Ciudad de México a principios del siglo XX se asemejaba a una enorme sala de baile donde todos parecían moverse al mismo compás. Porfirio Díaz llevaba dos décadas en el poder y había consolidado un régimen fuerte. La vida social se regía por las apariencias, era necesario comportarse según los cánones que la sociedad dictaba y dominar cualquier deseo que escapara de las normas establecidas. En nombre de ese aparente orden, la policía vigilaba salones, bares y sitios particulares, no para perseguir delitos, sino para preservar las buenas costumbres.
Aunque la homosexualidad en esa época no era considerada un delito, la condena social era tan fuerte que bastaba un rumor para destruir una reputación. La socialite mejicana, sin embargo, vivía intensamente y en ocasiones transgredía lo establecido. Entre celebraciones, tertulias y reuniones, las sonrisas se mezclaban con silencios incómodos. Aquellos que experimentaban por dentro ciertos deseos que la sociedad prohibía, aprendieron a ocultarse en habitaciones cerradas, en lugares discretos y en salones concebidos para estos menesteres, en estos sitios podían, comportarse como realmente querían.
La noche del 18 de noviembre de 1901, una casa de la colonia Tabacalera se llenó de ruidosa música y ambiente festivo. Cuarenta y dos hombres bailaban animadamente entre sí. La mitad de ellos vestía prendas asociadas a la feminidad —vestidos, faldas, chalinas y zapatillas, entre otras prendas—, mientras que la otra mitad llevaba elegantes trajes masculinos. En aquel pintoresco salón no había temor, solo un pacto cómplice entre los asistentes.
Acostumbrada a hacer redadas en cantinas y bares populares, la policía, se sorprendió al encontrar a varios miembros de la alta sociedad bailando entre sí. Este hecho enfureció a los agentes del orden, desatando una andanada de insultos, golpes y humillaciones. Los invitados fueron sometidos a todo tipo de vejámenes, los formaron en sendas filas, los contaron, les rasgaron la ropa y los revisaron como si llevaran sustancias prohibidas.
Quienes llevaban vestidos femeninos fueron los más maltratados, pues, los empujaron a la calle, los llamaron despectivamente “maricones”, los exhibieron ante las personas que observaban tras las ventanas de las casas. También, los obligaron a barrer las calles aledañas hasta el amanecer.

Imagen tomada de un periódico de la época
Una causa de la violencia que, endémicamente, sacude la historia nacional, puede ser que somos un pueblo de analfabetas (cafres, dijo un cachaco), según las estadísticas oficiales es bajo el porcentaje de colombianos que acceden a la educación superior, donde la violencia sigue siendo la fiel demostración de la ciudadanía mal entendida. Los derechos se defienden con la fuerza del derecho.
Cuando los agentes anotaron los nombres, solo incluyeron en el listado cuarenta y un asistentes. Del supuesto “invitado número 42” no quedó rastro. La versión extraoficial señala a Ignacio de la Torre y Mier político y empresario mejicano emparentado con la nobleza española, francesa y monegasca, quien estaba casado con Amada la hija mayor de Porfirio Díaz, como aquel invitado desaparecido. Debido a la importancia de su apellido, es probable que por obvias razones no figurara entre los detenidos. Mientras los demás eran humillados por la Policía, él habría sido escoltado sigilosamente fuera de la casa, protegido por un silencio que retumba hasta hoy.
La noticia del escándalo estalló al amanecer, la prensa convirtió el operativo policial en un espectáculo que alimentó durante semanas la morbosidad del público. No se hablaba de los abusos de la autoridad, sino de los vicios y degeneración de los asistentes. Mediante caricaturas se ridiculizaron a los detenidos y los periódicos de esa época advertían sobre una supuesta “decadencia moral”. Algunos de los detenidos con las ayuda de sus familias pudieron comprar su libertad gracias a sus influencias.
Sin embargo, la mayoría de los invitados no corrió con la misma fortuna. Sin haber cometido delito alguno, fueron enviados a trabajos forzados en Yucatán y en el Valle Nacional, parajes inhóspitos donde la vida se consumía entre enfermedades, un clima insoportable y jornadas extenuantes. Muchos no regresaron jamás a la capital. Sus nombres se diluyeron en archivos polvorientos que terminaron borrando las huellas de su existencia, entre esos casos estuvo al parecer el amante del enigmático invitado cuarenta y dos.
El número cuarenta y uno fue mitificado y adquirió en México una connotación negativa asociada a la mala fama, se convirtió en objeto de burla, en un tema tabú y en un medio de amenaza. Durante décadas, nadie quería ser relacionado con “el número 41”. El país intentó superar este lamentable episodio, pero los recuerdos son habitantes incómodos que suelen sobrevivir. Con el paso del tiempo, aquella noche violenta se transformó en un símbolo de la mala suerte y una muestra de la intolerancia.
La comunidad LGBTIQ+ colocó una placa conmemorativa en el Centro Cultural José Martí en 2001, fue un gesto silencioso pero firme para recordar a quienes habían sido humillados y borrados de la historia. En 2019, la Marcha del Orgullo reclamó el número 41 como propio, adoptando el lema “Orgullo 41” y transformando un símbolo de humillación en un emblema de lucha y resistencia. En 2020, el cine, a través de la plataforma Netflix, revivió aquella historia con el título: El baile de los 41, dando sentido a un episodio que la moral porfiriana intento silenciar.
Aunque ha pasado el tiempo, aquel salón secreto sigue dando que pensar en la memoria colectiva. La noche en que cuarenta y dos hombres realizaron una peculiar celebración que se salía de los estereotipos de la época —aunque solo cuarenta y uno quedaron en los registros— constituye un recordatorio de que los hechos históricos, a pesar de que intenten ocultarse, en algún momento cobran vigencia y ocupan el sitio que les corresponde en la historia de la humanidad.
