“He llamado “divorcio entre ley, moral y cultura” a la falta de congruencia entre la regulación cultural del comportamiento y sus regulaciones moral y jurídica, falta de congruencia que se expresa como violencia, como delincuencia, como corrupción, como ilegitimidad de las instituciones, como debilitamiento del poder de muchas de las tradiciones culturales y como crisis o debilidad de la moral individual”.
Antanas Mockus (2002).
Convivencia como armonización de ley, moral y cultura.
En la mañana de hoy (julio 22) me impresionó mucho ver una noticia divulgada por un reconocido noticiero nacional, ocurrida en un municipio del vecino departamento de Bolívar. Un joven, presunto extorsionista, quemó la vivienda de una mujer comerciante, porque ella se negó a cancelarle una gran suma de dinero. Cuando se dio a la huida, esta persona fue detenida -afortunadamente- por las autoridades de policía para ser judicializado. Al parecer, ella venía siendo objeto de una constante extorsión de parte de este presunto delincuente. Este hecho es uno más que revela la presencia del mal en el mundo, un tema que ha sido objeto de reflexión en la tradición filosófica.
Casos como el anterior, que son muchos lamentablemente, relacionados con el delito de extorsión y de asesinatos asociados a esta práctica infame de parte de estructuras criminales que han proliferado en Colombia en los últimos años, revela los profundos vacíos que, en materia ética y de cultura, hay en nuestra nación. ¿Por qué, así como nos convoca un partido de fútbol de la selección nacional o un concierto de un determinado artista, no siempre existe una masiva condena en el plano de la cultura ante cualquier forma de ilegalidad o criminalidad? ¿Tan mal estamos como sociedad en la que somos indiferentes ante el dolor de los demás? ¿Qué tan profunda es nuestra falta de empatía? ¿Cómo superar esa espantosa condición de anomia -carencia de normas sociales o de su degradación- de la cual no se repone la sociedad colombiana? Son preguntas que nos invitan a reflexionar y a ser conscientes de que no existen respuestas fáciles a estos asuntos.
En este sentido, es lamentable ver la impotencia y la condición de vulnerabilidad de millares de familias colombianas que luchan con honestidad y determinación en sus negocios o emprendimientos particulares, el ser expuestas a turbios objetivos de criminales y sicarios que obedecen órdenes de quienes hoy purgan condenas en las precarias cárceles colombianas pero que siguen delinquiendo desde sus lugares de reclusión (aunque no todo reo sigue delinquiendo, eso también es cierto). Son los autores intelectuales de esta comisión de delitos que tanto daño hace al tejido social y a personas que trabajan día a día con integridad.
¿Será que muchos reclusos con sus almas llenas de odio y deseo de seguir delinquiendo cuentan con la complicidad de algunas autoridades carcelarias? ¿Cómo es posible que muchos de ellos les permitan uso de celulares y acceso a internet? ¿Quién debe controlar tal situación? Este es un asunto que el estado colombiano debe investigar para ofrecer garantías mínimas de seguridad a la ciudadanía.
Sin embargo, creemos que con aprobar leyes más severas y estrictas es que podemos remediar esta situación. No desconozco la importancia de lo normativo, de lo jurídico y de su posible eficacia simbólica. De hecho, todo estado organizado requiere como un imperativo político -que refrenda su legitimidad- contar con un ordenamiento jurídico sólido que le permita ejercer su poder y soberanía en un determinado territorio como ocurre con el estado colombiano. Pero pensar que resolveremos esta compleja problemática de delitos y de criminalidad sólo desde lo legal es asumir una postura unidimensional que poco contribuye a su solución definitiva.
Colombia tiene complejos desafíos en materia de convivencia y de cultura ciudadana. Para que esta en verdad garantice un respeto de la integridad de los individuos que conforman la sociedad resulta necesario una educación ética sólida que contribuya a una formación integral de los ciudadanos que les permita autorregularse de manera libre y responsable y no participar en delitos o en acciones criminales que conculcan el derecho a la vida, derecho fundamental consagrado como norma constitucional en el artículo 11 de la Constitución de 1991: “El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”.
