teñido, capaz de degustar indefensos pececillos azules.


En Valparaiso, ciudad porteña, pintada de colores y de mensajes rebeldes, está ubicada entre cerros pintados La Sebastiana, otra casa del poeta. Todo es movimiento en el puerto donde funciona el Congreso de Chile, país de exploración y tradición. La casa es vertical. Está ubicada en el cerro Bellavista. Y como las demás moradas del poeta, mira seducida hacia el océano. Neruda amó los amores de puertos. De puertos marinos. De esos amores que besan y “no vuelven nunca más”. En Valparaíso cenamos, en Fellini restaurante cuya dueña es una gata, fetuchine con langostinos y la cálida compañía de un carmenére, Gran Reserva: puro Chile, bajo fuego encendido.
El sol austral, brillante de plata, disuelve la neblina del Pacífico y enrumbamos, por una magnífica carretera, hacia el sur. El viaje es sereno. Acogedor. Hasta que las señales de la vía indican que estamos en Isla Negra. La emoción me embarga. Acá, entre el océano y la tierra, Neruda construyó su refugio de poeta eterno. Parqueamos y con pasos seguros comenzamos a bajar, por un camino de barro pisao y madera madura, hasta toparnos con la casa museo: cementerio, parque infantil, restaurante y club social.
La poesía de Neruda es universal. Y Pablo también es un poeta universal. Cantó al mundo. A las alegrías como a las guerras que enlutaron la historia del Siglo XX. Y es, quien lo duda, el poeta de los amores públicos, privados y secretos. Sus “Veinte poemas de amor…” son el Manual que utilizo cuando vivo un enamoramiento taciturno. Embriagador…de trementina.


La casa-museo del poeta, en Isla Negra, tiene 12 estancias, que contienen todo Neruda. Construida, con la parsimonia de lo poético, cada habitación en espacio y tiempo conserva el alma y el cuerpo del poeta. Y el de su última esposa: Matilde. Están: el Océano con sus piedras grandes y azules. Sus sonidos. Las caracolas de los mares del mundo y la estampa seductora de la Guillermina, hembra rescatada y recatada, exhibiendo sus senos desnudos, grandes, jugosos como unas frutas de cosecha, maduras y tersas. Un manjar a la vista bohemia.
Está ahí, como dije, todo Pablo. El pupitre escolar, la tabla que salvó de las olas para escribir Odas, el dormitorio con ventana al Pacifico, la sala y el comedor con retratos de sus amigos: Miguel Hernández, Federico García Lorca, Walt Whitman, Paúl Verlaine, Guillermino Apollinaire, Cesar Vallejo. También sus disfraces y el smoking del nobel, las proas vírgenes recuperadas de barcos náufragos, perdidos, la locomotora del tren que conducía su padre y la bandera, herida por los vientos, de Chile.
Pero no me podría escapar con los recuerdos de isla negra, sin el sabor de la sopita de congrio, a la que también le cantó el poeta en sus Odas Elementales. En el Restaurante “El nobel: comida y poesía“, situado al costado del patio, la sirven. Está en el menú. Así que la pedí con alegría en los ojos que se anegaban frente al agitado mar del Sur, del fin del mundo. Antes brindamos con un reisling, vino blanco alemán y despedimos al congrio con los sabores del postre “capresse“, el mismo que ofrecieron Pablo y Matilde, en sus bodas: una en Capri (Italia), otra en Isla Negra, donde están sepultados como evidencia de “Un amor sin fin“.
La poesía de Neruda es universal. Y Pablo también es un poeta universal. Cantó al mundo. A las alegrías como a las guerras que enlutaron la historia del Siglo XX. Y es, quien lo duda, el poeta de los amores públicos, privados y secretos. Sus “Veinte poemas de amor…” son el Manual que utilizo cuando vivo un enamoramiento taciturno. Embriagador…de trementina. Pero a pesar de todo, Neruda es el poeta de Chile. Lo he comprobado.


Entonces, lo he vivido. Sin Chile, Neruda no es Neruda. En él, en el hombre y en el poeta, está Chile. Completo. Elemental. Sencillo. Humilde. Valiente. Limpio. Ebrio y cálido como fogón encendido por carbón de leña y olivo. Encontré lo que fui a conocer: La poesía de Pablo Neruda. La halle en el paisaje, en la Cordillera, en los fogones, en los viñedos, en el Océano Pacifico. Y en las Guillermina que visten los colores y sabores de Chile.
La próxima: Qué es: Jefe de estado en el Estado Social de Derecho?