La gente se sorprende del espíritu gregario que se esparce en el bosque mientras una pelota vieja de fútbol, que han llevado los niños, sirve de motivación para correr, saltar, gritar y permitir que el aire primaveral penetre a plenitud en los pulmones; se mueven rápido, lanzándola, pateándola, y exponiendo la práctica de algunos juegos intactos en la memoria, que se juegan en sus países de origen. Los ruidos de los autos lejanos se minimizan con el silencio susurrado por el viento, haciéndose casi inaudibles. En medio de la tranquilidad del bosque corremos y reímos – los adultos que jugamos nos contagiamos de la alegría – y esa algarabía propia de los suramericanos llama la atención de los habitantes que viven en los alrededores del parque donde nos encontramos.
Entonces aparece, Heinrick, delgado, ojos azules, vivaces, dejando entrever una leve tristeza de vez en cuando; viste pantalones cortos y botas de cuero gamuzado. Diez años a lo sumo. Ha salido del patio de una de las casas que limita con la zona de juego permitida a los visitantes que llegan al parque improvisado, intrigado por la algarabía del juego. Observa jugar a los niños, sin darse cuenta que lo observo. Cuando la pelota es jugada dentro del grupo de niños, Heinrick, que observa con nerviosismo, gesticula las acciones imaginadas sin ninguna pelota; si el grupo se junta para jugar fútbol, Heinrick, desde la raya imaginaria del campo, corre de un lado a otro, pateando una bola que sólo él puede ver; y si hay un gol en las porterías improvisadas, salta y grita, ¡goal!, en holandés, sin importarle si lo escuchan.
Al verlo, la primera impresión es el color caqui de su ropa. Lo hemos visto todos, pero seguimos jugando, como si no hubiéramos reparados en él. La bola llega a sus pies, la detiene con la planta y la devuelve con la misma superficie plantar, exclamando: ¡hi!, esa expresión suya es su presentación y la necesidad de ser incluido, en sus ojos habita una súplica ansiosa de “estoy aquí y quiero jugar, pueden contar conmigo”. Es la llamada del juego, convocándolo; quiere ser parte del grupo, exhibiendo su mejor sonrisa, sin importar corre a buscar el balón fuera del campo y regresarlo al terreno delimitado que se ha improvisado. Si por un momento un dilema obnubiló sus pensamientos de quedarse firme y estático en el portón de la casa, su biología respondió al llamado del juego, empujándolo, obedeciendo a sus instintos, a esa sin razón que muchas veces no requiere explicación en el universo lúdico.
La alegría del juego, las risas de los jugadores, el fútbol improvisado y espontaneo, ejercitado libremente, sin tantas reglas, atraen la atención de Heinrick que sin dudarlo se sumerge en ese mundo al otro lado de la razón. Corre sin importarle el idioma que se habla, celebra el encuentro y la socialización en el lenguaje universal del fútbol. Dejo de jugar y contemplo el juego que se juega, recordando al Homo Ludens de Huizinga que, a pesar de ser una práctica deportiva universal, lo esencialmente válido es el sentido del juego, ese porque sí, sin finalidad alguna, es decir, ese to play, que late profundo en el game. Corriendo detrás de la pelota, utilizan todas las partes del cuerpo, ejercitan pases, hacen uso de la flexibilidad lúdica que permite el deporte recreativo; el grupo está inmerso en la informalidad del to play, acortando o alargando el tiempo de juego, aceptando una atemporalidad del mismo que le conviene y terminará con la fatiga; estrechando o ampliando el espacio consensuado en un acuerdo sin conflictos. Y así transcurre el juego improvisado en medio del bosque y las aves de primavera revolotean con entusiasmo, ejercitando configuraciones por encima de los que juegan, ríen y se abrazan.
La timidez ha desaparecido del rostro de Heinrick, alguien le ofrece una toalla para secarse el sudor en un ritual de solidaridad; sentado sobre el césped es uno más dentro del grupo, bebe agua de un termo que no es suyo, el juego ha borrado toda prevención de contacto que sobrevino con la pandemia hace dos años.
