“Un solo hombre que dice no ante el silencio del
mundo ya es suficiente para que comience la dignidad.”
El hombre rebelde. Albert Camus
El hombre sale a la calle. Dentro de la casa, preocupados su madre y sus dos hermanos. Camina despacio, con pasos seguros. Sabe que está solo; sin miedo. Sin embargo, percibe el miedo y la angustia de la gente del barrio, asomada en las ventanas, detrás de las cortinas. Algunos lo miran protegidos por la máscara de vidrios ahumados. Piensa, “Así es más cómodo para ellos”. Otras ventanas dejan entrever los leves pestañeos de cortinas, abriéndose y cerrándose. Indicios de curiosidad. Las puertas de las casas que dan a la calle están cerradas. Vienen por él, y lo sabe. La calle es ancha y árida, sin árboles. Es la una de la tarde.
Detrás de las ventanas, los murmullos, el nerviosismo, los rezos a un Dios ausente. Tampoco la autoridad hace presencia. Las cuentas del rosario de la vieja Belén son estrujadas por sus dedos huesudos, pero de manos firmes y ansiosas. Los ojos ciegos de la vieja están cerrados, negándose a ver la imaginación, la película que transcurre lentamente. Reza: “Dios mío, protege a este muchacho, él no es malo, su único defecto es decir siempre la verdad, duélale a quién le duela. Ave María purísima, no lo desampares”.
Afuera los minutos se desglosan despacio, como si el tiempo se detuviera. Saben lo que va a suceder, pero nadie se atreve a dar la cara. Como si el barrio le doliera solo a él.
Los hombres mayores que lo vieron crecer ocultan la vergüenza y envían a sus hijos a los dormitorios. Alguien que se cree el dueño de la ciudad ha sido claro con el mensaje. Las escuelas tendrán clase en la mañana, por la tarde no: – señores padres de familia absténganse de enviar a sus hijos a la escuela y que salgan a la calle – dice uno de los apartes del comunicado enviado por el gobierno municipal.
El hombre que no es tan viejo es observado y comentado. Dijeron que algo le sucedería si continuaba azuzando a la gente, que sus palabras intranquilizaban al pueblo. En la noche colocaron un panfleto en la puerta de su casa, era el tercero en menos de un mes: – Si no estás contento en el barrio, es mejor que te vayas. De no ser así atente a las consecuencias. Último aviso.
Muy temprano en la mañana quitó el aviso amenazante. Lo hizo con calma, mirando a lado y lado de la calle. Sabía que lo observaban; sabían quién le enviaba el mensaje.
El pobre está solo. La madre sufre. Sabemos que lo que dice es cierto, pero el miedo puede más que las razones. Denunció a la empresa de agua y las inconsistencias en los recibos del mes; realizó un estudio de la energía robada. Protestó por las calles destapadas y la pésima malla vial. Solicitó una moción al consejo municipal y se la negaron, respondiéndole que estaba loco. Expuso los casos de inseguridad y la pérdida del derecho a sentarse en las terrazas de las casas a tomar el fresco y conversar en familia: “Y es que nadie está seguro en su propia casa”. Sí, está solo. Dice la verdad, pero nadie está dispuesto a sacrificarse por él. ¿Miedo, cobardía? Tal vez.
Quítese esa idea de la cabeza, mijo. No salga. Escucha a la madre mientras observa la calle a través de la ventana.
Sin proponérselo evoca a Camus en las primeras líneas de su libro La Peste:
Ya en la calle, el hombre joven, recuerda su época de estudiante. La defensa de los derechos de sus compañeros. Tuvo el valor de decirle a un profesor: – he venido a estudiar, no a una fiesta, dedíquese a enseñar.
“La ciudad, en sí misma, hay que confesarlo, es fea. Su aspecto es tranquilo y se necesita cierto tiempo para percibir lo que la hace diferente de las otras ciudades… ¿Cómo sugerir, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas, un lugar neutro, en una palabra?”.
