Amaneció con un sabor amargo en la boca. En toda la noche el insomnio le ganó al sueño, imponiéndose con su vigilia obsesiva. Las tres veces que fue al baño siempre tuvo conciencia de la hora, acostumbraba a dormir con el reloj en su muñeca izquierda, 12 de la noche, dos, y cuatro y treinta de la mañana. Había sido una noche extraña, “en días pasado una sola meada bastaba”, pensó la tercera vez. Los canarios enjaulados del vecino alegraban la mañana y él trataba de contagiarse, pero más podía esa sensación extraña y misteriosa insertada en su estado de ánimo, era un desasosiego sin ninguna razón, ningún sentido. Se levantó, después de escuchar el ruido de la motocicleta del repartidor de periódicos. Miro debajo de la puerta y ahí estaba el diario. Sintió miedo sin saber por qué. ¿Qué temía? Volvió a pensar que ese nuevo día era diferente a los días anteriores. En el silencio de la casa sus pies descalzos eran los de un felino, suaves, sin ruido. Preparó café en la cocina y el aroma lo animó a sorberlo con placidez. De nuevo, con la taza en la mano, volvió a donde estaba el periódico, esperándolo para ser leído, volvió a pensar. Tomó el diario y se sentó en la butaca de siempre, cada dos o tres páginas, se detenía en una noticia mientras sorbía el café. Afuera, la calle se animaba con las voces de la gente que iba de paso hacia el mercado; de vez en cuando un perro ladraba en el extremo de la calle y otro respondía con un aullido largo y lúgubre, que la vieja Belén entre rezo y rezo, y el rosario en la mano, persignándose dejaba escuchar su voz anunciando, “esos ladridos de perros no son normales, y a esta hora menos. Estamos en una mala hora, mejor quédense en casa”, se paseaba de extremo a extremo, a lo largo de la calle, una calle que su ceguera se sabía de memoria, sin tropezar.
Lo enterraron en medio de la soledad de unos pocos vecinos. “Su familia brilló por su ausencia”, fue el final de la nota; se veía una foto donde un ataúd era bajado a pulso por cuatro sepultureros, a un pozo profundo y unas personas que no alcanzó a distinguir, con paraguas – vecinos, seguro –, pensó, protegiéndose de la lluvia que caía sin cesar.
“El señor…”, leyó su nombre, incrédulo, “descanse en paz. Las condolencias a su familia”. Recordó que su familia no estaba con él, que sus hijos se fueron lejos del país y nunca regresaron, que su esposa se marchó a pesar de amarlo, dejándolo en una casa grande que se caía a pedazos. Era extraño lo que leía porque no estaba enfermo. El médico le revisó los exámenes y todo estaba entre los valores normales, glicemia, colesterol. “Estás fuerte como un toro”, le había dicho después de comprobar su presión y el resto de signos vitales. “Más bien será como un gato, acaso no escucha el silencio de esta casa, mi querido doctor”, recuerda que le dijo hacía sólo un par de día.
Lo enterraron en medio de la soledad de unos pocos vecinos. “Su familia brilló por su ausencia”, fue el final de la nota; se veía una foto donde un ataúd era bajado a pulso por cuatro sepultureros, a un pozo profundo y unas personas que no alcanzó a distinguir, con paraguas – vecinos, seguro –, pensó, protegiéndose de la lluvia que caía sin cesar. La foto en blanco y negro lo entristeció aún más. Palpó su pulso como le enseñó el médico, ninguna señal; tomó un espejo que no se humedeció a pesar de inhalar y exhalar por la nariz; tocó suavemente su pecho y lo sintió helado, quizás eso evitaba que sintiera calor; se preguntó las tablas de las cuatro operaciones matemáticas y respondió con lucidez, sin errores, y eso lo asustó más. Entonces pensó que el diario tenía razón, que murió solo y abandonado, lejos de la gente que tanto amó. Se recostó en la butaca, subió los pies a un banquillo y dejó que el diario resbalara de sus manos, sintió una indiferencia sin angustia. La última imagen que recordó fue su muerte en blanco y negro, sin ningún colorido, los vecinos con paraguas negros y el ruido de la lluvia arreciando con fuerza, despidiéndolo con golpecitos breves e insistentes sobre la madera del ataúd, que descendía a lo profundo de la tierra. Una leve angustia le llevó a aceptar que su cuerpo se perdía irreparable en un río de aguas tranquilas y misteriosas y una absoluta indiferencia le invadió.