El hombre del pasado

Wensel Valegas

¿Ven un vacío en la foto familiar, un hueco, un espacio entre

La respetable parentela?Es Nadie, sin rastro y sin linaje.

Biografía de Nadie (Poema). Juan Manuel Roca.

Rumiaba una venganza que lo obsesionaba desde que salió de la cárcel; en su pensamiento estaba afianzado ese deseo que lo desvelaba y le producía un sueño intermitente. Su atención se concentró en una venganza que sólo tenía sentido para él. Fueron doce años en una cárcel mejicana, rumiando como animal enjaulado, imaginando lo que haría apenas saliera. Era alto, fuerte, de contextura gruesa, espaldas anchas y un abdomen prominente; dos patillas pobladas bajaban por sus mejillas, encontrándose con un bigote de puntas izadas hacia arriba. Un sombrero tejano de ala ancha le cubría el rostro y le dejaba entrever sus cabellos largos, cayendo sobre los hombros. Su camisa de flores estampadas con colores fuertes, amarillo, rojo y verde; su pantalón jean caía justo en los tobillos, tapándole las botas marrones de media caña. Así lo recordamos el día que se fue de viaje; así lo vimos, subiendo esposado al avión, escoltado por la policía; así lo vimos en el canal azteca, protestando – flaco y demacrado, enfermo, sin perder la elegancia de ranchero – ante una Comisión de derechos humanos que visitaba las cárceles mejicanas.

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“El próximo mes estaré en Colombia”, su anunció por teléfono fue para toda la familia, dijo mi hermana que cogió la llamada. Nos sentimos desprotegidos con la noticia. “Espero que tengan una buena explicación, ya falta poco para vernos”, se dirigía en un plural rencoroso que nos convocaba a todos. En su lejanía, jugaba con nosotros. Nos vino a la memoria la brusquedad de su trato con mi hermana, a la que abandonó. Soñaba con una venganza que estaba en su cabeza. Los mensajes enviados nos mostraban una guerra psicológica anticipada en las cartas esporádicas, “mira cuanto ha aprendido tu marido en ese lugar”, le insistía mamá a mi hermana, atormentándola con sus razones.

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Los que lo conocieron al reconocerlo en la esquina de Hospital lo miraban con extrañeza y, sin que él se diera cuenta, elaboraban conjeturas, reconstruían una idea del hombre dispuesto a todo, de pie y mirando desafiante a todos lados detrás de sus gafas oscuras. Su porte agresivo y su imagen no brindaban confianza, el cigarrillo en los labios mostraba la parsimonia y la paciencia del hombre de la esquina que leía la calle, reconociendo su entorno, después de doce años por fuera.  La gente que pasaba a su lado – que le reconocían – se hacían que no lo habían visto y si alguien se fijaba en él, bajaba la mirada para no saludarlo. En doce años la gente cambia, sin embargo, a su porte inconfundible, se le añadía ahora una huella de amargura y cara de pocos amigos.

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Reforzamos las puertas y ventanas con el propósito de resistirnos a su venganza, de evitar que entrara como Pedro por su casa. Soñábamos con su fuerza brutal golpeando la puerta a cualquier hora de la noche, y mi hermana corriendo hacia él para recibirlo casta y pura; eso ocurría en los sueños, pero en el pasado fue una realidad. Soñar el mismo sueño nos hacía desconfiar de la hermana. “Cuidado con flaquear, ese bandido no debe entrar más aquí”, le advertía mamá, pero en la noche, el hombre se nos metía en los sueños – sin permiso – haciendo y deshaciendo apenas tocaba a la hermana. Queríamos correr en los sueños, pero se vanagloriaba de su estatura de gigante, cerrándonos el paso en la puerta de la calle, destilando odio en su mirada alucinada y agarrando a la hermana por el cuello y los cabellos, zarandeándola como una muñeca de trapo. Despertábamos a medianoche con la ansiedad y la zozobra de la desconfianza y la paranoia de volver a revisar puertas y ventanas para impedirle que entrara, haciéndolo con sigilo y enviándonos señales de silencio al escuchar ruidos en la calle.  