Ya la ciudad de la infancia no está, hay superpuesta una nueva ciudad, cercenaron su belleza, piensa con nostalgia. Ya el trabajo no es igual, tampoco la gente, incluso, la tranquilidad es aparente. Ahora mi ciudad está seca, los pájaros no tienen donde hacer sus nidos; el parque es un peladero sin las viejas bancas donde se sentaban los novios de antaño y la gente ya no muere de muerte natural”, medita. Respira con cierta resignación y su cerebro se obsesiona con Camus:
“El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”.
Su madre le habla, pero su obsesión está en la calle. Sale.
La calle lo acoge en medio de la soledad observada, a lo largo y ancho. Se nos da por evocar las películas del Teatro Olimpia, donde los pistoleros del viejo oeste se enfrentan a duelo, exhiben su parsimonia y se escrutan con las miradas frías y alertas al mínimo pestañeo. La tensión se siente en los que observamos. Ocultos en las sombras, los rostros anónimos, expectantes. Las ventanas cerradas. Sólo el observador agudo nota las leves señales de las persianas. Él tiene la razón, sin embargo, no lo ayudamos. El miedo se nos mete en todo el cuerpo. Un sentimiento de impotencia y humillación pisotea nuestra dignidad.
Ya en la calle, el hombre joven, recuerda su época de estudiante. La defensa de los derechos de sus compañeros. Tuvo el valor de decirle a un profesor: – he venido a estudiar, no a una fiesta, dedíquese a enseñar.
Después, le dio coraje la retaliación del profesor y lo denunció ante la comunidad de estudiantes. Por esa época cursaba el 5º. En el bachillerato apoyó el comedor escolar, solicitando almuerzo para todos, sin discriminación. Aprendió a escribir un derecho de petición, una tutela. Los profesores le criticaban su rebeldía y él les mostraba el libro, El Hombre Rebelde, de Albert Camus. Además – les decía –, siempre he sido rebelde, y leer a Camus me hace pensar que soy un rebelde, pero sin faltarle el respeto a nadie, ¿acaso ustedes no me enseñaron que hay que defender los derechos que tenemos?
Recuerda cuando fue elegido personero del colegio en undécimo grado. Los profesores lo escogían para representar a la Institución en los foros de Estudiantes que se hacían en el departamento. – Si me dejan hablar lo que pienso, acepto, pero si me dicen lo que debo decir, no acepto.
Se volvió frecuente en los foros con sus intervenciones: – Estoy aquí, representando a mi escuela, agradeciendo que me hayan escogido, pero bajo el acuerdo de decir lo que pienso en este congreso. En general, la escuela habla de una educación integral y ello comprende también educar el pensamiento crítico, pero ¿cuál pensamiento crítico si nos señalan como disidentes o subversivos cuando percibimos el engaño o la falta de sinceridad que se esconden al pretender educarnos en la conformidad..?
Eso recordaba, y con ello los aplausos, vivos todavía en su memoria.
Más solitaria que nunca la calle lo acoge en medio de la vergüenza oculta de los mirones, que no pestañean. Un pájaro, parecido a una María Mulata, cruza con su raudo vuelo y sus graznidos la tensión del instante. Los recuerdos de Ismael, el hombre joven, muy joven, se interrumpen por la ráfaga de balas de hombres a bordo de una motocicleta, perdiéndose en medio de una polvareda calle abajo, recordando la fuga de un western film. Las ventanas se abren en un leve suspiro colectivo e indiferente. La función ha terminado. La gente sale a la calle y rodean al occiso tendido, ensimismado en sus recuerdos.

Es un buen material que podria ser la base para una novela, el escrito me recuerda a Garcia Marquez y Jorge Icaza. Muy llamativa.
Al lector lo toma por la cabeza la tensión de la muerte. En mi caso pensaba que seguramente se iba del barrio presionado por el plomo. Y se salvaba de la maldad de las balas.
Es otra historia del país o de la ciudad, otra historia común y normalizada. Lo terrible, la indiferencia complice del mundo con Gaza, o Soledad.
Bien servido, Wensen.