Nostalgia de ciudad

Wensel Valegas

El día que decidí partir de este país recibí montones de críticas, me tildaron de falto de identidad, de traicionar a la gente del barrio y también al país. Les dije que la pura necesidad me obligaba a partir, a probar fortuna, porque la situación acá estaba jodida y el trabajo al que aspiraba no existía en este país atrasado. Me había especializado en robótica, a eso llegue, a pesar que en el barrio se burlaban por leer las obras de Julio Verne y después los dos tomos de cuentos de Asimov. Me encantaba el trabajo creativo, no rutinario. Fue la época en que los aviones demoraban, el internet era una utopía, los pasajes estaban impresos en tarjetas de cartón y las largas colas para hacer el cheking eran largas e inagotables. Teníamos que estar atento a las llamadas para tomar el vuelo porque las pantallas con sus múltiples destinos e itinerarios tampoco existían.

No quise discutir, pero amaba mi ciudad, digo mi ciudad porque a los políticos se les había antojado denominarla a sí, a pesar del atraso. No amaba mi ciudad por su desarrollo, la amaba porque siempre fue un remanso de paz. El viejo cine con sus películas mejicanas, vaqueros del far west, cazadores de recompensa y las viejas contiendas de los indios norteamericanos frente al hombre blanco, que se apoderaba de sus tierras, expropiándolos. Era lo más violento de la ciudad, porque en el resto de la vida, la real, la gente se moría de vieja y los velorios eran fiestas de pan y café, animados por Chibolito, cuenta chistes del pueblo. Jamás intenté convencer a los amigos del barrio, era el primero en partir, al final se impuso el respeto por las decisiones mías y la comprensión de ellos.

Y la amé mucho más estando fuera del país. Recordaba sus calles destapadas, llenas de hueco, que aparecían pavimentadas en planeación municipal, pero la realidad era otra. Los arroyos de siempre, inundando las calles; la gente bañándose con agua lluvia y los niños dibujando peregrinas en el suelo húmedo para jugar saltando e intentar llegar al cielo. La vieja estación American Bar, donde nos iniciamos en el billar y la buchacara, compartiendo gaseosas y cervezas; la majestuosidad de la iglesia y la alegría nostálgica de los domingos para conversar con las novias y amigas alrededor del atrio en innumerables vueltas. Las ventas de butifarras, arepas, carimañolas y buñuelos, donde Graciela y Vilma; los guarapos de Ramoncito y de Gil, dulces refrigerios que se brindaban a las amigas en la plaza, a la salida de cine. De todo eso me acordaba, pero nunca lo mencioné en mis cartas quincenales a mis amigos del barrio, que según me contaron se reunían por las noches de los viernes para leerlas y pasárselas entre todos, para criticarlas y comprenderlas.

Tomándome un café en un estadero de la Avenida Constitución, en Washington D.C, pensaba en mi ciudad con nostalgia, bajo un invierno frío que le cortaba la piel descubierta y se le incrustaba a uno en los huesos. Temblando y fumando un cigarrillo tras otro me decía que era un reto. Por un lado, estaba viviendo el sueño de trabajar en lo que uno quiere y que lo hace tan feliz, recordaba a Bertrand Russel, en su tratado sobre La conquista de la Felicidad. Por el otro, la nostalgia y el deseo de tomar un avión para el regreso. No pretendía ser ejemplo, pero no era bueno regresar con la derrota a cuesta. Me mantuve firme casi cuarenta años: entre breves regresos y largas ausencias por trabajo. Pero jamás dejé de anhelar mi ciudad que llevaba en el corazón.

Soporté fríos y tormentas por la familia esperanzada en que todo saldría bien; por ayudarles a salir de la pobreza material; por darles una casa digna; para que estudiaran los que no habían podido hacerlo. Para que mis amigos, en el fondo, estuvieran orgullosos de mí. Soporté los recuerdos que me venían de pronto, la muerte de mi padre, que me escribía largas cartas con su inconfundible letra de campesino: algunos signos más grandes que otros y unas letras marcadas con fuerza como quien está aprendiendo a escribir, eran unas letras que salían del alma del hombre solitario tragándose su muerte lenta, animándome a que no regresara, pero lo que hicieron fue motivarme al regreso intempestivo. Una sonrisa en su pálido rostro demacrado y un apretón débil de sus manos agarrando las mías, escurriéndose y soltándose sin fuerza al abismo de la muerte sin que nadie pudiera detener su caída.

Trabajé duro por mi familia y me sumergí con todas mis fuerzas en el poderío del sueño americano. Dos empleos tuve, el uno, creativo e incierto, y el otro, rutinario y mecánico. Dos trabajos que se complementaban, uno que me retaba a pensar hasta el agotamiento y otro que me condicionaba a no pensar hasta sentirlo monótono. Mi familia pudo salir adelante y mi amor por el trabajo fue el pretexto para olvidarme de la riqueza insospechada del ocio. La vida transcurría entre el trabajo, los partime y las noches solitarias viendo como crecía la ciudad; me distraía y me hacía olvidar, por momentos, el llamado de la tierra. “El que nació en este pueblo no lo olvidará jamás, aquí está el ombligo enterrado”, de eso me acuerdo al escuchar en mi memoria las voces de los viejos fumando tabaco – agachados – con la mirada en trance que envidiarían los mejores chamanes de la sierra nevada de Santa Marta.