Siguiendo algunas ideas de Antanas Mockus, existe en Colombia un divorcio entre ley, moral y cultura. Esta situación exige que trabajemos desde la política y la educación para superar esa falta de articulación en esas dimensiones que hacen posible una convivencia más humana, incluyente respetuosa de la dignidad humana. A propósito de este asunto, en un valioso artículo académico escrito por este profesor, presenta de una manera sabia el significado de convivir: “es acatar reglas comunes, contar con mecanismos culturalmente arraigados de autorregulación social, respetar las diferencias y acatar reglas para procesarlas; también es aprender a celebrar, a cumplir y a reparar acuerdos”. (Mockus, A. Convivencia como armonización de ley, moral y cultura. Revista Perspectivas. París, UNESCO: 2002. Pág. 21). Durante su gestión como alcalde en dos ocasiones en la capital del país, A. Mockus logró objetivos en verdad loables en materia de cultura ciudadana, confirmando con ello algo que a su vez afirmó un destacado estadista chileno, Pedro Aguirre Cerda: “gobernar es educar”.
Es cierto que hemos avanzado en materia jurídica pero no así en el plano de lo ético y en el ámbito de la cultura. Lo anterior, hace posible la educación ética del ciudadano definido como anfibio cultural, individuo capaz de adaptarse, de manera flexible, a situaciones de permanente cambio.
¡Qué bueno sería que la ciudadanía colombiana en su generalidad decida llevar una vida de virtudes cívicas propias de una democracia como forma de gobierno; que repudiemos cualquier forma de acción violenta ante nuestras inevitables diferencias y situaciones de conflicto, pero que también reprobemos lo ilegal, lo torcido, la corrupción; desde aquel político que roba bienes públicos, hasta aquel que engaña a incautos con negocios turbios como las “pirámides”!
Es cierto que hemos avanzado en materia jurídica pero no así en el plano de lo ético y en el ámbito de la cultura. Lo anterior, hace posible la educación ética del ciudadano definido como anfibio cultural, individuo capaz de adaptarse, de manera flexible, a situaciones de permanente cambio.
Es decir, que haya no sólo un rechazo desde el plano de lo ético sino también desde lo cultural, de cualquier forma, o expresión de ilegalidad, indignidad o deterioro del tejido social por la comisión de actos infames que irrespetan la dignidad de las personas y de la moral pública. Hay que tener el coraje de renunciar a la “cultura del avispao”.
En consideración de lo anterior: ¿Será que necesitamos una nueva clase política que sea en verdad ejemplo de búsqueda del bien común y no de aquella que llega al poder para enriquecerse? ¿Hasta cuándo seguiremos aplaudiendo al pillo, al que evade el pago de impuestos, aquel que comete fraude en el consumo de servicios públicos; hasta cuando seremos cómplices de un sistema político clientelista y corrupto que insulta constantemente a nuestra democracia? ¿Por qué es tan mala nuestra relación con lo legal? ¿Qué explica tanto vacío ético generalizado en la nación colombiana? ¿Hasta cuándo aplaudiremos a aquellos maestros del sector oficial que hacen leguleyadas para pensionarse con el 100% de sus salarios? ¿Hasta cuándo? Es evidente que hay tanto vacío ético generalizado que menoscaba nuestra convivencia en sociedad.
Gabriel García Márquez, nuestro único Nóbel en literatura, escribió uno de los más interesantes textos que permite entender lo que somos como nación. Este se titula, Proclama: Por un país al alcance de los niños y se publicó como capítulo del libro (informe), Colombia al filo de la oportunidad, obra que compiló los trabajos de quiénes conformaron la primera Comisión de sabios, convocados en el gobierno del presidente, Cesar Gaviria Trujillo en 1993.
Y en esa magistral obra, este escritor refiriéndose a los colombianos afirmó lo siguiente: “Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos, Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre, la reflexión., el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón”. (Gabriel García Márquez. Proclama. Por un país al alcance de los niños. Página 21). Pienso que las anteriores palabras de este escritor colombiano logran caracterizar lo que somos como nación y nos ayuda a comprender la manera de pensar, sentir y actuar de los colombianos. Que la mirada de este hombre de letras nos sirva de referente y trasfondo para situar el problema del vacío ético que, lamentablemente, existe en el alma de la población de Colombia.