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Aspiraba el cigarrillo con los ojos entrecerrados – afirmaron los que lo vieron de cerca –, sumido en sus retazos de recuerdos, devastado por los errores de una vida oscura, el exilio y la supervivencia en una cárcel mejicana, por los alucinógenos que le procuraban falsas alegrías, alegrándole la fantasía de un instante y, ­– al final – consumiéndose en una tristeza que no tenía explicación, llenándolo de rabia e impotencia. Sabía el riesgo de regresar a esta ciudad del Caribe donde le conocían, sabiendo que no era de fiar y tampoco le querían. Detrás de sus gafas oscuras estaba escondido el pasado y en medio de los recuerdos afloraba el presente con su venganza e hilvanando la coherencia del regreso y las precauciones para pasar inadvertido. Donde se alojaba lo conocían y le temían, pero su malicia agudizada en la cárcel le traía el pensamiento recurrente de la traición, de no confiar en nadie, menos en los que le temían, que esperaban su oportunidad para deshacerse de él, habiendo sido testigos de su crueldad y soportar sus arranques de violencia, cuando la droga le anulaba todo vestigio de razón.

“Cuidado con flaquear, ese bandido no debe entrar más aquí”, le advertía mamá, pero en la noche, el hombre se nos metía en los sueños – sin permiso – haciendo y deshaciendo apenas tocaba a la hermana. Queríamos correr en los sueños, pero se vanagloriaba de su estatura de gigante, cerrándonos el paso en la puerta de la calle, destilando odio en su mirada alucinada y agarrando a la hermana por el cuello y los cabellos, zarandeándola como una muñeca de trapo.

Wencel Valegas

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Mamá tenía el sueño ligero desde que el hombre llegó a casa. Atenta al menor ruido sus noches transcurrían de desvelos en desvelos. Cualquiera del barrio que hubiese visto su sombra sigilosa en la madrugada la habría tildado de chismosa, pero ella no era lo que la gente se imaginaba, tampoco le importaba lo que pensaran. A la muerte de papá tomó la resolución de protegernos. Jamás le llamó la atención al hombre, pero el desquite era inminente con la hermana. ¡Qué horas son esas de llegar, ni tu papá!, le decía con carácter a la hermana; nunca deja un peso para la comida y tiene el coraje de pedirla, cuando llega, ay, Dios mío, ¿cuándo abrirás los ojos? ¡Qué vaina, ahora se le ha dado por pegarte como si fueras una puta, pero ni una puta se deja golpear así! Síguele escribiendo, pendeja, era la retahíla de mamá mientras la hermana lloraba en silencio, abrazando las novelas de Corín Tellado.

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Sólo una carta recibió durante su permanencia en Méjico. Detrás de las rejas leyó despacio: “quizás esta sea la primera y única carta que te escriba…”, le decía mi hermana, cuyo rostro se hacía difuso en la memoria la mayoría de las veces. Las palabras escritas merodeaban en sus recuerdos desde que las leyó, le obnubilaron la mente, decía el informe de psicología en la enfermería, mientras lo amarraban a la camilla, después de enfurecerse durante días y terminar golpeando las paredes de la celda hasta sangrarse los nudillos. Cuando deliraba, el nombre de mi hermana hacía ecos en los espirales de su memoria: “¿Isabel, por qué no vienes a verme?”, gritaba, llorando de impotencia. Mientras el nombre brotaba claro de sus labios, la imagen de la mujer se le resquebrajaba en su memoria. Así transcurría la vida de este hombre de mar – era marinero – durante los años de cárcel, que le parecieron siglos y cuando observaba su rostro en el espejo se enfurecía, revisándolo minuciosamente: el espejo le devolvía un rostro viejo, ajado, raída la piel y perturbada por un acné persistente, una nariz roja de alcohólico, huellas tangibles de los excesos y placeres clandestinos de la prisión, donde los guardias acostumbraban a hacerse los de la “vista gorda”.

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Deseoso de venganza regresó al país. Los mil dólares ahorrados con su trabajo en la cárcel se esfumaron en pasaje, comida y la ropa que tanto le gustaba: pantalones vaqueros, botas y sombreros tejanos, camisa de flores y un abrigo de piel, que vendió apenas el avión aterrizó el Caribe; gafas oscuras ocultaban su rostro violento, sin embargo, su apariencia de comisario del Far West develaban un rostro de pocos amigos del que sobresalían sus patillas largas y bigotes intimidatorios. La cárcel le dejó una diabetes y una angina de pecho, que le molestaba desde cinco años atrás, obligándolo a detenerse en las leves caminatas, por falta de aire, dentro de la prisión. Las noches eran terribles por la inesperada presencia del dolor en el pecho y la angustiosa respiración entrecortada, forzada. Prefería el insomnio al sueño, así tenía tiempo de planear la venganza, que le daba vuelta en su cabeza durante las noches.

