1.
Cuando dije que quería ser reina, una de esas personas, que nunca falta, que algunos señalan como tóxicas, me increpó con burla e intimidación para minimizar mis sueños: “Ni bella eres”. La miré largamente hasta ponerla nerviosa; recuerdo que le dije: la belleza es efímera y pasajera, lo mío es la alegría y quiero ser reina del carnaval de Barranquilla; estoy convencida que la alegría no envejece, porque la alegría natural que me brota de los poros es la belleza que muy pocos ojos pueden ver.
2.
Después de un sueño inquieto, Gregorio Samsa, abandona su cuarto de confinamiento y se dirige a la tienda de alquiler de disfraces. ¿En qué puedo servirle, señor?, le pregunta el dependiente amablemente. ¿Acaso no le gusta el disfraz que trae y desea cambiarlo? Está bien confeccionado, parece de verdad, pregunta y afirma el tendero, mirándolo y dejándose llevar por el impulso de tocar la espalda dura, mirándole las múltiples patas inquietas y suplicantes. Debería dejárselo, ganaría el premio al mejor disfraz del carnaval 2024, sugirió el tendero. ¿Usted cree?, pregunta Gregorio dudoso, escuchándose su propia voz distinta, disfrazada quizás. Estoy muy seguro de ello; además, su disfraz supera a los que tengo en vitrina. Después de escuchar al tendero, Gregorio sale arrastrándose lentamente con un balanceo rítmico en su andar, haciéndose coherente con el sonido de las tamboras del Barrio Abajo. La gente lo deja pasar mientras se detiene y mira la leyenda debajo del nombre de la tienda: “DISFRÁZATE COMO QUIERAS, EN CARNAVAL TODO PASA”. Eso lo tranquiliza y continúa su camino reptando animoso y alegre hacia el Estadero La Troja, lugar donde comienza el desfile de carnaval. La melancolía desaparece, igual que el temor a ser visto y la esperanza de que esta vez la historia tenga un final alegre.
3.
Las tamboras suenan toda la noche en el Barrio Abajo, influyendo progresivamente en su estado de ánimo, tomándolo desprevenido: sin trabajo y sin plata en los bolsillos. Una profunda depresión lo condena al silencio y el aislamiento. Sus noches se alegran cuando la madre le lleva la comida a su cuarto para que no muera de inanición, sus ojos brillan – mientras saborea cada bocado – y la cabeza se mueve al ritmo de las tamboras nocturnas. La tarde del viernes, antes de la guacherna, toma la decisión de salir y hacerle caso a su madre: “ponte un pantalón al revés con los bolsillos pa´ fuera, igual una camisa vieja con las mangas arremangadas y otra estirada; usa los tenis de caucho viejo. Ponte esta mascara de marimonda pa´ mamar gallo en la guacherna. Pero cambia esa cara, porque si de algo te has de morir será de alegría, no de depresión”. El hombre sale entusiasmado, mientras su madre le grita su cantaleta: “…y recuerda, pa´ qué la plata si el carnaval se hace es con alegría y si esta se acaba te jodiste”. Allá abajo el hombre se va recuperando y el desparpajo de su baile llama la atención, y los aplausos le animan con la esperanza de continuar bailando desde el viernes de guacherna hasta el miércoles de ceniza con sobradas energías.
4.
¿Dónde estuvo los tres días anteriores? Nadie sabía. Se sabía era que pasaba los carnavales mamando ron y mujereando, dijeron los que le vieron por última vez. La esposa lloraba su ausencia y la policía lo buscó por los sitios donde parrandeaba. Recorrieron la Caseta Americana, la Imperial, el Teatro Colón, convertido en salón de baile los cuatro días de carnaval; sin descartar el Rey Soy, una fiesta que se celebraba en el día, donde asistían viejos verdes, mujeres celestinas y jovencitos enamorados, que se les prohibía festejar de noche los días de jolgorio dionisiaco.
El martes de carnaval, José Mantilla – cariñosamente llamado Jose, sin el acento en la última silaba –, el desaparecido, apareció tirado en el atrio de la iglesia. “Está muerto”, dijeron los que encontraron su cuerpo esa mañana. “Este man es Jose, y lo buscan desde hace días, vive por el Camino de los Gatos”, dijo uno de los curiosos que lo reconoció – en esa época, todos se conocían en Soledad–.
