Un hombre anticuado

Wensel Valegas

“Soy antiguo porque degusto el libro viejo,

que huele a almendras y también a vainilla…”

En los últimos años se había vuelto reiterativo escuchar a los demás que era un hombre anticuado. Realmente no había un límite entre lo anticuado y lo que los demás denominaban moderno, o estar a la moda. El hombre anticuado sonreía cuando lo llamaban así, sin molestarse, su paciencia le permitía escuchar y meditar sobre lo que decían sus interlocutores. “Ustedes se molestan cuando los mayores les sugerimos, pero son impulsivos y no escuchan consejos”, les decía. Me tildan de tantas maneras que ser anticuado es algo que exhibo con dignidad, se le escuchaba decir.

Por ejemplo, dicen que soy antiguo, pero muy antiguo. Sin embargo, les digo que soy antiguo porque existo desde hace tiempo; porque lo que hoy es historia, ya lo viví. Soy antiguo porque no soy reciente, aunque lo novedoso me vuelve escéptico, si se acepta y se digiere sin ningún tipo de crítica. Mis últimos alumnos me llamaban antediluviano, ¡imagínense! Claro que lo decían con afecto y respeto. Les preguntaba sobre el significado de la desobediencia de Adán y Eva en el paraíso; les hablaba de Homero y las aventuras de Ulises antes de regresar a Ítaca; los interrogaba, ¿qué harías o cómo te comportarías si adviertes que en esta ciudad hay una persona idéntica a ti?, recordando la gran pregunta que a Saramago lo motivó a escribir El Hombre Duplicado. Los interrogaba sobre el significado de Melquiades en el Macondo de Cien años de soledad. Al final, sucedían dos cosas: me enteraba que nunca la escuela les produjo el disfrute de la lectura, leyendo a estos autores, y la tristeza que me embargaba, en mi condición antiquísima, de que persistieran en comparar dos tiempos que se complementaban, tendiendo puentes, en vez de crear distancias. No importa lo que piensen, pero recuerden que en mi hay lo que ustedes apenas comienzan a dilucidar: el pretérito que me hace comprender el presente, vuestro presente.

Pero el hombre anticuado jamás perdió su optimismo a pesar de la indiferencia, del abandono y la soledad. La vida le enseñó que los detalles se sobreponían a la materialidad que pregonaba la sociedad de consumo. Una llamada de larga distancia le alegraba la existencia; el saludo de un vecino huraño y malgeniado lo reconfortaba, porque comprendía las grandes paradojas en que se desenvuelven los seres humanos. Una frase leída de Ralph Waldo Emerson, extraída de su ensayo Confianza en uno mismo: “el que aspira a crecer debe ser un inconforme”, la repetía en los claustros escolares y en las asociaciones comunitarias, cuando lo invitaban. La inconformidad siempre ha existido a través de la historia y no tiene que ver con la vejez y el desuso. “La inconformidad tiene sus consecuencias, nos hace tomar distancias de las aparentes felicidades, sobre todo aquellas que intentan tomar el control de las vidas. Padecer el descontento social es asumir riesgos, como en el Mundo Feliz, de Aldous Huxley, o Fahrenheit 451, de Ruy Bradbury”.

Era tanta la pasión irradiada en sus palabras, que quienes le escuchaban tomaban notas de autores y libros sugeridos.

Cuando hablo y escribo hay libros leídos que se entrecruzan en mis reflexiones, frases y palabras que llegan inesperadamente a mi cabeza, trayendo a colación un verso, o una cita científica o académica. Libros que nadie ha leído, frases que jamás escucharon. Sé que les aburro, porque nunca percibieron la experiencia del deleite y el regocijo de la lectura, de haberse detenido en el goce de un instante eterno, como lo hacía Aureliano Buendía en la elaboración de sus pescaditos de oro. Por eso soy antiguo, arcaico y vetusto, les digo, añadiéndole un poco de ironía a los que comparten conmigo conversaciones. Soy antiguo porque degusto el libro viejo, que huele a almendras y también a vainilla, y el nuevo, a tinta recién impresa, haciéndome evocar los años escolares.

