Esa mañana, la familia se levantó con el pie izquierdo, no sé si fui yo el causante de todo al apresurarme, o mi padre, obstinado como siempre, bajo la apariencia de una sonrisa de confianza que me impulsó a hacer una lectura de su rostro fresco y tranquilo, escondiendo sus convicciones de macho de férrea intransigencia, o quizás la familia despertó con la sensación de que una tragedia sucedería esa mañana de octubre. Lo cierto fue que el desayuno se malogró por la disputa con mi padre, quien siempre vivía a la ofensiva y en pugna por imponer su criterio, no había nada que hacer.
Ese día comenzó mal para los dos y se hizo extensivo a la familia. Comenzó mal porque no aceptó la respuesta que le dije, y lo hice sin pestañear, mirándole a la cara, situación que ya había ensayado, hasta me preguntó: ¿qué dijiste?, entonces se lo repetí lentamente, reconozco que no sentí placer ni venganza al responderle, tampoco vergüenza. Lo hice despacio para que entendiera de una vez por todas, lo que le enfureció aún más, su rostro se fue tornando rojo por la ira, se levantó con violencia y me zarandeó con sus manos grandes y dedos gruesos, cerradas en mi garganta, quitándome el aire mientras mis ojos asustados veían su rabia en el cuerpo tembloroso.
Esa mañana me pregunto, al verme en la mesa, elegante y oloroso, ¿para dónde vas con tanta elegancia, hijo?, ¿quién es la afortunada? Lo hizo con sutileza y buen ánimo, haciéndome un guiño pícaro con sus ojos. Me animó su gesto y creí llegado el momento de decírselo, de sentir por un momento que él y yo podíamos ser cómplices y compartir mi angustia. Le gustaba que sus hijos varones vistieran bien, que tuviéramos una o más novias, y se divirtieran porque la vida es una sola – nos decía – y no somos eternos ya que la vida pasa y cada edad tiene sus placeres y sus encantos.
Vi la furia en sus ojos de macho, sentí sus férreas manos apretando más y más mi cuello hasta quitarme el aire, me empujó con fuerza y persiguió por el suelo a patadas y golpes mientras gateaba para levantarme, y él me perseguía enfurecido, lanzándome trompadas y golpeándome con lo primero que encontraba, lanzándome platos y vasos, de su boca salían los improperios más hirientes que harían persignar a cualquier vecino que estuviera cerca.
¿Para dónde vas con tanta elegancia, hijo?, ¿quién es la afortunada? Lo hizo con sutileza y buen ánimo, haciéndome un guiño pícaro con sus ojos. Me animó su gesto y creí llegado el momento de decírselo, de sentir por un momento que él y yo podíamos ser cómplices y compartir mi angustia. Le gustaba que sus hijos varones vistieran bien, que tuviéramos una o más novias, y se divirtieran porque la vida es una sola –nos decía –.
Mi madre miraba aterrada su ira incontenible y rezaba con el rosario en la mano a los santos que conocía, pero sus rezos no tocaban el espíritu apaciguador y conciliador de San José, San Agustín, la Virgen María, San Roque, San Antonio de Padua. Mis hermanos temblaban viendo mi ropa destrozada, sin atreverse a salir en mi defensa porque entonces les diría: hijueputas, ustedes sabían todo y nada me decían, traidores, ya arreglaremos cuentas. La ira de mi padre era un río desbordado a causa de una lluvia torrencial de emociones, arrasando lo que encontraba a su paso, sin dejar de hablar y mirando mi rostro ensangrentado. Todos habían dejado de comer y el pan en la mesa se había regado, se derramó la jarra de jugo de naranja cuando gateaba debajo de la mesa.
Los perros alborotados ladraban y corrían de un lado a otro, pero no se atrevían a tomar partido porque eran amigos de todos y, como si supieran, conocían el carácter fuerte del viejo. En el gallinero, las gallinas cacareaban nerviosas y los gallos cantaban con el pecho henchido. Los conejos se escondían en sus cuevas, dentro del gallinero, y los morrocoyos milenarios huían con la parsimonia de su andar del bullicio, alejándose de los gritos y los insultos de mi padre con sus altibajos premeditados, vociferando con su voz gruesa, diciendo lo primero que se le venía a la cabeza para que lo oyeran en el barrio, después bajaba la voz y en un susurro intimidante amenazaba con echarme de la casa: “Si insistes con esas maricadas, te vas de la casa, aquí no te quiero”.
Afuera, la gente gritaba, preguntando qué pasaba y los rumores levantaban su tono y las voces irreconocibles de la multitud diciendo, entremos, de pronto están matando a alguien. Llamen a la policía, gritó una voz de mujer, antes que haya una desgracia. Adentro, mi padre gritaba diciendo que todo era un problema de familia y de nadie más, y cuidado con aparecerse alguien por el patio, o que viera montado en el techo a algún atrevido. Decía que no se preocuparan, que la desgracia estaba desde hace rato en la casa y la policía no solucionaría un problema familiar.
Todavía me sigo cuestionando, no sé porque lo hice, pero algo me dijo que era hora de decírselo, quizás fue su rostro amable, o la ocasión de estar reunidos en familia, o de pronto fue la frescura de esa mañana de octubre que me hizo tomar la decisión de decirle a mi padre lo que tanto lo molestó. Recuerdo su pregunta reiterativa todavía dando vueltas en mi cabeza: ¿qué dijiste? Se lo repetí lentamente mirándolo a los ojos y sus manos en mi cuello, apretándolo: “Saldré con un amigo, es mi novio, papá”. Después de eso, recuerdo que huía de los golpes y sus palabras hirientes, persiguiéndome por el patio, sin que nadie me ayudara, corría desamparado y aterrado. Mi madre y mis hermanos – que lo sabían todo – miraban el obsesivo ensañamiento de mi padre, mientras pensaban en una coartada que justificara su ignorancia. Sin embargo, a pesar del sufrimiento y no aceptación de mi padre, sentí un descanso y tranquilidad inmensa. No es fácil salir del closet en este país de intolerantes.