Al juego se han sumado advenedizos, sin ser invitados, un niño polaco, Casimiro, de mirada diáfana y tranquila; y Abasí, un niño africano, de rostro serio y mirada atenta, muy rápido y de gran sentido de equipo.
La timidez ha desaparecido del rostro de Heinrick, alguien le ofrece una toalla para secarse el sudor en un ritual de solidaridad; sentado sobre el césped es uno más dentro del grupo, bebe agua de un termo que no es suyo, el juego ha borrado toda prevención de contacto que sobrevino con la pandemia hace dos años. De vez en cuando se levanta – durante el descanso – y ejercita malabarismos con la pelota, intentando mostrar algún tipo de experticia. Nadie se ríe, sólo le observan sus intentos para agradar al grupo, para convencerlos en ese instante que es uno más entre ellos, que puede contarse con él. Muestra cierta destreza con la cabeza, realiza dominios con el empeine, el muslo y el pecho, sin que la bola se caiga. Abasi, un poco más recatado, muestra cierta fluidez y un dominio que asombra al grupo. Casimiro se muestra parco y atento, sonríe de vez en cuando. Los demás prefieren conversar e indagar quién es quién, de dónde se procede, que grado escolar se cursa; en un ejercicio impensado asumen el holandés como la lengua de encuentro y amistad.
En el espacio informal del juego se reconocen como amigos, es el comienzo de una complicidad que nadie sabe cuánto durará. La espontaneidad del juego y la aceptación en el mismo. La mirada sociológica desde la perspectiva de Roger Caillois nos muestra: la búsqueda de modelos que se imitan durante el juego y la sinergia con la vida corriente que se vive, mimicry; el entusiasmo por emular el riesgo y desafío de los líderes que surgen del juego, el Ilinx; las especulaciones a que nos somete la praxis del juego en la experiencia de ganar o perder, alea; el desarrollo del espíritu agonista, que vence la frustración y permite asumir una actitud de competición, leal y sana, en el marco de una agresividad lúdica, que bien describe Eric Fromm, sin pretender hacer daño a los competidores, el agon.
Al final del juego se cierra el paréntesis y se regresa de nuevo a la vida corriente. Casimiro monta en su bicicleta y sin despedirse se pierde por uno de los caminos del bosque, sin mirar atrás. Abasi, un poco más sociable, intercambia palabras de despedida con el grupo, también sube a su bicicleta y enrumba por un camino opuesto, diciendo adiós con las manos y mirando de vez en cuando hacia atrás. Heinrick, de pocas palabras y más expresión corporal, se despide, caminando hacia el portón de su casa. En sus gestos y miradas, se evidencian de nuevo la tristeza momentánea de un mar en calma, viéndonos partir con el gregarismo y la recocha latina. Lo vemos levantar la mano en señal de despedida. Nos despedimos, convencidos que pronto regresaremos a este escenario natural y neutral de juego.
El mundo del juego permitió vivir la experiencia intercultural de las palabras, de lenguajes abriéndose paso a lo ininteligible; de gestos y emociones corriendo por las venas y arterias de los jugadores; de saber un poco más del mundo que se vive, reconociendo la enseñanza que esta experiencia deja y el sinsabor de asumirse como analfabetas de las culturas en este mundo globalizado. Cuántas cosas aprendimos de Heinrick, Abasi y Casimiro, que las noches subsiguientes aún seguían siendo tema de conversación y la idea de un nuevo encuentro comienza a tomar forma; pero también nos preguntamos, qué huellas dejamos en ellos, los colombianos. Sin lugar a duda la promesa hecha y la esperanza creada, son las mejores pruebas para continuar el juego aplazado y descubrir cuánto de juego tiene este ejercicio cultural y humano.
El bosque recupera su normalidad a la caída de la tarde, las aves regresan al calor de sus nidos, el frio de la primavera se agudiza sin saber qué hacer con la firme persistencia de un invierno entrometido que agoniza. Los autos llenos de polvo yacen estacionados en las puertas de las casas, mientras las bicicletas de los que transitan por la ciudad cruzan los caminos rurales, libres de humo, abundante oxígeno y plena libertad.