“La inconformidad tiene sus consecuencias, nos hace tomar distancias de las aparentes felicidades, sobre todo aquellas que intentan tomar el control de las vidas. Padecer el descontento social es asumir riesgos, como en el Mundo Feliz, de Aldous Huxley, o Fahrenheit 451, de Ruy Bradbury”.

Pero el hombre anticuado no se niega su condición de viejo, obsoleto, caduco, vetusto, incluso rancio. Lo asume y lo recrea; lo comprende y no se defiende; se deja decir, demostrando que gruñón no es. Los hijos, cariñosamente lo llaman viejo y en su cumpleaños le entonan a coro, al momento de partir el pudín, una frase del argentino Piero: “es un buen tipo mi viejo”.

Los nietos son felices escuchando libros en podcast y le “maman gallo”, asegurándole que todo está contenido en la tecnología, pero él no se inmuta y cierra el libro de Hesíodo sobre sus piernas, La Teogonía, los mira, diciéndoles: “no me interesa escuchar audiolibros, prefiero leer, impregnarme de lo viejo y nuevo de los libros”.

Soy obsoleto porque camino a tomar el bus, ando a pie e ignoro los mototaxis y mocarros; soy caduco porque pago los servicios públicos directamente en el banco, evitando los pagos electrónicos; caduco soy porque selecciono una película de mi interés en Netflix, que aun a mi edad encuentro nuevas enseñanzas. He caducado para muchos, porque uso mi computadora para ver los correos electrónicos y responderlos, y escribir en Word. También porque ignoro los trucos y perversiones de la inteligencia artificial. A veces, a amigos y familiares, les molesta verme escribir en mi máquina elegante Underwood, solo me defiendo: escribo en esta máquina, porque es el desafío que me fuerza a ser cuidadoso en la escritura.    Soy vetusto y prehistórico, porque me señalan y comparan con el vejestorio de Matusalén, incluso algunos me empujan en las calles de la ciudad, convertidas en caminos de peregrinaje rápido, porque les estorba mi lento caminar de peatón.

Soy anticuado porque no asisto a los gimnasios de la ciudad, a sabiendas de las tentadoras membresías. Les manifiesto el temor de caer en las redes de una cultura corporal exhibida y publicitada. Prefiero vagabundear, preguntándome y respondiéndome, en un ejercicio peripatético, que me recuerda a Aristóteles en el Liceo de Atenas. Ando en bicicleta largos trayectos hasta que la respiración se regula y adapta al esfuerzo en cada pedaleo. Por eso soy anticuado, me aburen las rutinas cotidianas, ese deseo incesante de domesticar el cuerpo y moldearlo hasta exhibirlo en las cárceles de los centros de entrenamiento, una manera moderna de castigarlo que me hacen evocar Foucault en su libro Vigilar y Castigar.

Un buen día, el hombre anticuado ya no estuvo. Desapareció del barrio, de la casa. Fue como si la tierra se lo hubiese tragado. Nadie dio razón de él, ni amigos ni familiares. Pero quienes lo conocieron y lo trataron no lo olvidan. Recuerdan su paciencia, sus bondades, su tolerancia a las burlas. La imagen que dejó su ausencia, llena de aromas, certezas, caminos expeditos, lecturas, autenticidad perdida, de caminatas solitarias y reflexivos pedaleos. Una imagen imborrable de que lo viejo y lo nuevo pueden convivir: el tesoro de la vejez es una mina que la juventud no puede ignorar.

One thought on “Un hombre anticuado

  1. El autor nos plantea un tema atractivo para las personas con juventud acumulada, adulto mayor o tercera edad, Un hombre anticuado, en mi opinión no hay una clara y amplia línea divisoria o antagónica, entre lo anticuado y lo que se denominaba moderno, generalmente se reduce a lo pasado versus lo presente. El hombre anticuado se me asemeja a un rotulo que le ponemos a alguien muy conservador. Interesante escrito

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