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Desde que nos enteramos de su regreso se intensificaron los sueños en las noches hasta que un día cualquiera coincidimos en el centro de un insomnio invadido de vigilia, en un paseo nervioso por la casa con las luces apagadas y el miedo en los rostros, dispuestos a claudicar ante su juego de señales, anunciándose y desapareciendo; de llamar por teléfono sin identificarse, manteniendo largos silencios, escuchándonos la angustia, quién es, conteste por favor, vaya a burlarse de su madre; de insultarlo hasta terminar imaginándole su risa gruesa e imponente, burlándose de nuestro miedo; era el gato juguetón, omnipotente ante la ansiedad rápida de los frágiles ratones, esperando dar el último zarpazo desde su escondite.

Una mañana tocaron a la puerta y nos miramos aterrorizados. “Carta para la familia…”, reconocimos la voz del cartero. Abrimos la puerta con recelo y nerviosismo, tomamos la carta escrita en una caligrafía pulcra y armónica en sus trazos, que distaba muy lejos de la tosca y ruda del hombre.

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“Si están leyendo esta carta es para enterarlos que mi deseo de venganza ya no existe. Enfermé en la cárcel. Además de sentir que me falta el aire sorpresivamente, tengo Alzheimer y me apena confesarlo, solo tengo un vago recuerdo desde que llegué a Colombia. La persona que esto escribe se ofreció a hacerlo por mí. Han sufrido por mi culpa, me cuenta el médico. Quise negarme a que escribieran estas líneas, pero él dijo que le hará bien a mi salud, cosa que dudo. Dice que tengo la posibilidad de cambiar, sin embargo, me pregunto qué es lo que debo cambiar; si quiere morir en paz, aproveche este momento de bondad – me ha dicho – y pida perdón. ¿Por qué tendría que pedir perdón?, me pregunto y no encuentro respuestas. Me contaron que el camino de mi vida ha sido difuso, incluso, oscuro. No quiero esa oscuridad conmigo, ni morir con ella. No sé a quién dirijo estas palabras, es cómo escribirle a nadie, a alguien que no existe. Solo les pido perdón”.

“El médico que me atendió asegura que el odio que vino conmigo, desapareció, – me asegura que no volverá –  aun así no recuerdo la razón de tanto odio. Espero ser perdonado”.

Leída la carta, mi madre y yo nos miramos con una alegría cómplice, sintiendo que los miedos y las angustias se esfumaban. La carta no tenía firma, pero el mensaje se dirigía a nosotros. Mi hermana en la intimidad de su cuarto lloraba con la misma fuerza que en los sueños. No había dejado de amarlo. Comenzamos a desclavar las puertas y ventanas para que entrara la paz y la luz, y pudiéramos respirar un nuevo aire. Era hora de comenzar a vivir el presente, de retomarlo.

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Días después de la lectura de la carta murió. Marcos, el cartero, nos entregó un telegrama que informaba la hora del deceso, lugar de velación, día del sepelio. Acompañé a mi hermana al entierro. Adelante, el carro fúnebre con el féretro andaba despacio, detrás, mi hermana y yo caminábamos. Nadie más acompañó el entierro, tampoco mi hermana recibió un solo pésame. Murió siendo un desconocido, un nadie. Su nombre dejó de pronunciarse el día que fue una vergüenza familiar y su imagen – le dio la vuelta al mundo – con las esposas puestas, subiendo las escaleras del avión que lo llevaría a una cárcel de Méjico. Mamá prohibió su nombre, ese hombre ha muerto para nosotros, no pisa más esta casa, tampoco quiero escuchar su nombre, nos advirtió.

Mamá no fue al sepelio. Prefirió quedarse en casa con sus convicciones y razones. Había experiencias del pasado que no le gustaba recordar. Desde ese día ordenó pintar la casa, revisar el techo, arreglar la fachada. Era momento de pensar en el futuro, además, todavía eres muy joven y es hora de reorganizar tu vida, le dijo a la hermana con una sonrisa que pocos conocíamos.

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