Pero jamás en mí podrá apagarse
La llama de tu amor.
G.A. BÉCQUER
John Walker nunca estuvo de acuerdo con la sentencia contundente del cura el día de su boda: “…hasta que la muerte los separe”. Procuró vivir siempre junto a su esposa y gozarse cada minuto de la vida por más de setenta años de matrimonio. Llegaron a conocerse tanto que en la vejez se pasaban largas horas observándose y sonriéndose con cierta timidez, como dos adolescentes, experimentando su primer amor, sin cansancio, deseando mutuamente la compañía del otro. Se gozaban el ejercicio de recurrir a los recuerdos cada día que vivían, ahondando en ellos; se entristecían cuando la memoria los engañaba al darse cuenta que se perdían en antesalas y estancias lúgubres y otras se extraviaban en los laberintos de las casas de la infancia, sin nadie a quién recordar; se acostumbraron a pensar coincidencias, interrogándose en torno a la búsqueda de la dulzura sin palabras que se perdieron y de muchos que se fueron huyendo de los recuerdos, quedando arrobados y solitarios ante seres anónimos borrados por la lluvia, que dejaron el tiempo tristemente derramado en el olvido.
“Eres un coleccionista de tristezas – le había dicho alguna vez su Virginia – y eso no tiene que ver con la edad, así es la vida, mi querido Walker”, le decía cada vez que regresaba de sus viajes de marino errante por los mares del mundo, a refugiarse en sus brazos siempre abiertos. En la penumbra del cuarto escuchaban el silbido del viento y él le explicaba cómo los oía en el mar y ella le contaba cómo eran los susurros en tierra en medio de los árboles, bajo las noches lluviosas de otoño. ¿Será que quiere llevarnos lejos?, se decían, mirando el techo y sintiendo la ventisca obsesiva galopando sobre el insomnio abrazado de los dos. En la intimidad del cuarto, después de las largas ausencias de Walker, se reencontraban, sabiéndose uno y, sin embargo, no dejaban de ser dos. “Te espero al final de tus ausencias, esa separación que vivimos, nos devuelve un amor intenso; siempre estoy anhelando tu llegada, mientras tú – en la lejanía – sueñas con volver”.
En la intimidad del cuarto, después de las largas ausencias de Walker, se reencontraban, sabiéndose uno y, sin embargo, no dejaban de ser dos. “Te espero al final de tus ausencias, esa separación que vivimos, nos devuelve un amor intenso; siempre estoy anhelando tu llegada, mientras tú – en la lejanía – sueñas con volver”.
Cuando los periodistas entrevistaron a Walker quisieron saber a qué debía el éxito de su matrimonio, – aunque jamás pretendió llamar la atención sobre ello, porque el amor expresado fue parte de su forma de sentir y pensar – este respondió con una frase que cautivó al periodista: “Si, nos conocemos, pero sabemos que nunca nos agotamos el uno en el otro, la curiosidad todavía nos mantiene expectantes”, lo dijo con el beneplácito de su mujer, que yacía acostada intentando sobreponerse a los estragos de la última pandemia, a la que tomaba de las manos con el temblor de las suyas. “Este amor nos mantendrá ocupado hasta la eternidad”, hablaba con la convicción de que su amor había crecido en un ejercicio consensuado de respeto y tolerancia. Reconocía en la entrevista que la edad lo había vuelto reflexivo, resaltando el anhelo un día de morir juntos, y “si alguien tiene que partir antes, ojalá sea yo. Sin ella la vida no sería tal”.
El día que se enteraron que morirían, los paramédicos del Hospital de la Universidad de Rockefeller, en la ciudad de Nueva York, los juntaron para que se vieran sin que ellos se enteraran que ese instante de amor recobrado en los días de la pandemia mundial era el último adiós. Él la tomaba de las manos y ella le sonreía como la primera vez, pensaba Walker, cómo no amar su rostro hermoso y bien cuidado; su piel fuerte y delicada, soportando los tiempos de las ventiscas de nieve, subiendo al Everest como simples aficionados, extasiados en la blancura de la cordillera del Himalaya. Ese rostro alegre de la mujer fue una de las más bellas imágenes recordadas al desafiar los fuertes vientos; su cuerpo de niña ágil sobre los esquíes y su equilibrio dinámico eran un homenaje a la alegría.
Esos instantes rodaban por la memoria de ambos, sin ningún tipo de censura y control, fluían con plena libertad en sus memorias apegadas a la nostalgia. “Me gustas cada tarde más”, le decía Virginia en las extensas tardes de la juventud, tomando el té y mirando el lago brillante de aguas quietas desde el balcón de la casa de campo, en las afueras de Knoxville. Paladeaban el té y se miraban. “Por eso te amo y no por eso, por tantas cosas y tan pocas”, le respondía Walker, en un juego maravilloso de versos y palabras encontrados en la lectura de la poesía nerudiana conocida en su viaje a Isla Negra, donde vivió el poeta.
Nunca tuvieron hijos, aunque se preocuparon por sobrinos y familiares jóvenes. La vocación de ayudar, el valor de la familia y la alegría con que eran recibidos fue su mejor aliciente. Nunca echaron de menos los hijos que no tuvieron, pero se sabían amados; amaban a la familia cercana con la que compartían y vieron crecer en su larga vida.
Una semana después del encuentro, John Walker murió y tres días después, su esposa Virginia decidió ir en su búsqueda. En su mano empuñada tenía un papel donde escribió de su puño y letra una frase, que reza como epitafio en una tumba para dos, en las afueras de Baltimore: “Ese bandido de John Walker no se saldrá con la suya, si mi curiosidad ha de satisfacerse con la muerte, bienvenida sea”, decía la nota después de haberle abierto su mano endurecida.