Introducción
Egresado de la famosa escuela médica de la Universidad de Cartago La Nueva, el doctor Paul Borréal, luego de realizar su año rural en el lejano municipio de Concordia, aledaño al valle de San Joaquín, se internó en el Hospital de las Gracias de su ciudad natal en donde se especializó en el arte de los dioses. Perfilándose con el tiempo como un anestesiólogo competente y muy apreciado por colegas y comunidad en general.
A un costado del pasillo, por donde se accedía a la puerta que daba al área de quirófanos, dos largas bancas repletas de gente pobre esperaban que el Dr. Paul terminara su faena quirúrgica para consultarle sobre sus dolencias, no solo, físicas sino también sus falencias económicas. Fungía, así, como médico general y filántropo. Para cada uno de los que allí acudían tenía su respectiva solución. Antes de atenderlos, uno por uno, se ponía frente a ellos y les hablaba, breve y gracioso, sobre los cuidados generales de salud que debían observar en una cátedra de medicina preventiva que cautivaba a sus oyentes.
Paul, un hombre generoso y compasivo, despertaba gran simpatía en propios y extraños. De porte elegante y vestido, impecable, de saco y corbata, zapatos y perfume de marca hacia su aparición, bien temprano todos los días – en el parqueadero del vetusto hospital en lujoso automóvil último modelo, conducido por chofer de kaki uniformado – al que las personas abordaban expectantes a su llegada.
Me consideraba, pródigo en exceso, su maestro y guía. No perdía oportunidad para hacer saber a cuantos podía que todo cuanto sabia de la especialidad lo debía a mis imborrables enseñanzas. Convirtió en su consultor de cabecera para aquellos casos de difícil manejo, de complicada patología, en especial para los enfermos que tenía que administrar anestesia en las clínicas privadas; en los casos más severos invitaba, incluso, a acompañarlo en el área operatoria.
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En mi antigua casona, localizada en las afueras de la ciudad en el sector solitario del cerro del Sagrado Corazón se presentaba por horas de la tarde, cualquier día, cuando menos lo esperaba. De una se ubicaba en el salón de mi amplio estudio y sentaba sobre la silla del escritorio.
– Paco, me encanta venir a tu casa, siempre estas oyendo música clásica; espérate y te digo de quien es la obertura que estas escuchando, un momentico, es de Tchaikovski, 1812, la obertura 49, ¡Verdad! Exclama. Correcto, así es. Le respondo.
-Lo que más llama la atención de esta sinfonía es cuando se oyen la salva de campanas al vuelo indicando el éxito del ejército ruso frente a la invasión de Napoleón, emperador de Francia, comenta entusiasmado.
Lo oigo con atención cuando refiere que es aficionado a leer biografías de los grandes guerreros de la historia, comenzando por Alejandro Magno, pasando por Simón Bolívar hasta el general Douglas MacArthur, el americano de la segunda guerra mundial.
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Inquieto, estudioso, ferviente apasionado de la ciencia médica viajó al exterior, al norte de China, para adquirir conocimientos en terapia neural y acupuntura en la escuela del maestro Tung Ching Chang. A su regreso, un año después, instaló su centro médico, en uno de los sitios más distinguidos de la ciudad, dotado con la más moderna tecnología, entre otras una cámara hiperbárica. Convertido en un médico naturalista, practicante de la medicina alternativa abandonó, por completo, el ejercicio clínico de la anestesiología.
Deduzco, ahora, pasado el tiempo, que el doctor Borréal se aventuró en esta otra actividad buscando un escape a los intrigantes adversarios que se ganó por su brillante y exitosa performance como anestesiólogo.
Si en el arte de los dioses le iba muy bien en la medicina alternativa le fue aún mejor, superbién. Ambicioso en demasía consideraba que lo más importante en la vida era tener “poder”.
¿acaso la familia no es una institución? Es decir, ¿el hijo no es una institución de la familia? Y aquí debo recordar lo consagrado en el artículo 5to constitucional: “El Estado reconoce…y ampara a la familia como institución básica de la sociedad“. En otras palabras, sin familia no hay sociedad. Y sin hijo no hay familia que es institución de instituciones. o ¿no?
