Introducción
Siempre he sido feliz en Navidad. De mi lejana niñez recuerdos gratos guardo de esta época del año. Una ráfaga de felicidad desbordante inundaba los espacios y el tiempo de la vieja casona azul y blanco en donde transcurrió mi infancia en la arenosa barriada barranquillera. El rostro y temperamento de todos en casa, de mis padres y hermanos, se tornaba alegre, festivo y risueño. La dicha embriagaba por igual a toda la vecindad.
El jolgorio comenzaba desde el último domingo de noviembre, primero de adviento, cuando los niños que concurríamos al catecismo de la iglesia parroquial recibíamos, plenos de contento, los primeros aguinaldos. Inolvidable, para mí, los regalos fabulosos que entregó el gobierno, durante la presidencia del General Gustavo Rojas Pinilla, años 1953 – 1956, a través de una entidad llamada SENDAS que dirigía su hija María Eugenia Rojas.
Desde que arrancaba el mes de diciembre, expectantes cada tarde a las seis, esperábamos a mi papa que llegaba cargado de los obsequios que le daban clientes del banco en donde trabajaba, The First National City Bank of New York, situado en el Paseo de Bolívar. Dulces finos de chocolate, sobre todo, provocaban la mayor expectativa.
Las velitas
Para la época la fiesta de velitas era más religiosa que pagana. Se circunscribía a la novena a la virgen y rezo del santo Rosario de la Aurora en procesión por las avenidas aledañas a la iglesia. Feligreses, con farolas iluminadas en mano, cantaban “Ave, ave, ave María. Ave, ave, ave María”.
El 7 acostábamos bien temprano para levantarnos al amanecer del 8 a esperar, según creencia popular, el paso protector de la virgen, por el alto cielo, con las velas encendidas en el pretil de la casa que protegíamos, de la pertinaz brisa decembrina, con faroles multicolores que elaborábamos nosotros mismos.
El pick up de un vecino, el señor Marco Orellano, era el despertador que nos ponía en pie con la música de Rufo Garrido y Aníbal Velásquez a todo timbal.
En la calle los muchachos, más grandes, corrían bulliciosos tras una bola envuelta en llamas, una bola de candela, que pateaban sin temor alguno. El triqui traque resonaba en los andenes de cada una de las viviendas.
La navidad
La navidad, propiamente dicha, se celebraba desde el 16 con la novena al Niño Dios que mi mamá lideraba con ferviente entusiasmo. Invitaba a todos los niños de la cuadra que asistían, puntuales, con sumo fervor. La preparación del pesebre era labor comunitaria en la que nos ocupábamos una vez pasaba la celebración de las velitas.
Fabricábamos panderetas con las checas de bebidas; maracas, tambores y pitos aparecían para amenizar los villancicos que cantábamos durante el novenario.
Los tiempos han cambiado y las solemnidades religiosas relacionadas con la Inmaculada Concepción de la Virgen y la Natividad del señor han perdido el riguroso carácter sagrado que tocó vivir en el pasado. El asunto ha llegado a tal extremo, en nuestro entorno barranquillero, que se han fundido en una sola celebración carnaval y navidad. Es probable, por ejemplo, que se escuche en estos días más música relacionada con las festividades del Dios Momo que las hermosas canciones que hacen de la navidad la temporada más bonita del calendario.
El día 24 mi mamá entregaba, complacida, regalos y confites a cada uno de los niños asistentes antes de partir a la misa de gallo que se realizaba a las doce de la noche. La única misa que se oficiaba a esas horas, en aquellas calendas, para celebrar la nochebuena. Luego, de regreso, dentro de la mayor inocencia, nos íbamos a la cama convencidos que el niño Dios llegaría con los presentes que le habíamos pedido en carta colocada en el pesebre.
La mañana del 25 de diciembre era la más linda del año. Con juguetes y luciendo ropa nueva salíamos al encuentro de los otros chiquillos del vecindario a jugar y compartir.
En mi casa el desayuno de la navidad era especial, distinto al de todos los días. Chocolate, pan de uva o francés de la Panadería Central, jamón, mortadela, queso amarillo, manzanas, uvas y paté de hígado colocaba mi mamá sobre la mesa que degustábamos con placer después de oír a mi papá hacer una piadosa plegaria al Dios recién nacido.
Este sentimiento navideño, heredado de mis padres, arraigado en lo más hondo de mi corazón lo he proyectado en el tiempo a mi hogar, a mis hijos, nietos y demás familiares. Tratando de revivir el goce de mi remota infancia en el niño que aun reside en mi ánima octogenaria. El 24 en mi casa, la cena de nochebuena se constituye, jubilosa, en la fiesta del año.
Navidad y carnaval