Carretilleros
En el sector amurallado de la histórica ciudad, en donde viví durante toda mi estancia como estudiante de medicina en la Universidad de Cartagena, década del 60, el drenaje de las pozas sépticas, de las letrinas (Excusaos) de las viejas casonas coloniales era realizado por unos hombres de pantalones mochos, sin camisa y un trapo rojo que recogía sus cabellos; embriagados de “Ron Popular”, y quien sabe que otro menjurje, cumplían su pestilente oficio mientras la gente, placida, dormía.
En la madrugada cuando regresaba, a la pensión del Edificio Zarur frente al Fernández Madrid, primero, la del caserón frente al Hospital Santa Clara, después, o a la de la Playa del Tejadillo, la última en donde residí, luego de una noche intensa de estudio bajo la lámpara del Parque de Bolívar o de los corredores de la Universidad, me tropezaba con este asqueroso y repugnante espectáculo; ante la falta de alcantarillado en el centro histórico de la heroica capital del departamento de Bolívar.
Pasaba largo y de lejitos, con el pañuelo sobre la nariz; de reojo alcanzaba a captar la impresionante parsimonia y jolgorio de unos recogedores de excretas que las vaciaban, sin escrúpulo alguno, con galones en rudimentarias carretillas, empapados de materia fecal de la cabeza a los pies. Ese trabajo era su medio de subsistencia.
Tiempos aquellos en que el entorno amurallado de la “Fantástica”, como la bautizo Carlos Vives, mantenía un hedor permanente a alcantarilla y berrinche. Sin embargo, caminante que soy, hoy en día, de las “callecitas” de Cartagena, he notado que aún persisten en pleno 2025 lugares que por su nauseabundo perfume recuerdan los mal olientes del siglo pasado. Cartagena tiene su propio y peculiar aroma, suigéneris.
Sepultureros
Tocó ejercer como médico legista, un breve tiempo, durante la tormentosa época de la llamada “bonanza marimbera”, década de los 70. Tal vez la temporada más violenta que ha vivido Barranquilla y la Costa Atlántica en toda la historia de la que yo tengo memoria.
En el Cementerio Calancala para la práctica de las autopsias me colaboraban unos sepultureros que causaban mi admiración por la forma espontánea, descomplicada, sin agüeros, que ejecutaban la disección de cuerpos en máxima descomposición. A las siete de la mañana el Señor Samper, funcionario de las oficinas de medicina legal, con una voz de ultratumba me llamaba para decirme. “Doctor Coronado tenemos siete. Prepárese porque hay tres “maduritos”. Maduritos, llamaba el señor Samper, a los inflados cadáveres a punto de estallar por los gases de la putrefacción. El caso, por ejemplo, de los ahogados que después de varios días de desaparecidos eran encontrado en Puerto Mocho, el Caño de la Ahuyama o en algún jagüey con sus enormes cuerpos forrados de asquerosos gusanos. Mi pobre estomago pasaba las de San Quintín mientras estos enterradores con la mayor tranquilidad del mundo, bajo los efectos estimulantes del “Ron Blanco o Gordolobo” removían, con mi supervisión, una y otra víscera sin asco alguno. Mi osadía aguanto hasta un ocho de diciembre. Acababa de acostarme después de la consabida celebración de las velitas. Serían las siete de la mañana, cuando recibo llamada del Calancala porque había ocho candidatos a autopsia. Recuerdo entre los cadáveres un odontólogo encontrado ahorcado, en su habitación esa madrugada, tras varios días de su suicidio. El día nueve pasé al doctor Alfonso Chinchilla, patólogo, director de Medicina Legal del Atlántico, la renuncia irrevocable.
Sin duda, dos oficios para ganarse la vida, el de sepultureros y carretilleros, no dignos de imitar, horripilantes si se quiere, pero, ejemplarizantes para gente que también hay que por todo se queja y no hace nada, quieren vivir de alivio, pasarla sabroso a costilla de los otros
Celadores
Un oficio que ha llamado la atención es el de los “celadores”, hoy en día profesionalizados como “vigilantes o guardias de Seguridad”.
Mientras todo el mundo se dedica al descanso, divertirse o rumbear, a estar en casa con sus seres queridos, ellos cumplen la tarea de cuidar atentos día y noche. Muchas veces a la intemperie expuestos, al sol y a la lluvia, sin consideración soportan las incómodas inclemencias del tiempo.
Especial mención hago de los vigilantes que custodian equipos, maquinarias y materiales de una carretera o edificio en construcción o reparación. Al pasar por allí cerca, desde la vía, usted los contempla solitarios, con la mirada perdida. Conmueve verlos, sobre todo, un domingo o festivo, en navidad, el 31 de diciembre, un jueves o viernes santo, en medio de una soledad impresionante bajo una carpa polvorienta, inmisericorde.
¿Qué sentirán esos señores? y ¿qué será de sus familias? Acaso alguien se acercará a saludarlos, a desearles un feliz año, por ejemplo.
A lo mejor ni saben que día es y, mientras uno los observa con pesar, ellos están campantes y felices.
Sin duda, dos oficios para ganarse la vida, el de sepultureros y carretilleros, no dignos de imitar, horripilantes si se quiere, pero, ejemplarizantes para gente que también hay que por todo se queja y no hace nada, quieren vivir de alivio, pasarla sabroso a costilla de los otros. De allí la importancia de la educación, de hacer el esfuerzo y tener la disciplina para alcanzar una profesión digna que permita realizar una actividad no tan deshumanizante.
Ninguna labor es degradante si de manera honrada te permite conseguir el sustento diario para los de tu casa y puedes mostrar “la frente en alto” como nos enseñaron nuestros mayores.
Por suerte, en la actualidad no existen trabajos tan desagradables y comprometedores de la salud como dos de los mencionados en este artículo.
El manejo de excrementos y cadáveres es una actividad peligrosa por el alto riesgo de contagio, de contraer enfermedades que pueden producir la muerte al que la realiza.
Las conquistas laborales y la tecnología han permitido mejorar las condiciones de los trabajadores para crear un entorno más favorable y humano.