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-Paco, yo tengo obsesión con el poder. El poder en cualquiera de sus formas, sobre todo, el poder que se alcanza a través del dinero. El dinero es indispensable para ser feliz, me comentaba serio y convencido.
Me obligas Paul con tu obsesión a recordar el conocido interrogante del “maestro” Darío Echandía, expresidente de la república, cuando se preguntaba ¿Y el poder para qué?
A lo mejor habría alcanzado, también, el poder político, acceso a las altas esferas gubernamentales, si su existencia no se hubiera apagado tan temprano.
El doctor Paul disponía de una personalidad multifacética; impresionante la capacidad que tenía para medírsele a cuanto estuviera a su alcance. Un tipo arriesgado que, incluso, exponía su vida por proteger y defender a su familia y a sus más leales amigos.
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Lo llamo preocupado por teléfono, en cierta ocasión, para contarle que la noche anterior los rateros habían intentado, por tercera vez, meterse a mi residencia, ubicada en lo alto del cerro.
– Espérame esta tarde, vamos a acabar con ese problema, me dice.
-Abre esa caja, es para ti, me ordena cuando llega todo afanoso porque tiene que irse. Descubro al abrirla un revólver Smith Wesson calibre 38, recortado, nuevecito y nacarado en su cacha, con su estuche de cuero.
No, no puede ser, yo nunca he manipulado un arma. ¿Cuánto cuesta? Le pregunto temeroso.
-Tranquilo es tuyo, después veremos cómo lo aprendes a manejar. Guárdala en un sitio bien reservado. ¡Ya sabes, cuando un arma se saca es para usarla! Increpa afanoso y se va. No pasó mucho tiempo cuando en una tarde sabatina me recogió en su auto y llevó al Club de caza y tiro a recibir las instrucciones para buen uso del arma.
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Dadas sus dotes naturales y, en especial, su carisma personal logró adentrarse en diferentes actividades más allá de la medicina. Dominaba el inglés, el francés y el italiano, campeón en tenis, natación y tiro al blanco; piloto y buzo. Lo más característico un gran señor y noble compañero.
A principios de la década de los 80 del siglo pasado al presentarse una vacante en la oficina de medicina legal del Estado de Barrancas, adscrita al Ministerio de Justicia, aceptó ocupar ese puesto en reemplazo mío que venía laborando desde hacía un año bajo la jefatura del doctor Bonilla. No me acomodé a la mal oliente rutina de las autopsias médico legales y el jefe recomendó buscara un reemplazo.
Eran tiempos turbulentos, denominado en los anales periodísticos la “Época marimbera” en que se vieron enfrentados, en guerra fratricida que se irradio por toda la región costera, dos tradicionales familias que explotaban este negocio. Comercio que, hasta el día de hoy, perdura con otros siniestros personajes como protagonistas.
Por su vinculación con medicina legal el doctor Borréal tuvo mayor cercanía con las autoridades locales, ejército y policía, en particular. No puedo olvidar los intercambios tenísticos, que teníamos los socios del Sport Club con los oficiales del cantón militar que practicaban este deporte, por su amistosa mediación.
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Por razones desconocidas el doctor Paul, en el culmen de su carrera, fue detenido y puesto en prisión. No fue por mal practice, no se supo que hubiera tenido alguna demanda en los tribunales por esta razón. Lo visité y recibió con su peculiar caballerosidad; bien plantado, animoso y sonriente, con ropa deportiva de camiseta y pantaloneta coloridas, conversamos animadamente unos 15 minutos.
-“Paco, mañana, si Dios quiere salgo, ya decretaron mi libertad, pronto nos volvemos a encontrar”, comentó optimista.
Más nunca tuve contacto con el intrépido amigo. Supe que murió, años después, en la ciudad de Paramaribo tras delicada intervención quirúrgica. Paz en su tumba.