“Ante la vida, salimos huyendo”
Eric Fromm.
Una época nunca será mejor que la otra; simplemente los tiempos cambian y la historia y vida cotidiana fluyen con sus avances en todos los ámbitos de la cultura. Lo anterior, esos rezagos del pasado siempre harán parte de una vida artesanal, al compararlo con los tiempos presentes. Todo tiempo pasado fue mejor, es sólo una percepción e interpretación del mundo vivido, leído, visto a través de los audiovisuales, o navegando en las redes intangibles.
Sin duda alguna la vida cotidiana de mi calle cambió. Con más de cincuenta años de mundo percibido es triste que siguiera igual, sin embargo, este presente de hoy tampoco satisface. Lo cierto es que cada mundo vivido – pasado o presente – tiene sus propias exigencias particulares, las percepciones se agudizan en todo sentido, las diversiones son diferentes y diversas. En mi calle, los ritmos del día estaban enmarcados por los buenos días matutinos de los campesinos que viajaban a la isla de Cabica; el paso del ganado emergiendo del río, camino al matadero; las escasas noches de velorios en los tiempos en que la muerte era un acontecimiento; las películas nocturnas en el teatro Olimpia y las largas conversaciones en las esquinas, después de cine, que despertaban a los vecinos de sueños profundos e irritaban a los insomnes que no podían dormir.
Realmente mi calle no es una calle, es una carrera, pero crecimos con el imaginario transmitido de que era una calle. En mitad de su trayecto, exactamente ciento cincuenta metros antes de llegar a la ribera, el Callejón era presencia viva, callada. No sólo se desprendía de nuestra calle, sino que se encontraba en nuestro barrio: el Centro. El Callejón era un apéndice de nuestra calle, descendiendo cien metros abajo hasta los linderos del barrio Cachimbero.
El Callejón, siempre estaba haciendo homenaje al silencio, en el día y en la noche. Era un camino lleno de arena, sin nomenclatura, olvidado del mundo, anónimo, un sin nombre, pero con vasta presencia y serena autoestima. En el día se asumía como simple camino dando paso a los transeúntes, su apariencia se impregnaba de polvo y sus cabellos se tornaban grises. Se gozaba a plenitud su anonimato, su estado desapercibido, le fascinaba ser un nadie, simpatizaba con el soldado desconocido y se lamentaba por los N.N de las páginas amarillas. Llegada la noche se vestía de negro y en su cuerpo se recogían los aromas de la naturaleza; dialogaba con las estrellas y la luna, sugiriéndoles una constante prudencia; se deleitaba en el placer de la oscuridad y el deleite de ser profanado por las parejas acogidas, permitiéndole, además, contemplar el brillo infinito del universo. Su oscuridad era plena, sin ningún vestigio de luz; era indiferente y tranquilo en el día, pero optimista y mesurado en las noches oscuras, donde se gozaba su función de anfitrión.
“Festejemos a Nadie que nos permite presumir que somos Alguien”.
Lo conformaban cuatro casas con sus respectivos patios, que eran cuatro esquinas. Los patios extensos estaban cercados por paredes de cemento y cercas de bahareque, que mostraban su interior, donde se podían observar sembrados de árboles de nísperos, mango, limón, toronja, guayaba, papaya, anón. Los patios de las cuatro casas se juntaban en su final, dándole presencia al Callejón.
Ver el Callejón en la soledad del día era agradable, durante el año siempre corría un viento fresco que venía del río; se respiraba la tranquilidad y buen ánimo de los vecinos. De vez en cuando un carro ruidoso lo cruzaba, minimizando las voces de los vecinos en los patios y el canto alegre de los pájaros comiéndose las frutas de los árboles. En las noches, generalmente, el Callejón cambiaba su estado de ánimo y la oscuridad se hacía cómplice; las estrellas titilaban y la luna de verano se mostraba en su esplendor. La oscuridad del Callejón era un atractivo para las parejas en las noches de los viernes, sábados y domingos. Desde cualquiera de los extremos que se mirara, se veía
“…una calle larga y silenciosa
…en tinieblas y tropiezo y caigo…
… está obscura y sin salida
y doy vueltas y vueltas en esquinas
De vez en cuando los transeúntes de antaño se les aviva la memoria y buscan con quién compartir su nostalgia, pero sin hablar más de la cuenta. Pero no encuentran a nadie en su búsqueda, quizás porque murieron, o se fueron del barrio, o se volvieron cómplices de los amigos del progreso, que se ensañaron con el inocente Callejón, donde la noche respiraba vida, pero los depredadores acabaron con él, borrándolo, como si amarse fuera un pecado y la huida, la mejor opción.
Las parejas desfilaban por el Callejón, llegaban de la plaza, de cine o de la iglesia, otras entraban por la esquina del Cachimbero y salían a nuestra calle. También aparecían parejas de otros barrios con la motivación de perderse en la oscura complicidad del Callejón. Los que vivíamos en la calle, como anfitriones nos conformábamos con ser espectadores, otros exhibían cierto malestar y algunos “chismosos” se volaban los patios, escondiéndose, para escuchar los susurros entrecortados del amor y las promesas inciertas bajo la ansiedad de los deseos y la fuerza del corazón. Eran voces anónimas, algunas inaudibles; los abrazos muy silenciosos y recatados. Así transcurría el Callejón con los advenedizos bajo la influencia del Cupido, encerrado en un mutismo de total oscuridad; hasta la luna brillante de algunos días se apagaba con prudencia y las estrellas dejaban de lado sus guiños alcahuetes.