La casa de Jose se llenó de inmediato y, por un momento, el carnaval se paralizó en el barrio. El llanto de su viuda era secundado por el de los hijos, agarrándose a las faldas de su madre. Las novias de Jose, enteradas de su deceso fueron llegando una a una. “¡Ay, Jose!, qué te hicieron, tanto que te dije vente para mi casa”, lloraba una mujer con antifaz, vestida de negro, que nadie conocía en el barrio. “Jose, mijo, tanto que te dije, no tomes tanto, parrandea, pero amanece en tu casa”, gritaba la esposa a lágrima viva, estrujándose las manos sin saber qué hacer. “¡Ay, Jose, Ayyyy Jose!, nunca hiciste caso, te dije parrandea conmigo y deja de ser tan picha loca”, lloraba una mujer vestida de monocuco, con una vara en la mano y la otra sujetándose la careta para no ser reconocida. “Quién creería que este Jose tenía tantas viejas”; “Dicen que la tenía larga y gruesa, y eso le gustaba a estas viejas jopolocos”; “¡Qué descaro! venir a la casa de la esposa a llorar un muerto que no es de ellas”. Las voces, los murmullos y las conversaciones de mujeres y hombres se entremezclaban.
Cuando dije que quería ser reina, una de esas personas, que nunca falta, que algunos señalan como tóxicas, me increpó con burla e intimidación para minimizar mis sueños: “Ni bella eres”. La miré largamente hasta ponerla nerviosa; recuerdo que le dije: la belleza es efímera y pasajera, lo mío es la alegría y quiero ser reina del carnaval de Barranquilla; estoy convencida que la alegría no envejece, porque la alegría natural que me brota de los poros es la belleza que muy pocos ojos pueden ver.
La casa era un barullo de llanto, tristeza y dolor. Los llantos de las mujeres, los comentarios de los vecinos criticando a la desfachatez de las novias advenedizas. En el ataúd, colocado en el centro de la sala, estaba Jose con los brazos cruzados y los ojos cerrados, indiferente ante las visitas disfrazadas que llegaban a corroborar su muerte. “Quién lo ve tan tranquilo en su muerte, con su cara de mama santo que no puede con ella”, decían las mujeres de la cuadra mirando el rostro de Jose en el ataúd.
Lo sorprendente era que Jose no presentaba señales de violencia; nadie vio cómo llegó al atrio de la Iglesia, o quién lo llevó hasta ese lugar. Su rostro moreno tenía el mismo color de siempre, lo que extrañaba a algunos vecinos que alguna vez vieron la palidez de la muerte en un cadáver. Eran las doce del día del martes de carnaval y Jose dormía plácidamente su muerte. A los murmullos de desconcierto, la gente se acercó al ataúd a comprobar la ausencia de palidez en la muerte de Jose.
“¡Respira!”, gritó alguien, observando minuciosamente los detalles de la muerte. “Mírenle los párpados cerrados, parecen que los quiere abrir”, llamó la atención una voz entre el tumulto contagiada de observación. Los llantos de las novias y la esposa se aplacaron. La gente salía de la casa en medio del desconcierto y la sorpresa a propagar la noticia; y más gente entraba animada por la curiosidad. “Parece que está sudando”, dijo alguien refiriéndose a Jose cuyos ojos, abiertos y aterrorizados, veían el asombro que su extraña muerte producía entre los vecinos. Sintió la ventanilla de vidrio del ataúd abriéndose, escuchó desclavar el ataúd. Sentado sobre el ataúd miro en derredor y vio a las mujeres llorando de alegría, su esposa y las novias, que en un abrazo espontáneo saltaban de alegría, igual que sus hijos. Todavía sin recordar lo sucedido antes de su muerte, veía y escuchaba las voces de la familia y los vecinos, disfrazados todavía.
“Ay, Dios mío, gracias por devolverme a Jose”, “Jose no te vayas, todas te queremos”, “te prefiero vivo, no importa que tenga que compartirte”. A su alrededor caminaban y danzaban disfraces de toro, monocuco, pájaros, burros. Lo bajaron del ataúd y le recordaron que todavía faltaba mediodía para que se acabaran los carnavales.
El ataúd se retiró y la sala quedó despejada. “¡En carnaval todo pasa!”, grito Jose entusiasmado mientras sus mujeres lo abrazaban y se apretaban contra él, sintiendo la certeza de su vida. Después de tanto llanto y dolor inesperado, la voz de Pedro Ramayá Beltrán fue contagiando con Joselito Borrachón al son de la gaita y la flauta de millo, y la fiesta se prendió hasta el miércoles de ceniza.
Días después, el médico le dijo a Jose que tuvo un episodio de epilepsia, que debía aprender a convivir con esta enfermedad, pero también cuidarse y moderarse en los próximos carnavales. Jose está feliz, sin embargo, no recuerda dónde estuvo los tres días anteriores, cosa que le preocupa, aunque sus amigos no le creen y sus mujeres tampoco.
Extraordinaria manera de contar en anécdotas los días de carnaval. La reina que defiende otro tipo de belleza, el carnavalero, y no el de todos los días. La alegría. Samsa escapado del libro de Kafka y gozando de las máscaras de los días de Dionisio. Y la historia del miércoles de ceniza del epiléptico Jose Mantilla. Y Ramaya y su folclor. Y sin apretar al lector, porque el texto nos lleva a una isla de Macondo. Quiero decir, el texto nos coje por las orejas y no nos suelta. Lo de Samsa, me deslumbró
debe de publicarlo en inglés también