Tan diferente es nuestra condición en materia de convivencia y de sentimientos éticos en comparación con otras naciones del primer mundo donde hay un profundo respeto por las instituciones del estado, por el estado de derecho y los derechos humanos. Nuestra realidad es quizás, sin exagerar, equivalente a esa imagen que presentó el filósofo inglés, Thomas Hobbes en su obra, Leviatán publicada en 1651: estamos en un estado de naturaleza en la que el hombre es un lobo para el hombre (Homo homini lupus). Bajo ese escenario hay una evidente incapacidad metafísica para amar a otros y hay un predominio de pasiones destructivas como la agresión y la guerra constante de unos contra otros.
En este sentido, basta con conocer la estadística de asesinatos de líderes sociales en el país en los últimos años, divulgada por INDEPAZ para ser conscientes de lo mal que estamos en materia de convivencia ciudadana: a fecha de hoy han sido asesinado 88 líderes sociales en diferentes localidades y municipios del territorio nacional, y 28 de los que firmaron el acuerdo de paz. Estos datos confirman que somos una sociedad necrófila, es decir, que experimenta una atracción o “amor” por la muerte – para emplear una palabra del psicoanalista alemán, Erich Fromm. (Ver: LÍDERES SOCIALES, DEFENSORES DE DD.HH Y FIRMANTES DE ACUERDO ASESINADOS EN 2024 y 2025 – Indepaz).
¿Dónde encontrar una salida a esta constelación de situaciones que amenazan constantemente la convivencia y la ciudadanía democrática?
En síntesis, la expansión de la criminalidad y de las acciones ilegales, cometidas por diferentes actores, exige repensar el rol del estado, de las instituciones gubernamentales, de los valores culturales de la nación colombiana, lamentablemente enferma de fanatismo, intolerancia y de profundos desequilibrios que trastornan la vida en sociedad. Como también las profundas desigualdades socioeconómicas son factores que inciden y afectan directamente el convivir en sociedad y, sobre todo, representan un serio y complejo desafío ético y cultural.
Las anteriores reflexiones son una amable invitación a llevar una vida virtuosa, y transitar nuestra existencia por el sendero de la rectitud y la decencia cívica; ese es el llamado. En pocas palabras, es un elogio a una educación ética que transforme la vida interior de los individuos y de los ciudadanos como también ante la sociedad.
Es también una apuesta de luchar en contra del poder del mal como hecho histórico y por esa razón en nuestro horizonte como nación resultan válidas las palabras de un escritor judío nacido en Ucrania en el pasado siglo XX, Vasili Grossman. Autor de una desgarradora novela rica en enseñanzas que nos invitan a pensar en todo aquello que nos hace plenamente humanos. Él fue testigo de los horrores de la guerra, pero a pesar de los dolores del mundo abrazó la esperanza y luchó contra todo aquello que pretende destruir al hombre. En palabras del autor: “La historia del hombre no es la batalla del bien que intenta superar el mal. La historia del hombre es la batalla del gran mal que trata de aplastar la semilla de la humanidad. Pero si ni siquiera ahora lo humano ha sido aniquilado en el hombre, entonces el mal nunca vencerá”. Vasili Grossman, Vida y destino (1980).
Su mensaje sigue escuchándose en quienes, en Colombia, seguiremos abrazando la esperanza de una sociedad respetuosa del valor sagrado de la vida.

El tema ético implica un ejercicio de voluntad, responsabilidad y compromiso con uno mismo. Es un tema que requiere mucho de educación, reflexión y acción en coherencia con la realidad circundante (la familia, la calle, el barrio, la región, el país), en la cual la escuela no puede estar de espaldas o hacerse la indiferente.
El interesante escrito titulado: Elogio de una educación ética en la Colombia de hoy. Una respuesta a la crisis de convivencia de Alexander Vega, en su artículo hace referencia a Antanas Mockus, quien expresa como el divorcio entre ley, moral y cultura, se debe a la falta de congruencia entre la regulación cultural del comportamiento y sus regulaciones moral y jurídica, falta de congruencia que se expresa como violencia, como delincuencia, como corrupción, como ilegitimidad de las instituciones, visto como un debilitamiento del poder, para entrar a reflexionar sobre el vacío ético de nuestra sociedad y su impacto en la situación de violencia que afecta al país.