Ahora estoy de regreso. Me fui a trabajar a un país extraño y nunca me amañé, aprendí su lengua y trabajé en lo que tanto anhelé. A pesar de la lejanía, hace años, pensaba en el regreso, pero siempre daba un rodeo, buscaba un pretexto, retrasaba el regreso, hallándome entre dos fuerzas que coexistían. Agradezco a este país el bienestar y las comodidades a través de un trabajo del que no quiero hablar. Finalmente regreso a la ciudad de mi memoria.

El tiempo de ausencia fue configurando con los amigos de infancia una forma de respeto, casi me perdonaban haber dejado la ciudad; me hablaban del silencio en las noches, pero también del crecimiento de la población y la gritería de vez en cuando interrumpiendo la paz de los muertos. Me recordaban el olor a río de la ciudad, del aroma suave que invadía las casas en la ribera. Les preguntaba por el sentimiento de conformidad y alegría en una ciudad cuya tranquilidad era su mejor atractivo. Les preguntaba por los pájaros matinales y la cara inmensa del sol subiendo por encima de la Isla de Cabica; me recordaban las largas caminatas atravesando el río seco a pie en el verano. Hablaban de cómo los habitantes se aferraban a su ciudad, a la que consideraban hospitalaria y acogedora; me dijeron algo que nunca había escuchado ni dado cuenta: estaban convencidos que en la mirada de los habitantes había un signo de melancolía y soledad que reflejaba la naturaleza de la ciudad.

Ahora estoy de regreso. Me fui a trabajar a un país extraño y nunca me amañé, aprendí su lengua y trabajé en lo que tanto anhelé. A pesar de la lejanía, hace años, pensaba en el regreso, pero siempre daba un rodeo, buscaba un pretexto, retrasaba el regreso, hallándome entre dos fuerzas que coexistían. Agradezco a este país el bienestar y las comodidades a través de un trabajo del que no quiero hablar. Finalmente regreso a la ciudad de mi memoria.

El avión aterrizó en el Ernesto Cortissoz a las once de la noche de un viernes de julio. Apenas descendí un vaho de aire fresco nocturno me recordó las brisas del Veranillo de San Juan. El aeropuerto estaba cambiado, los maleteros agudizaban la vista a ver si me reconocían, reconocí a dos o tres que habían estudiado conmigo, pero dudé cuando uno de ellos me dijo: “me confunde con mi abuelo, me llamo como él, casi todos los que trabajamos aquí heredamos estos puestos”, me dijo, entonces me di cuenta que no era joven como ellos, que estaba viejo, pero con buena memoria. “Adiós, señor, mi abuelo murió hace cuatro años”. Me dijo el joven empujando una carreta con maletas. Lo vi partir con el mismo brío de su abuelo, como si el tiempo no hubiese pasado.

El taxi me llevó de regreso a casa. Veinte dólares la carrera, me dijo el chofer. Te voy a dar cincuenta mil pesos, no soy ningún gringo y estoy a diez minutos de mi casa, le dije recordándole que era soledeño, pero no marica. “Tómalo o déjalo”. Los tomó. A medida que el auto avanza voy entrando a la ciudad. Cada esquina me trae evocaciones de la juventud y cuando la esquina ha desaparecido mi cerebro se intranquiliza, como si la memoria surgiera de pronto y necesitara hacer una actualización. Nadie sabe que he regresado, nadie me ha ido a buscar al aeropuerto. He entrado a la ciudad, el auto avanza despacio atravesando la plaza: no se ha perdido la costumbre de tomársela sin temerle al tráfico. La gente va y viene descomplicadamente y, ¡ay! del auto que toque a algún peatón. Sólo por eso la reconocería.

Llegó el tío, dijo la sobrina a sus hijos, al verme llegar y bajar las maletas. Sólo ella sabía, pero le dije que no se preocupara en buscarme al aeropuerto. Me abraza y los niños me miran con curiosidad. Esa noche, ya era el día siguiente, antes de acostarme, salí a la terraza. Respiré hondo, haciendo una inhalación profunda para que entrara el aroma del río, las flores y las voces de los campesinos camino al mercado. La calle en penumbra es la misma desde que tengo uso de razón, destapada, llena de tierra y piedras.

Me doy cuenta que no soy un niño, que ya no soy joven, soy un viejo y me hallo en la misma calle que me vio nacer. Desde que descendí del avión me sentí como en casa, también he sentido que esta ciudad inspira un sentimiento de tristeza. No sé si será la vejez o la ausencia de los amigos, muertos en su mayoría. Esos que leían mis cartas – me despidieron una vez sin saber que nunca me darían la bienvenida del regreso – ya no están, ahora soy un desconocido, un ser anónimo, un triste viejo apegado a su memoria, que no concuerda con lo que ve. No sé si es la edad, pero siento que no hay motivo para estar en casa, en este barrio, en esta ciudad. De esas cosas vivas que he deseado ver y abrazar ya no queda nada y siento en esta soledad que solo fui recibido por una multitud de recuerdos y de sombras. Hemos hablado tanto de esta ciudad que perdí con mi ausencia, que se parece a los amigos que se fueron y que tanto amaba. Duele.

2 thoughts on “Nostalgia de ciudad

  1. Cruda realidad de quién sale a probar suerte a otro país, en realidad no sabemos si es malo o es bueno.
    Se mejoran las condiciones de vida, pero se pierden de muchas cosas en la tierra que los vió nacer.
    Pero duele más aún ver qué en nuestros pueblos y ciudades no cambien nisiquiera en su estructura, adecuación de calles y demás.

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