Desde nuestro observatorio de niños – adolescentes nos dominaba la curiosidad. Aguzábamos la vista y nada se veía, sólo escuchábamos voces dispersas traídas a retazos por la brisa fresca de la noche, sin cuerpos ni rostros, que en cierta forma nos aterrorizaban. De pronto emergían de la oscuridad, como un relámpago, una a una, las parejas. Salían abrazados, sin una pizca de rubor en las mejillas las mujeres; los hombres en un abrazo posesivo continuaban sus historias de promesas y sueños inciertos. Una, dos, tres, cuatro, un sinfín de parejas, a su salida esperaban el aplauso que nunca llegaba,
“…se toman de la mano: algo habla
entre sus dedos, lenguas dulces
lamen la húmeda palma, corren por las falanges,
y arriba está la noche llena de ojos”.
Fue una época en que muchos jóvenes del municipio prefirieron el Callejón de la vieja Sara, que irse a Barranquilla a un motel, además, los menores de edad estaban impedidos de entrar, por eso en todo el pueblo se corrió la voz de las delicias de este lugar silencioso. La policía nunca apareció, quizás comprendió que amarse a escondidas no era ningún delito. Tampoco se escuchó la noticia de que alguna pareja fuese asaltada, pero soy consciente que por esa época la oscuridad del Callejón nunca nos brindó desconfianza y jamás nos inspiró un pensamiento temeroso en temas delincuenciales. Además, decía un viejo fumador de tabaco del barrio Cachimbero: “en este pueblo no hay ladrones, sino borrachitos que en las madrugadas se les da por volarse los patios y robarse una que otra gallina para hacerse un sancocho y pasar la pea”.
Nunca supimos la versión de los que se volaban los patios para escuchar las promesas de amor; entre risas y mamadera de gallo solo dejaban una sensación de expresas vaguedades. Quizás para no parecer como unos pervertidos y enfermos. Todavía es la hora y una sonrisa cínica aparece cuando se toca este tema.
Definitivamente cada época es diferente, nunca será una mejor que la otra; cada una tiene sus propios encantos, sus oportunidades, sus momentos culturales. Por estos días me encontré con uno de esos asiduos visitadores del Callejón y una sonrisa apareció en su rostro ajado por el tiempo. “Esa época no vuelve”, me ha dicho con la mirada volcada en el pasado.
- ¿Y sabe qué es lo que recuerdo de esa época?
- ¿Qué? – le pregunto.
- Cuando salía del Callejón, me quedaba un olor a guayaba y papaya en la ropa.
- Y, ¿eso?
- No sé. Cambié de novia varias veces y las llevé allá, ¿y sabe qué pasó? Que los olores seguían siendo los mismos.
- Otra cosa – me dice.
- ¿Qué? – lo invito a seguir hablando.
- Nojoda, a veces sentía que nos vigilaban y escuchaban lo que uno hablaba.
- ¿Acaso recuerdas lo que hablabas? – le pregunto.
- ¿Para qué? – responde y me muestra una sonrisa cínica en su rostro envejecido, pero convencido de llevarse el secreto a la tumba.
- Esa época no vuelve, téngalo por seguro, afirma. No sé si fue mejor o peor, pero no vuelve.
- Arajo, Sara, tienes visitas – le decían las amigas con una sonrisa pícara, provocándola, y viendo las parejas que entraban y salían del Callejón.
- ¿Visitas? Creen que soy pendeja y no sé lo que hacen, estoy que les hago un baño con tocador para que se laven y se arreglen – Todavía recuerdo las carcajadas de la vieja Sara, siguiendo la broma, con buen humor.
En la actualidad, El Callejón es solo un nombre en la memoria colectiva de hombres y mujeres observadores. Se invadió su intimidad y sobre su yo social se edificaron casas, donde antes estaban los extensos y antiguos patios, con nomenclatura propia. De vez en cuando los transeúntes de antaño se les aviva la memoria y buscan con quién compartir su nostalgia, pero sin hablar más de la cuenta. Pero no encuentran a nadie en su búsqueda, quizás porque murieron, o se fueron del barrio, o se volvieron cómplices de los amigos del progreso, que se ensañaron con el inocente Callejón, donde la noche respiraba vida, pero los depredadores acabaron con él, borrándolo, como si amarse fuera un pecado y la huida, la mejor opción.
ROCA Juan Manuel. Biografía de nadie. Antología Personal. Poema: Biografía de nadie. Visor de poesía. Madrid. 2016. Pág. 128
PAZ, Octavio. Obra poética (1935 – 1988). Poema: La calle. Planeta. España. 1990. Pág. 85
CORTAZAR, J. Poema: Los amantes. Poesía portátil. 2021. Pág. 15